Chile: El Grano de Trigo que Germinó en Resistencia
El Grano de Trigo que Germinó en Resistencia
Juan Alsina Hurtos: Ensayo Biográfico de Gregorio Mondaca Crestto
No somos neutrales. No venimos a conciliar. No escribimos para complacer.
Escribimos para despertar. Escribimos para organizar. Escribimos para luchar. Escribimos para esperanzar.
"No vengo a evangelizar a los trabajadores; soy un trabajador evangelizando..."
El Despertar Final
Cinco y media de la mañana. 19 de septiembre de 1973.
Sus párpados se abren como puertas de catedral. Sin prisa. Sin sobresalto. Como quien despierta de un sueño profundo hacia otro sueño más real que la vigilia.
Santiago respira humo. El aire pesa ocho grados exactos en esa madrugada de un invierno que durará diecisiete años. Juan Alsina aspira lentamente esa humedad invernal que se adhiere a los pulmones como el miedo ajeno. Sus costillas se expanden como acordeón que toca la melodía final—respirar ya es resistencia contra el aire helado de septiembre.
La casa parroquial de San Bernardo abraza el silencio pesado del toque de queda. Sirenas desgarran la bruma lejana como uñas sobre vidrio. El dolor que brama desde todas las esquinas de la ciudad.
Como muchos esa noche, se había acostado vestido sobre la cama estrecha. Se sienta al borde del colchón. Sus pies descalzos tocan las baldosas rojas. Choque eléctrico de hielo que trepa por las piernas hasta el corazón que late sereno como quien ha encontrado su compás definitivo.
Treinta y un años. Catalán. Obrero hospitalario. Sacerdote. Trabajador evangelizando.
Su mano busca a tientas el crucifijo sobre la mesita de noche. Los dedos tiemblan apenas. No de frío. De certeza.
El aire entra espeso: pólvora acre, lágrimas cristalizadas, presagio metálico.
"Hay momentos en la vida en que hay que jugarse el todo por el todo", susurra mientras el vapor de su aliento se hace visible. "Si me necesitan, allá estoy."
Sus últimas palabras escritas vibran en el aire congelado: "Si el grano de trigo no muere, nunca da fruto."
Juan desayuna como quien celebra su última cena. Cada sorbo de café de trigo baja por la garganta como fuego sagrado. El pan seco se desmenuza entre sus dientes mientras afuera Santiago despierta al rugido metálico de tanques y sirenas.
A las siete cruza la plaza de San Bernardo.
Clic, clac. Clic, clac.
Sus zapatos gastados escriben el último verso sobre baldosas heladas. Cada paso martilla el ritmo implacable de la dignidad que camina hacia su destino.
Juan se dirige al Hospital San Juan de Dios.
Camina hacia la mesa del padre.
Y sonríe.
Las Manos que Eligieron la Tierra
Castellón de Ampurias, Girona. 28 de abril de 1942.
Juan nace con los puños cerrados como quien llega decidido a pelear.
La partera los abre suavemente. Encuentra palmas marcadas por líneas profundas, como surcos esperando semillas. "Este niño tiene manos de trabajador", dice mientras lo limpia con agua tibia que huele a romero.
Sus padres lo ven crecer entre calles empedradas de Cataluña. Los ojos inquietos. La sonrisa que enciende esperanza. Esa manera particular de inclinar la cabeza cuando escucha historias de misioneros que atraviesan océanos para llegar hasta los últimos.
"Siento que Dios me llama para ir a misiones", les dice con ocho años, mientras moldea figuras de barro con manos diminutas como quizás lo hicieron sus ancestros en Ampurias. "Y quiero prepararme bien."
Sus manos aprenden temprano la textura de la solidaridad. Cargan baldes de agua que pesan más que su propio cuerpo. Trabajan la tierra de Girona bajo el sol que le quema la nuca. Las palmas se endurecen, se agrietan, se fortalecen.
Cada callo es lección sobre la dignidad del trabajo. Cada ampolla, sacramento de resistencia en los años de postguerra civil.
Ordenación sacerdotal: 30 de agosto de 1966.
Veinticuatro años. Las manos consagradas no buscan el incienso dorado de las sacristías. Buscan el sudor compartido. La textura áspera de la injusticia social en la España francofalangista. El peso exacto de la esperanza colectiva.
En el seminario de Madrid de la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA), Juan respira las páginas del Pacto de las Catacumbas como oxígeno. Sus músculos se tensan de esperanza. Ha encontrado el mapa de su vocación: una Iglesia que huele a sudor, que habla el lenguaje ronco de los sindicatos, que celebra la Eucaristía en hospitales húmedos y fábricas ruidosas.
Juan será parte de esa Iglesia.
Juan será esa Iglesia.
El Pacto de las Catacumbas: La Iglesia de los Pobres
16 de noviembre de 1965. Catacumbas de Santa Domitila, Roma.
