La reproducción de la ideología dominante | por Paulo Freire
La reproducción de la ideología dominante | por Paulo Freire
La reproducción de la ideología dominante | por Paulo Freire
"El autoritarismo de derecha es menos elitista que el de izquierda porque cree, o teme, que las masas populares pueden cambiar —de meno...

"El
autoritarismo de derecha es menos elitista que el de izquierda porque
cree, o teme, que las masas populares pueden cambiar —de menos crítica a
más crítica— la calidad de su capacidad de inteligir el mundo. " - Paulo Freire
Texto del educador y filósofo brasileño, Paulo Freire, publicado en São Paulo, diciembre de 1992, donde nos habla sobre la ideología dominante y su enseñanza en las escuelas.
Por: Paulo Freire
Si
la reproducción de la ideología dominante implica fundamentalmente la
ocultación de verdades, la distorsión de la razón de ser de hechos que,
explicados, revelados o desvelados trabajarían en contra de los
intereses dominantes, la tarea de las educadoras y los educadores
progresistas es desocultar verdades, jamás mentir. De hecho la
desocultación no es tarea para los educadores al servicio del sistema.
Evidentemente,
en una sociedad de clases como la nuestra, es mucho más difícil
trabajar en favor de la desocultación, lo que es nadar contra la
corriente, que trabajar ocultando, lo que es nadar en favor de la
corriente. Es difícil, pero posible.
Sería
ingenuo pensar que el poder de clase, de clase dominante, asistiría
indiferente e incluso estimularía el esfuerzo desvelador realizado por
educadoras y educadores progresistas en el ejercicio de su práctica
docente. Que aprovechando, por ejemplo, una huelga de metalúrgicos,
discutieran con los educandos los deberes y derechos de los
trabajadores, entre ellos el de huelga, con el cual pueden presionar a
los patrones para que atiendan sus reivindicaciones legítimas. Y no
importa que en el análisis de ese derecho se mostraran críticos de las
distorsiones corporativistas y de los excesos sectarios que perjudican
la propia lucha de los trabajadores. O que, debatiendo problemas en
torno a la defensa del medio ambiente, criticaran el descuido al que se
relegan las áreas populares de la ciudad, en general sin plazas, sin
jardines, sin verde. O bien, al hablar a los educandos sobre las tareas
específicas de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial y sobre la
interdependencia de esos poderes, hablaran de una de las obligaciones
del ejecutivo, la de elaborar el presupuesto, la previsión de los gastos
públicos, para ser aprobado por el legislativo, y subrayasen su
naturaleza política y no solamente técnica, dejando claro que la lectura
cuidadosa del presupuesto revela las opciones político-ideológicas de
los que se hallan en el poder. Las diferencias a veces astronómicas
entre los gastos públicos en las áreas ya embellecidas y bien
instrumentadas de la ciudad y los parcos recursos previstos para las
zonas periféricas y los barrios más pobres de la ciudad. Sería realmente
ingenuo pensar que esas cosas pudieran hacerse fácilmente y ser
aplaudidas en una administración autoritaria y derechista.
Hasta
a los autoritarios de izquierda les parece éste un procedimiento
indeseable porque, según ellos, se estaría «robando» un tiempo precioso
que debería ser dedicado a inculcarlos contenidos salvadores. Por otra
parte, sería igualmente impensable que profesores progresistas empezaran
a movilizar a sus compañeras y compañeros, a sus alumnos, a los
celadores, las cocineras, los vigilantes, en una administración
reaccionaria, autoritaria, en el sentido no sólo de protestar contra el
arbitrio y el abuso del poder de la propia administración, sino de
instaurar un régimen de gestión democrática. Y que lo hicieran sin
ninguna reacción inmediata del poder.
Sin
embargo, el hecho de que estas prácticas y otras de naturaleza similar
no puedan realizarse en forma abierta, plena y libre no significa que su
imposibilidad sea absoluta. Toca a las educadoras y los educadores
progresistas, armados de claridad y decisión política, de coherencia, de
competencia pedagógica y científica, de la necesaria sabiduría que
percibe las relaciones entre tácticas y estrategias, no dejarse
intimidar.
Toca
a ellos y a ellas elaborar su miedo y crear con él el valor con el cual
enfrentarse al abuso de poder de los dominadores. Les toca, por último,
realizar lo que es posible hoy, para que mañana se concrete lo que hoy
es imposible. Les toca, finalmente, basados en esos saberes, hacer
educación popular, en el cuerpo de una red bajo el comando autoritario
antagónico. Roma no se hizo en un día y nuestra expectativa de vida no
corresponde a la expectativa de vida de la nación.
