La izquierda y el peso colonial de los cuerpos. Por Soledad Romero Donoso
La izquierda y el peso colonial de los cuerpos. Por Soledad Romero Donoso
¿Por qué, a pesar de toda la dominación, el control, el sometimiento, la discriminación y la injusticia que cargan los cuerpos y las mentes de la humanidad, la izquierda -que se autodefine como anticapitalista, antiimperialista, anticolonial, anti oligárquica y emancipadora- no logra convertirse en una opción liberadora para los pueblos?
En las recientes elecciones presidenciales chilenas, el 60 por ciento de la población votó por tendencias derechistas, a pesar de que Chile es uno de los países con mayor desigualdad en la distribución de la riqueza y donde la población está endeudada siete veces su salario. El argumento más inmediato suele ser culpar a la concentración de los medios de comunicación, dominados principalmente por actores de derecha, conservadores y promercado. Y, sin duda, se trata de uno de los factores más determinantes. En el caso de Chile, específicamente, El Mercurio y Copesa controlan más del 90% de los diarios y lectores, lo que implica que una parte muy significativa de la información impresa y digital está en manos de muy pocos grupos económicos de derecha, centroderecha y de las denominadas nuevas derechas, que en el fondo son ultraderechas.
Los factores son multidimensionales. Y todo se conjuga para sostener un modelo de consumo y consumismo insaciables que transforma nuestras sociedades en realidades de doble vinculación, donde la injusticia social se despolitiza y racializa desde perspectivas profundamente eurocéntricas, masculinas, blancas y capitalistas. Y, sin siquiera darnos cuenta, terminamos reproduciendo una colonialidad y perpetuado la dualidad amo/esclavo descrita por Hegel.
En este escenario, surgen identidades nuevas, ajenas al espacio liberador que supuestamente promueven las izquierdas. En Chile, por ejemplo, la identidad del "soy flaite" no recoge el ideario de la humanidad morena, de piel más oscura, latinoamericana e indígena; tampoco se reconoce como expresión de la experiencia de la pobreza. Pareciera, más bien, que hoy resulta preferible identificarse como "flaite" antes que como pobre. Se trata de una identidad que emerge del maltrato y de la marginación social, de la experiencia de la humillación, y que para levantarse no se politiza ni confronta a quien le oprime, sino que busca vínculos con el poder de fuego narco, con la droga y con una rabia social marcada por una subjetividad anómica que solo busca reconocimiento, desanclada de sus raíces emancipatorias.
Retomando el punto inicial -el casi 60 por ciento del electorado chileno ha votado por la derecha y la extrema derecha-, quedando muy por debajo la candidata del Partido Comunista, un partido que nació como expresión emancipadora de los desposeídos. Nada convenció a quienes comparten su condición de clase; por el contrario, en las comunas más pobres ganó la derecha o la opción del Partido de la Gente, que se presenta como un "sector" no ideologizado: "ni facho ni comunacho", pero que, en su composición social, y en sus aspiraciones de movilidad parecen más cercana a la derecha que a la izquierda. La "cuna de mimbre" de la candidata comunista _que además aceptaría dejar su militancia para ser aceptada por el establishment_, no interpeló a los más desposeídos, endeudados ni maltratados/as de Chile.
En definitiva, cuando el sentido común de la izquierda asume que los pobres votarán por ella, la realidad demuestra que esa masa de seres humanos no se siente representada y, más aún, percibe amenazadas sus posibilidades de desarrollo. Por cierto, esto tiene una explicación en la cantidad de información falsa difundida por medios hegemónicos que, a lo largo de la historia contemporánea, han demonizado a la izquierda. Pero también, como señala el sociólogo brasileño Jessé Souza, la derecha cautiva a los más pobres porque, a diferencia de lo que cree la izquierda, este sector no prioriza el factor económico al votar: lo que busca es reconocimiento social, autoestima y confianza en sí mismo. "Los pobres votan por la derecha por causas morales, no económicas. Heridas morales como la humillación cotidiana (...)". Y cuando la realidad se vuelve insoportable, la huida hacia la fantasía se vuelve inevitable. (...). Estar con los más ricos les acerca, simbólicamente, a ellos, con la esperanza de recibir el "chorreo" que siempre les han prometido y, en ese espacio se vuelven contra otros pobres como el migrante económico.
En el libro La empatía es política, Samah Karaki plantea algo que llamó profundamente mi atención mientras reflexionaba sobre la izquierda. Esta lectura me llevó inmediatamente a recordar los trabajos voluntarios que realicé durante la dictadura de Pinochet, cuando era estudiante secundaria y universitaria, en comunidades mapuche del sur de Chile. Son recuerdos que atesoro por su profundo sentido de resistencia. Porque así aprendí a ser de izquierda.