Mientras el Concilio Vaticano II llega a su fin, cuarenta obispos del Tercer Mundo descienden a las catacumbas donde los primeros cristianos celebraron la Eucaristía perseguidos por el Imperio.
En la oscuridad sagrada de esos túneles milenarios, firman un documento que transformará la Iglesia latinoamericana para siempre: el "Pacto de las Catacumbas de la Iglesia Sierva y Pobre".
Sus palabras resuenan como martillazos contra los privilegios eclesiásticos:
"Nosotros, obispos, reunidos en el Concilio Vaticano II... comprometiéndonos a lo que sigue: Vivir como el pueblo. Renunciar a las riquezas. Para siempre renunciamos a la apariencia y a la realidad de riqueza.
Ni oro ni plata."
Los nombres golpean las retinas de Juan como puñetazos: Dom Hélder Câmara obispo de Recife, Don Antonio Fragoso obispo de Crateus-CE, Don Sergio Méndez Arceo obispo Cuernavaca, Don Manuel Larraín obispo de Talca y Presidente del CELAM, Leonidas Proaño obispo de Riobamba, Alberto Devoto obispo de Goya, Vicente Zazpe obispo de Rafaela, Juan José Iriarte obispo de Reconquista y Enrique Angelelli, obispo auxiliar de Córdoba.
Cada firma es declaración de lucha contra la opresión. Cada nombre, puñetazo a los privilegios eclesiásticos.
Juan lee cada línea en el seminario. Sus manos tiemblan al pasar las páginas amarillentas. Sus pulmones aspiran estas palabras como oxígeno. Su sangre circula impregnada de opción por los pobres.
Ha encontrado el programa de vida: renunciar radicalmente a los privilegios para abrazar la vida áspera de los trabajadores. Ser pobre entre los pobres, obrero entre los obreros, perseguido entre los perseguidos.
Las catacumbas de Roma han parido una nueva Iglesia.
La Llegada: 30 de enero de 1968
Juan pisa por primera vez el suelo chileno, junto a otros misioneros catalanes de la Obra de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA).
Santiago los recibe con ese calor seco que abraza al amigo cuando es forastero, como madre esperando al hijo pródigo. Él responde con la sonrisa de quien ha encontrado su lugar exacto en el universo.
El aire de los Andes entra a sus pulmones como bendición tangible. Sus pies se afirman en la tierra prometida con la certeza de quien sabe que ha llegado a casa.
Se instalan en San Bernardo junto a otros sacerdotes catalanes que han cruzado el Atlántico con los ojos llenos de Evangelio y las manos dispuestas para la transformación del mundo.
Su primer trabajo pastoral lo cumple en San Antonio, donde combinará su labor sacerdotal con su trabajo profesional en el área de la salud.
El Puerto que Enseña
San Antonio, 1968.
El puerto abre sus brazos oxidados al viento salino del Pacífico. Las grúas gimen bajo el peso de la carga como gigantes cansados. Los trabajadores caminan con espaldas encorvadas por años de lucha contra la gravedad, contra la injusticia, contra el olvido sistemático.
Juan no llega como visitante pastoral. Llega como hermano que se "encaleta" junto al cura Sergio Torres. Volvía a Castellón de Ampurias, donde nació, a las manos de los pescadores, a la greda, al Puerto.
San Antonio: puerto bravo, puerto gris. El aire sabe a sal y pólvora vieja. El viento corta la cara como navaja. Las gaviotas chillan sobre un mar que nunca descansa, que nunca perdona, que nunca olvida.
Juan llega joven, recién ordenado. Desde Santiago trae una moto que ruge más fuerte que muchos barcos, y unos puños de boxeador para calmar feligreses y conflictos familiares, abrirse camino en las esquinas oscuras del puerto.
Lo que más impresiona no son sus puños: es su risa franca, su mirada limpia como agua de manantial. Se sienta en las cantinas humeantes, juega dominó con manos agrietadas, escucha historias de barcos fantasma y huelgas legendarias.
Bebe café amargo con los estibadores que cargan el peso del mundo sobre sus espaldas. Comparte sopa en ollas comunes que hierven esperanza y solidaridad. Se empapa en la lluvia helada de los temporales invernales. Su sotana se mancha de barro y grasa industrial, y nunca se disculpa.
En las madrugadas frías, cuando los trabajadores se organizan entre el umo de los cigarros monaco o liberty, Juan está ahí. No dicta cátedra: acompaña. No dirige asambleas: escucha. El humo se mezcla con sus palabras pausadas, medidas como gotas de sabiduría:
"Ustedes saben lo que necesitan. Yo solo quiero estar cerca."
El puerto le enseña resistencia. Resistencia no es aguantar de pie como estatua cagada por las gaviotas, sino empujar juntos contra lo imposible hasta volverlo posible. Los estibadores, con sus manos partidas por cables de acero, le enseñan más de Jesús que mil tratados de teología.
En ese suelo salado entiende que la fe no se celebra en altares dorados, sino en la bodega húmeda donde un obrero comparte pan duro y un sorbo de vino barato con el compañero que no tiene nada.
Los niños lo esperan para ver o subirse a su moto rugiente. Las mujeres lo buscan para pedirle consejo cuando la plata no alcanza. Los viejos lo respetan porque habla poco, y siempre cumple. Incluso cuando lo va a buscar a la cantina.
San Antonio se lo gana y él se gana San Antonio. Allí su vida deja de ser un "ministerio" pastoral para volverse compromiso visceral, entrega corporal. Allí descubre que ser cura no es vestir sotana negra, sino dejarse morder por el dolor del pueblo hasta sangrar con ellos.
Cada día, el puerto lo templa como acero al fuego. Le da un cuerpo más resistente, una fe más encarnada, un amor menos romántico y más concreto que las piedras del muelle.
Cuando los jerarcas de la Iglesia Católica Apostólica y Romana lo sacan de San Antonio, llevará esa escuela grabada en la piel: el olor permanente a mar, el rugido constante de los barcos, la dignidad inquebrantable de mujeres y ombres pescadores y estibadores.
San Antonio le regaló la pedagogía irreversible de los pobres: la única que nunca se olvida porque se aprende con todo el cuerpo.
La Decisión que Divide las Aguas
1972. El conflicto llega súbito. Inevitable. Transformador. Irreversible.
El Vicario de la Zona Rural Costa, René Vío, le plantea el ultimátum que divide las aguas como espada flamígera: no puede ser trabajador del hospital y, al mismo tiempo, sacerdote. Ha sido trasladado por autoridad eclesiástica que no aprueba su conducta como sacerdote obrero y muy abierto en sus opiniones políticas.
Juan siente el impacto directo en el centro del pecho. Sus costillas se comprimen como si un puño invisible se cerrara alrededor de sus pulmones hambrientos de aire. El oxígeno se vuelve denso, resistente, casi sólido. Su corazón martillea contra el esternón como preso desesperado contra los barrotes.
La disyuntiva le atraviesa el cuerpo entero como descarga eléctrica. Sus músculos se tensan hasta el límite. Los tendones se estiran como cuerdas de violín a punto de romperse. Las venas se hinchan con sangre acelerada por la indignación sagrada. Sus manos se cierran en puños involuntarios.
De pronto, toda su vocación se concentra en una decisión corporal, visceral, irreversible. Sus pulmones aspiran profundo el aire helado del dilema. Sus hombros se enderezan como soldado que reconoce su batalla. Su columna vertebral se alza como mástil desafiando la tormenta.
Elige Santiago. Elige el Hospital San Juan de Dios como Jefe de Personal, pues ya tenía una oferta de trabajo. Elige la Vicaría de la Zona Sur, a cargo de Paulo Laurin.
Se instala primero en la Población José María Caro junto a Alfonso Baeza, quien más tarde será Vicario de la Pastoral Obrera y colaborador del Cardenal Raúl Silva Henríquez en la defensa heroica de los derechos humanos. Luego regresa a San Bernardo junto a la comunidad de curas catalanes.
Sus pasos resuenan en las baldosas rotas de la decisión. Cada pisada marca el ritmo implacable de una elección que lo llevará directamente a su destino final.
Juan Alsina intensifica su participación en el movimiento Cristianos por el Socialismo (CpS), encontrando en las hermanas del Corazón de María, lideradas por la hermana Gregoria, un espacio privilegiado para el diálogo pastoral. Semanalmente, en las reuniones vespertinas "a la vuelta de la pega" con la feligresía del decanato sur y el MOAC, sus palabras iluminan la esperanza de jóvenes y familias trabajadoras.
El CpS surge como respuesta genuinamente chilena a la construcción de una sociedad más justa, integrándose al proyecto histórico de la "vía chilena al socialismo" por cauces pacíficos e institucionales. Este movimiento trasciende fronteras, alcanzando reconocimiento continental y proyección internacional.
La guerra desatada contra el gobierno de Allende y la Unidad Popular representa la extensión de una confrontación mayor contra un proyecto destinado a la equidad social. Numerosos miembros del CpS ofrendaron sus vidas por amor al prójimo y a los más humildes, materializando los predicados cristianos en acción.
El movimiento marca una ruptura irreversible entre el cristianismo colonizador y el popular, entre una iglesia protectora de privilegios conservadores y una práctica sacerdotal que vive y siente las carencias humanas. Inspirados por el aggiornamento del Concilio Vaticano II, los CpS establecen un diálogo fecundo entre la lectura evangélica y la lucha de clases desde una perspectiva teológica.