Karaki sostiene que la empatía es selectiva y responde a criterios de proximidad, semejanza y previsibilidad. En efecto, tendemos a ser empáticos con quienes percibimos cultural, racial o geográficamente cercanos. Se trata de una definición peligrosa, pues podría explicar la intolerancia de muchos y muchas frente a la vida de quienes son distintos, lo que, sin duda, aleja a la empatía del sentido propio de la política: el bienestar de los pueblos y todas las personas sin excepción. Asimismo, Karaki señala que la empatía disminuye cuando los escenarios se vuelven demasiado previsibles, como ocurre al recibir de manera constante noticias sobre tragedias políticas y humanitarias en países afectados por guerras permanentes; la repetición reduce la sensibilidad. Por ello, las sociedades occidentales suelen sentir más empatía por lo que ocurre en Ucrania (más allá de la propaganda antirrusa) que por lo que sucede en Afganistán, país desestabilizado por el imperialismo desde hace décadas.
Desde esta sola aproximación podría ser posible explicar por qué la pobreza termina volviéndose, con el tiempo, un fenómeno que ya no nos conmueve; o por qué sociedades como la chilena tienen tantas dificultades para sostener principios de solidaridad en el sistema de pensiones y, en cambio, se aferran a la lógica de la capitalización individual. Porque la solidaridad se orienta hacia los más cercanos - su familia-, aunque, paradójicamente, estos ciudadanos deberían saber que, con el actual sistema de pensiones, será muy poco lo que podrán dejar a sus herederos.
Karaki agrega que la empatía es también una construcción social, capaz incluso de llevarnos, ante fenómenos dolorosos como la muerte, a no ser empáticos o a atribuir mayor valor a unas vidas por sobre otras. Y señala algo muy significativo, que existe además una contra empatía colonial, en la cual grupos blancos se sienten poseedores de una superioridad moral respecto de las personas negras, atribuyéndose incluso un discernimiento supuestamente mayor. A partir de esta colonialidad, se llegó incluso a establecer -de manera "científica", aunque hoy totalmente desacreditada- que la piel de las personas negras y morenas resistiría más el dolor que la piel de las personas blancas, considerada "más fina" o "más delicada".
Se trata de horrores coloniales que proyectan su sombra sobre la manera en que entendemos el dolor del otro.
Así es como despojamos al otro de humanidad y sensibilidad, legitimando una dominación que persiste a través de esta contra empatía. La colonialidad heredada ha despojado a los pobres de su dignidad, haciéndoles sentir que su condición es culpa suya y no el resultado de una injusticia social.
Ha logrado que la pobreza -siempre morena, negra o indígena- sea despreciable incluso para los propios cuerpos que la encarnan. Porque, como escribió Frantz Fanon, el cuerpo de un negro se convierte en un objeto fóbico para la mirada del otro, incluso cuando él solo buscaba ser reconocido como un hombre.
Del mismo modo, el cuerpo de la persona pobre carga con esa colonialidad que lo persigue; porque la mirada colonial no solo clasifica, sino que produce cuerpos rechazados, temidos y deshumanizados. Muchos, para sobrevivir en el espacio criollo o blanco, cambian sus apellidos y occidentalizan sus rostros. Se vuelven prisioneros de una máscara, como plantea Fanon en su libro Piel negra, máscaras blancas. ¿Y cómo desprenderse de esa máscara si es la única que les permite vivir e integrarse -en la medida de lo posible- a ciertas comunidades?
¿Cuántas veces hemos escuchado celebrar el color azul de los ojos de algún miembro de un linaje familiar? "Mi abuelo era de ojos azules", dicen con regocijo, aunque nadie en ese linaje haya heredado ese rasgo. ¿Cuántas veces escuchamos la frase: "No cuentes esa parte, que es solo pobreza"? Y, sin embargo, ¿cuántas veces hemos oído las historias de colonos de ojos azules que "llegaron con una mano adelante y otra atrás", pero con tierras regaladas, y cuyo ascenso a la riqueza se narra con orgullo?
Según Karaki, podemos dejar de ser empáticos cuando despojamos al otro de sensibilidad mediante la imposición de figuras monstruosas -como la idea de que "los comunistas comen guaguas"- que sirven para justificar cualquier forma de deshumanización. También podemos volvernos menos empáticos cuando sentimos que nuestras costumbres están amenazadas por supuestas "desviaciones" o por comportamientos presentados como salvajes, tal como ocurrió con la forma en que los españoles describieron a los pueblos originarios de América, a quienes incluso llegaron a negarles el alma, reduciéndolos a la condición de salvajes. Del mismo modo, aunque desde otro lugar, esto se evidencia cuando los socialismos del siglo XX buscaron reducir las prácticas de la santería y del sincretismo afrodescendientes por considerarlas "opio del pueblo" contrarrevolucionario, cuestión que, afortunadamente, con los años se corrigió. A propósito de los trabajos voluntarios -históricamente emblemas del estudiantado en lucha-, Karaki advierte que la empatía es manipulable.