Confrontando la jerarquía católica oligárquica tradicional, se integran a las demandas de trabajadores, estudiantes, pobladores urbanos y campesinos, promoviendo su protagonismo como sujetos históricos.
En esta unidad iglesia-pueblo, deciden abandonar la prédica distante desde el altar de espaldas al pueblo para marchar junto al pueblo hacia su liberación, transformando el ministerio en compromiso esperanzador.
En una carta que se conserva como reliquia de fuego, Juan escribe con esa claridad que solo nace de la convicción más profunda:
"Yo ya no soy simplemente el cura, ese hombre que les escucha y aconseja; soy el hombre que lucha junto a ellos. Si ellos tienen un sindicato, yo también; si están en un comité de trabajo, yo también."
Sus palabras vibran con la intensidad de quien ha encontrado la síntesis perfecta entre fe y compromiso social, entre oración y barricada, entre altar y fábrica.
Las sombras se acumulan en el horizonte como nubes de tormenta.
Los Tres Días que Marcaron la Diferencia
11 de septiembre de 1973.
Santiago amaneció plomizo como funeral anticipado. El aire pesaba quince grados y traía ese olor fétido a basura acumulada que se mezclaría para siempre con el humo acre de La Moneda en llamas. Las sirenas rompen la madrugada gris como cristales arrojados contra el pavimento húmedo.
Juan se encuentra en el Hospital San Juan de Dios, cumpliendo sus labores como Jefe de Personal. Sus pulmones aspiran ese aire denso de septiembre, cargado de humedad invernal y presagios metálicos.
A las 15:00 horas entra en vigencia el toque de queda.
El Director autoriza al personal para que se retire antes de esa hora límite. Los trabajadores recogen sus cosas apresuradamente. Las caras reflejan una mezcla extraña de terror y esperanza, como si no supieran si están viviendo el fin del mundo o el comienzo de algo nuevo.
Muchos trabajadores con ojos suplicantes se acercan a Juan: "No te quedes, compañero. Eres dirigente sindical. Los milicos van a venir por los dirigentes."
Juan los mira con esa sonrisa que ha aprendido a sostener en los momentos más duros: "Tengo que estar con los míos. Si me necesitan, aquí estoy."
Durante tres días, Juan es el único Jefe de Departamento que permanece. Un tercio de los trabajadores decide quedarse para mantener funcionando el establecimiento que salva vidas mientras Santiago arde en las calles. Hizo funcionar y coordinó las ambulancias que salvaron vidas de cientos, más que trasladar cadáveres. Las represalias no esperaron: los trabajadores hospitalarios no serían víctimas, fueron directamente represaliados por el régimen desde los primeros días de su instalación.
Tres días.
Sus manos lavan heridas que sangran historia reciente. Organizan esperanza en frascos de medicamentos y apósitos. Sostienen dolores que no tienen nombre todavía. Mientras Santiago arde afuera, Juan arde adentro con esa llama que no se apagará jamás: la solidaridad hecha carne, la resistencia convertida en gestos cotidianos de amor concreto.
Trabaja como enfermero improvisado. Sus dedos aplican vendajes con la misma delicadeza con que distribuye la comunión dominical. Sus palmas sostienen cabezas febriles con la ternura de quien abraza a Jesús sangrante en cada enfermo abandonado.
Ayuda en la cocina industrial del hospital. Pela papas que pesan como piedras. Corta cebollas que hacen llorar a todo el mundo. Sus ojos lloran por los vapores acres. Sus lágrimas se mezclan con el condimento salado de la solidaridad. Cada plato que prepara es una eucaristía compartida entre hermanos.
Organiza los turnos del personal reducido con la precisión de un general que conoce el valor de cada soldado. Su voz serena coordina el funcionamiento del hospital como sinfonía en medio del caos. Sus gestos tranquilizan a auxiliares y enfermeras aterrorizadas por los rumores que corren. Su presencia convierte el caos en esperanza organizada.
Un trabajador recordará años después con voz quebrada: "La presencia de Juan durante esos tres días nos alentó mucho, porque era el único Jefe de Departamento que se quedó. Y todos sabíamos que él era sacerdote. Aun así, ser sacerdote para él no significaba acogerse a una situación de privilegio, sino que lo miraba como un acto de servicio. El ejemplo de Juan nos aclaró el Evangelio y creo que nunca más vamos a olvidar aquellos tres días."
El 14 de septiembre llega un piquete militar, agrediendo mortalmente al portero Manuel Ibáñez. El día 16 secuestran/detienen a varios trabajadores. José Lucio Bagus, secuestrado/detenido desaparecido, era auxiliar de servicio del área de Pediatría; Pablo Aranda, estudiante de Medicina en práctica; Raúl González y Manuel Briceño, auxiliares de servicio; Jorge Cáceres, técnico paramédico.
Juan se dirige a la parroquia de San Bernardo, donde viven tres sacerdotes catalanes. Allí permanece desde la noche del 14 hasta el 19 de septiembre. Cinco días de preparación espiritual.
La Noche
18 de septiembre de 1973. Día de la primera junta de gobierno.
Juan conversa con los sacerdotes de la parroquia y su colaboradora Bernardita sobre su situación que se vuelve más peligrosa cada hora, cocina y juega ping pong. Lo han buscado en el hospital para detenerlo. El Director le ha advertido por teléfono que no se presente a trabajar mañana.
Los peligros son concretos, tangibles, inmediatos como cuchillos.
Un sacerdote le aconseja que se refugie en la embajada de España donde estará seguro. Otro le pide que no vaya al hospital al día siguiente bajo ninguna circunstancia. Las voces le llegan como desde muy lejos, filtradas por la certeza de una decisión ya tomada en lo más profundo de su conciencia.
Juan escucha los consejos con esa atención respetuosa que caracteriza su trato con todos los seres humanos.
Sus manos descansan sobre la mesa de madera del comedor parroquial. Los dedos se entrelazan como si estuvieran rezando el rosario eterno. Su respiración es pausada, profunda, serena como lago en calma.
"Hay momentos en la vida en que hay que jugarse el todo por el todo", les dice con voz tranquila que suena a despedida.
Sus palabras flotan en el aire helado del comedor como hostia consagrada que nadie se atreve a tocar. Bernardita, su hijo, y los demás sacerdotes las reciben en silencio absoluto, sabiendo que están presenciando algo completamente sagrado.
Después de la cena, conversan unos minutos, y Juan se retira a su habitación pequeña.
Toma papel amarillento y lápiz gastado. Sus manos tiemblan apenas mientras escribe lo que sabe que será su testamento espiritual, su carta final al mundo. Cada trazo es decisión consciente. Cada palabra, despedida definitiva.
Escribe en catalán. Su lengua materna. La lengua de sus primeras oraciones y sus últimas confesiones:
"No saber lo que haré, sino lo que me harán, y lo más doloroso ¿por qué?...
Si el grano de trigo no muere, nunca da fruto" Juan 12, 24.
Es terrible una montaña quemada, aun así es de esperar que de la ceniza húmeda, negra y pegajosa, vuelva a brotar la vida.
Si de las cenizas asumimos la vida de nuevo, es algo que nace de nuevo en nosotros.
Vamos de acá para allá como ovejas llevadas al matadero.
En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu.
Adiós. Jesús nos acompaña siempre dondequiera que vivamos.
Juan Alsina"
Cada palabra pesa como piedra arrojada al estanque profundo del tiempo. Genera ondas concéntricas que llegarán hasta nosotros cincuenta y dos años después, intactas, poderosas, transformadoras.
Montaña quemada. Ceniza húmeda. Grano de trigo. Ovejas al matadero.
Las imágenes se suceden como fotogramas de una película que ya conoce el final y que debe proyectarse hasta el último cuadro.
Se acuesta vestido sobre la cama estrecha. No logra dormir. En la oscuridad, sonríe.
La Mañana
19 de septiembre de 1973.
Santiago amaneció con una luz pálida que apenas lograba atravesar las nubes bajas del invierno tardío que se resiste a marcharse. La temperatura rozaba los ocho grados exactos. Los rayos débiles de sol se filtraban por la ventana de la casa parroquial como dedos fríos tocando el rostro sereno de Juan.
Sus ojos se abren con la serenidad absoluta de quien ha tomado la decisión más importante de su vida y está en paz con ella.
El aire helado de septiembre entra por sus fosas nasales como bendición final, como el último regalo del mundo antes del salto definitivo.
Se viste lentamente, ceremonialmente. Cada gesto es ritual de preparación para algo sagrado. La camisa fría sobre la piel que se eriza. Los pantalones que no logran protegerlo del frío santiaguino que se cuela por todas partes. Los zapatos gastados que han caminado por todas las poblaciones y que ahora pisarán por última vez las baldosas heladas del patio parroquial.
Desayuna con los compañeros sacerdotes. Bebe el café tibio que le quema la garganta como fuego líquido. Mastica el pan seco que se desmenuza entre sus dientes. Todo su cuerpo indica que intuye exactamente lo que va a suceder.
"Él lo presentía, él lo vivía y nos lo hizo vivir a todos nosotros", confesará después un amigo con voz quebrada.
Sus gestos son pausados, ceremoniales, litúrgicos. Sus palabras, medidas como gotas de agua bendita en el desierto helado. Su sonrisa, luminosa como si hubiera encontrado la respuesta definitiva a todas las preguntas que alguna vez lo atormentaron.
Sale de la casa parroquial hacia Santiago que respira ese aire denso de los toques de queda, impregnado del humo acre de los enfrentamientos y el frío cortante del invierno que se resiste a marcharse.