Cuando personas blancas realizan turismo social para "salvar" a los pobres, morenos o negros, y exhiben sus acciones en redes sociales, lo que aparece es una población negra o pobre sin capacidad de discernir. Blancos salvadores que dicen ponerse en el lugar del otro (incluso con las mejores intenciones revolucionarias, como en mis propios trabajos voluntarios), creyendo comprender la desigualdad, pero sin advertir el ejercicio también dominador y colonizador que subyace. Por eso Karaki afirma que la "empatía es una respuesta individual y emotiva, expresión de la subjetividad neoliberal que desplaza las respuestas políticas y sociales frente al sufrimiento. Lo que debemos poner en el otro no es nuestro lugar, sino visitarlo desde la alteridad, salir de nuestra frontera subjetiva y cuestionar nuestros sesgos".
En tanto, Enrique Dussel sostiene que las izquierdas deben construir algo que supere tanto al capitalismo como a los socialismos reales, los cuales también han dejado demasiados muertos y encarcelados. Es necesario, por tanto, construir un espacio verdaderamente liberador. Este desafío requiere una reflexión profunda y seria. Sin duda, la recuperación de los medios de comunicación es una tarea urgente y extremadamente difícil. Sin duda, también es necesario repensar conceptos que hasta ahora considerábamos iluminadores, como la lucha de clases. Y sin duda visitando el cuerpo humillado de un pobre, un negro, un moreno o un indígena: politizándolo y reconociéndolo con alteridad desde la descolonialidad.
Así, quizás debamos dejar de asumir que la unidad de la clase trabajadora es un dato incuestionable. La antigua concepción de la relación capital-trabajo ha cambiado; por ello, las clases se han desperfilado y la lucha de clases se transforma, más bien, en una lucha racializada, donde los oprimidos son los cuerpos morenos, oscuros, negros u originarios, especialmente en el Sur Global. Marx, como señala Dussel, nos legó grandes explicaciones sobre el funcionamiento del capital, pero hoy es indispensable volver a conceptualizar desde una perspectiva que él, como europeo, no podía tener: una mirada descolonizadora del pensamiento. Y Dussel va aún más lejos: propone rescatar a Marx del secuestro estalinista.
Es necesario quizás, recuperar la emancipación originaria que deberían encarnar los oprimidos. Tal vez las izquierdas deban también descolonizar sus filas, sus familias y sus programas políticos, e intentar construir nuevamente un espacio liberador con él, la o les otros diferentes. Lo cierto es que el camino de la reflexión está más cerca del principio que del final.
Finalmente, es necesario poner en el centro a nuestros niños y niñas -sí, amar a los perros, a los animales y a todas las formas de vida-, pero el foco, desde una perspectiva sociológica, deben ser los seres humanos. Nuestros niños, niñas y niñes deben transitar por currículos escolares que, como señala Dussel, no les cuenten la Historia Universal de la Edad Media cuando América Latina nunca vivió la Edad Media, sino que les muestren sus propios orígenes, los politicen y politicen sus cuerpos, y -como suelo escribir- les y nos permitan ponernos de pie frente a una bandera o emblema liberador: no fascista, ni eurocéntrico ni colonial. Que podamos sentir que en ese himno está nuestro lugar de identidad y reconocimiento.
La pregunta estratégica es cómo mostrar una alternativa que no despoje, sino que libere; que no domine, sino que incorpore; que no excluya la diversidad ni la disidencia, sino que las interprete, asuma y comprenda como parte de un proceso humanizador y desalienador.
Las universidades deberían ampliar sus convenios no solo con la Sorbona o con instituciones europeas, sino también con el Sur Global, con universidades de África y Asia. Quizás la política de izquierda debiera volver a conversar con la academia y ambos con los territorios. Y es igualmente necesario que la izquierda deje de creer que iniciar un proceso de descolonización implica automáticamente ser aceptada por los pueblos originarios o integrada a sus luchas. Que un winka envíe tanto newen no nos convierte en parte de esa lucha, porque aún debemos despojarnos de nuestro propio cuerpo colonizado. Tampoco puede la izquierda sostener una empatía salvadora dirigida hacia los pobres, quienes jamás habrían querido cargar con ese cuerpo-objeto de mirada - ese cuerpo de pobre, de moreno o de negro humillado- impuesto por estructuras históricas de desigualdad y colonialidad.
Soledad Romero Donoso.
Periodista/ Cientista Política. .

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