Sus pies pisan las baldosas irregulares del patio. Sus pasos resuenan como tambor sagrado marcando el ritmo implacable de la decisión final.
Cada paso resuena en el pavimento helado como verso de resistencia que se escribe con los pies.
Clic, clac, clic, clac.
El sonido de la dignidad caminando hacia su destino mientras el vapor de su aliento se hace visible en la mañana fría como pequeñas nubes de esperanza.
Primero pasa a conversar con el Vicario, que le aconseja una vez más con voz suplicante que no vaya al hospital bajo ninguna circunstancia.
Juan lo mira directamente a los ojos con esa mirada limpia que atraviesa todas las máscaras. Su voz suena clara, firme, completamente irreversible:
"Vuelvo a mi trabajo. Yo sé que mis compañeros de trabajo van a sufrir mucho y quiero ser solidario estando junto a ellos. Son momentos cruciales en que uno debe ser consecuente con sus convicciones. Pablo, reza por mí."
Sus palabras atraviesan el aire helado como flechas dirigidas directamente al corazón palpitante de la historia.
Después visita a las familias de militantes del MOAC que pasa a ver camino a Santiago. Ellos le insisten desesperadamente que no vaya al hospital. Sus voces suenan quebradas por la angustia que les oprime el pecho. Sus manos gesticulan frenéticamente tratando de convencerlo de lo imposible.
Uno de ellos le dice llorando “que no fuera al hospital".
Juan escucha con esa paciencia infinita de quien ha encontrado la paz interior más profunda. Sus ojos brillan con una luz que no es exactamente de este mundo. Sus labios se curvan en esa sonrisa que ha encendido esperanza en miles de corazones trabajadores.
"Mi deber es estar en el hospital", les responde con voz serena como agua de manantial.
Le reiteran con voces que se quiebran: "Juan, no vayas, te van a matar."
Su respuesta los golpea como puño directo en el estómago: "Cuídense ustedes que tienen hijos; yo voy al hospital pase lo que pase."
Se despide como quien se va para siempre. Sus manos estrechan manos temblorosas que no quieren soltarlo. Sus brazos abrazan cuerpos rígidos de terror helado. Sus labios besan mejillas húmedas de lágrimas que se congelan antes de tocar el suelo.
Se dirige al hospital caminando por las calles vacías de Santiago.
Las calles desiertas lo observan en silencio sepulcral. Cada paso resuena en el pavimento como verso final de resistencia que se escribe con todo el cuerpo.
Clic, clac, clic, clac.
El sonido de la dignidad caminando hacia su destino mientras Santiago retiene la respiración.
Alfonso Baeza había entregado la pista definitiva: Juan tenía muy claro qué haría: "estar en su lugar de trabajo".
Estar en su lugar de trabajo significaba cumplir hasta el final con su misión sacerdotal: estar con los trabajadores, hacer lo que hacen los trabajadores, ser trabajador.
A las dos de la tarde llega al Hospital San Juan de Dios. Lo están esperando.
El Calvario
Pasadas las 14:00 horas. Hospital San Juan de Dios.
La detención se produce en el sótano húmedo que huele a desinfectante y miedo. Un operativo militar actúa bajo órdenes directas del capitán Mario Caravez Silva, quien obedece ciegamente al oficial Donato Alejandro López Almarza. Dos escuadras completas del Regimiento "Yungay".
"El hospital estaba lleno" de soldados armados hasta los dientes.
"¿Juan Alsina Hurtos?" "Sí, soy yo."
Sus manos no tiemblan cuando le ponen las esposas de metal frío. Sus muñecas sienten el acero helado como alianza final con el sufrimiento de todos los presos del mundo que han luchado por la justicia.
Sus costillas se abren y cierran como acordeón roto. El aire entra espeso, cargado de antiséptico industrial y miedo ajeno que flota en el ambiente. Cada respiración es acto consciente de resistencia contra el pánico que quiere apoderarse de su cuerpo.
Lo torturan inmediatamente. Un culatazo seco en el estómago, y otro, una y otra vez. Sus músculos abdominales se contraen violentamente como resorte comprimido. Sus costillas protegen el corazón que sigue latiendo únicamente por amor, por amor puro y terco.
Una funcionaria relatará años después con voz quebrada: "Iba custodiado por dos militares; venía afirmado por ellos y se llevaba la mano al estómago por los culatazos. Venía muy pálido."
Cerca de las cuatro lo llevan al IMBA, un colegio convertido en centro de operaciones y de detención. El aire huele a miedo concentrado y orines de terror.
El capellán colaborador el jesuita Juan Esteban Rodríguez declarará: "Por nuestra conversación me di cuenta que era sacerdote. Le consulté si deseaba ser oído en confesión, cosa que aceptó. Recibí su confesión sin que nadie se diera cuenta."
En ese momento Juan encuentra el sacramento final de su vida. Sus labios susurran los pecados imaginarios de una vida completamente entregada al servicio. El capellán le da la absolución como agua fresca sobre tierra seca. Juan siente el perdón de Dios correr por sus venas como sangre renovada, como resurrección anticipada.
Un breve "Consejo de Guerra" lo condena a muerte sin proceso judicial, sin abogado defensor, sin derecho a defensa alguna. Juan estaba completamente solo ante la maquinaria de muerte que se había apoderado para refundar el país.
Juan escucha la sentencia sin pestañear. Sus ojos permanecen fijos en un punto invisible del horizonte eterno. Su respiración es pausada, profunda, serena como quien ha encontrado la paz que sobrepasa todo entendimiento humano.
En ese instante preciso, su muerte deja de ser posibilidad. Se convierte en certeza que abraza con la serenidad de quien ha vivido toda la vida preparándose conscientemente para este momento final.
Anochece sobre Santiago.
La Pascua de Juan
Toque de queda. 22:00 horas.
Lo suben a un jeep militar que huele a gasolina y terror. Sus manos esposadas descansan sobre las rodillas como si estuvieran rezando el rosario de la eternidad. El frío metal de las esposas se clava en sus muñecas como pequeñas dagas heladas que no logran atravesar su serenidad. Sus dedos se entrelazan como si estuvieran sosteniendo todas las oraciones del mundo.
Lo llevan al Puente Bulnes sobre el río Mapocho que corre negro como la noche. El vehículo avanza lentamente por las calles completamente vacías de Santiago. El aire nocturno, aún más frío que en la mañana, se cuela por las ventanas como dedos de hielo. La temperatura ha bajado a unos cinco grados bajo cero. Su aliento se hace visible mientras reza en silencio absoluto.
Juan mira por la ventana empañada. Santiago desfila ante sus ojos como película de despedida envuelta en la bruma helada de septiembre. Cada esquina guarda recuerdos vivos de su trabajo pastoral. Cada calle ha sido testigo silenciosa de su solidaridad inquebrantable con los trabajadores.
El jeep se detiene en el Puente Bulnes. El aire nocturno huele a río helado y metal oxidado que se mezcla con los aromos de las calles. Juan aspira profundamente ese frío que será el último aliento consciente de su vida.
De pronto, el tiempo se detiene completamente.
El soldado Bañados relatará años después con voz ahogada en llanto: "Me bajé, saqué a Juan del jeep y fui a vendarle los ojos. Entonces Juan me dijo: 'Por favor, no me pongas la venda, mátame de frente, porque quiero verte para darte el perdón'".
En ese instante exacto, el aire helado de Santiago se espesa hasta volverse sólido como vidrio. Los ruidos lejanos de la ciudad se silencian como si el mundo entero contuviera la respiración congelada en espera de un milagro.
Solo quedan los ojos de Juan mirando directamente a los ojos del soldado que va a matarlo. Su aliento forma pequeñas nubes blancas en el aire helado mientras pronuncia las palabras más poderosas que ser humano alguno puede pronunciar.
"Fue muy rápido. Recuerdo que levantó su mirada al cielo estrellado y frío, hizo un gesto con las manos, las puso sobre su corazón, movió los labios como si estuviera rezando y dijo: 'Padre, perdónalos'"
Miró a los oficiales y alzó la voz: "mátame de frente, quiero verte para darte el perdón..."
Las manos de Juan se alzan lentamente hacia el cielo nocturno de septiembre que brilla con miles de estrellas heladas. El frío corta sus palmas como cuchillos de hielo, aun así se abren completamente como si quisieran abrazar toda la ciudad helada, todo el país ensangrentado, toda la humanidad doliente que grita en silencio.
Sus labios pronuncian exactamente las mismas palabras de Jesús crucificado en el Calvario. Su voz suena clara y firme en el aire helado: "Padre, perdónalos".
El soldado de 18 años siente las balas atravesar su propio pecho mientras aprieta el gatillo con manos que tiemblan de horror. Juan sonríe mientras cae hacia atrás. El impacto lo levanta hacia el cielo estrellado y frío como si fuera llevado por ángeles invisibles, y cae finalmente al Mapocho helado que lo recibe como madre que abraza al hijo que regresa.
Son las 22:00 horas del 19 de septiembre de 1973.
El eco de los disparos se pierde lentamente en la noche fría de Santiago, el eco del perdón resuena para siempre.
La Semilla que Germina
Los militares inventaron inmediatamente una versión falsa: Juan había muerto en un enfrentamiento armado. Posteriormente, el Cardenal Raúl Silva Henríquez rectificó con autoridad moral: "Ha resultado que Juan fue fusilado después de un juicio sumario."
Juan fue sepultado en el Cementerio Parroquial de San Bernardo. La tierra chilena recibió su cuerpo como recibe las semillas mejores: con la promesa inquebrantable de una cosecha futura que multiplicará el grano por ciento.
El Vicario dijo en la homilía con voz que se quebró de emoción: "En la muerte de Juan hay algo muy profundo que vale la pena meditar: él fue al encuentro de la muerte. Como otro Cristo, Juan se entregó voluntariamente."
Décadas después, cuando la justicia aparentemente despertó, consideró el crimen como de lesa humanidad. La Corte Suprema condenó a Donato López Almarza a tres años y un día de prisión.
El magistrado Jorge Zepeda estableció con claridad jurídica que Juan fue asesinado a sangre fría por ser sacerdote obrero, por ser solidario inquebrantable con los trabajadores, por negarse a abandonar su compromiso con los pobres.
"Que, en correspondencia con lo anterior, es necesario señalar que la comisión del homicidio se dio en el contexto del ataque de un grupo de militares en la persona del sacerdote Joan Alsina Hurtos, los que pretendían utilizar - a través de la víctima, al darle muerte y dejarla abandonada en el Río Mapocho que atraviesa la ciudad de Santiago - el miedo a una parte de la población civil, de manera calculada y con fines de carácter ideológicos; acción que también se ejecutó en contra de otros desgraciados, según un plan y con un carácter repetitivo e inspirado por ese mismo móvil ideológico..."
En junio de 1974, don José, el padre anciano de Juan, escribió desde la España lejana con letra temblorosa: "Yo quisiera saber quién es ese amigo y tener su dirección. No para vengarme de él, sino para perdonarlo y mandarle mi indulto... Y tú, Juan, desde arriba, perdónalos también, como perdonó Jesucristo."
Cuando esta carta llegó al soldado Bañados años después, él lloró como niño abandonado durante horas interminables. El perdón del padre de Juan, en lugar de aliviarlo, le reveló la magnitud exacta de lo que había hecho.
El Testamento
Cincuenta y dos años después, Juan Alsina permanece completamente vivo.
Vivo en la memoria ardiente de quienes lo conocieron. Vivo en la resistencia cotidiana de quienes siguen eligiendo la solidaridad por encima de la comodidad personal. Vivo cada vez que un trabajador debe elegir entre la seguridad individual y la dignidad colectiva.
Su testimonio se ha convertido en semilla indestructible de resistencia. En memoria que se reactiva automáticamente cada vez que un trabajador debe elegir entre la comodidad personal y la solidaridad colectiva. Cada vez que un cristiano debe elegir entre el Evangelio auténtico de los pobres y el evangelio falsificado de los poderosos.
Sus manos consagradas siguen lavando heridas en hospitales nocturnos donde el dolor no tiene nombre. Sus pies descalzos siguen pisando baldosas heladas de madrugadas imposibles. Su voz serena sigue coordinando la resistencia como sinfonía en medio del caos.
Su sonrisa sigue encendiendo esperanza en miles de corazones que laten al ritmo implacable de la justicia.
En las palabras que escribió la noche antes de morir encontramos la clave que abre todas las puertas:
"Si de las cenizas asumimos la vida de nuevo, es algo que nace de nuevo en nosotros. Adiós. Jesús nos acompaña siempre dondequiera que vivamos."
El Grano que Sigue Germinando
Juan Alsina Hurtos: el cura obrero, el trabajador evangelizando, el grano de trigo que cayó en tierra helada y sigue dando fruto abundante.
Su muerte fue siembra consciente. Su memoria es cosecha que no termina jamás.
La semilla germinó en tierra ensangrentada. El fruto permanece y se multiplica en cada gesto de solidaridad que desafía la comodidad, en cada opción por los pobres que sacrifica el privilegio, en cada perdón que transforma el odio en esperanza.
Su cuerpo descansa en el cementerio de San Bernardo. Su espíritu camina por las calles de todas las ciudades donde trabajadores organizan la resistencia. Sus manos bendicen cada huelga justa. Sus pies acompañan cada marcha por la dignidad.
Cada vez que un ser humano elige la solidaridad por encima del miedo, Juan Alsina resucita. Cada vez que alguien perdona en lugar de vengarse, Juan Alsina vuelve a nacer. Cada vez que la esperanza vence a la desesperanza, Juan Alsina sonríe.
El grano de trigo cayó en tierra helada una noche de septiembre. Germinó en resistencia. Y sigue multiplicándose.
"En tus manos, oh Señor, encomiendo mi espíritu"
Juan Alsina Hurtos | 19 de septiembre de 1973
Para siempre vivo en la memoria de los trabajadores
El grano de trigo germinó. La cosecha continúa. La resistencia es herencia.
Sobre el autor del texto: Gregorio Mondaca Cresto, Puente Altino, Educador Popular, Cristiano, Allendista Soberanista, vendedor ambulante, represaliado por el Régimen Neoliberal.
Página en facebook: https://www.facebook.com/puentealto.futuro
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