Esto
significa reconocer la capacidad humana de decidir, de optar, aunque
sometida a condicionamientos que no permiten su absolutización.
Significa ir más allá de una explicación mecanicista de la historia.
Significa asumir una posición críticamente optimista que rechaza por un
lado los optimismos ingenuos y por el otro los pesimismos fatalistas.
Significa la inteligencia de la historia como posibilidad, en que la
responsabilidad individual y social de los seres humanos, «programados
para aprender» pero no determinados, los configura como sujetos y no
solamente como objetos.
A
esta altura de la reflexión me parece importante dejar claro que la
educación popular cuya puesta en práctica, en términos amplios,
profundos y radicales, en una sociedad de clase, se constituye como un
nadar contra la corriente, es precisamente la que, sustantivamente
democrática, jamás separa de la enseñanza de los contenidos el
desvelamiento de la realidad. Es la que estimula la presencia organizada
de las clases sociales populares en la lucha en favor de la
transformación democrática de la sociedad, en el sentido de la
superación de las injusticias sociales. Es la que respeta a los
educandos cualquiera que sea su posición de clase, y por eso toma
seriamente en consideración su saber hecho de experiencia, a partir del
cual trabaja el conocimiento con rigor de aproximación a los objetos. Es
la que trabaja incansablemente por la buena calidad de la enseñanza, la
que se esfuerza por mejorar los índices de aprobación mediante un
riguroso trabajo docente y no con flojera asistencialista, es la que
capacita científicamente a sus profesoras a la luz de los recientes
descubrimientos en materia de adquisición del lenguaje, de la enseñanza
de la escritura y la lectura. Formación científica y claridad política
que las educadoras y los educadores necesitan para superar desvíos que,
si no son experimentados por la mayoría, se encuentran presentes en una
minoría significativa. Gomo por ejemplo la ilusión de que los índices de
reprobados revelan cierto rigor necesario para el educador; como por
ejemplo vaticinar en los primeros días del curso que tales o cuales
alumnos serán reprobados, como si los profesores fueran además videntes.
Es
la que, en lugar de negar la importancia de la presencia de los padres,
de la comunidad, de los movimientos populares en la escuela, se
aproxima a esas fuerzas y aprende con ellas para poder enseñarles
también.
Es
la que entiende la escuela como un centro abierto a la comunidad y no
como un espacio cerrado, atrancado con siete llaves, objeto del ansia
posesiva del director o la directora, que quisieran tener su escuela
virgen de la presencia amenazadora de extraños.
Es
la que supera los prejuicios de raza, de clase y de sexo y se
radicaliza en la defensa de la sustantividad democrática. Por eso pugna
por una creciente democratización de las relaciones que se traban entre
la escuela y el mundo fuera de ella. Es la que no considera suficiente
cambiar tan sólo las relaciones entre la profesora y los educandos,
suavizándolas, sino que al criticar y tratar de ir más allá de las
tradiciones autoritarias de la escuela vieja crítica también la
naturaleza autoritaria y explotadora del capitalismo. Y al realizarse
así, como práctica eminentemente política, tan política como la que
oculta, no convierte sin embargo la escuela donde se procesa en
sindicato o partido. Es que los conflictos sociales, el juego de
intereses, las contradicciones que se dan en el cuerpo de la sociedad,
se reflejan necesariamente en el espacio de las escuelas. Y no podía
dejar de ser así. Las escuelas y la práctica educativa que se da en
ellas no podrían estar inmunes a lo que ocurre en las calles del mundo.
Sin
embargo, desde el punto de vista de los intereses dominantes es
fundamental defender una práctica educativa neutra, que se contente con
la pura enseñanza, si es que eso existe, o con la pura trasmisión
aséptica de contenidos, como si fuera posible, por ejemplo, hablar de la
«hinchazón» de los centros urbanos brasileños sin discutir la reforma
agraria y la oposición a ella por las fuerzas retrógradas del país. Como
si fuera posible enseñar no importa qué lavándose las manos, con
indiferencia, ante el cuadro de la miseria y la aflicción a que se halla
sometida la mayoría de nuestra población.
La
educación popular a la que me refiero es la que reconoce la presencia
de las clases populares como un sine qua non para la práctica realmente
democrática de la escuela pública progresista, en la medida en que
posibilita el necesario aprendizaje de esa práctica. En este aspecto,
una vez más, contradice en forma antagónica y central las concepciones
ideológico-autoritarias de derecha y de izquierda que, por motivos
diferentes, rechazan esa participación.
Desde
el punto de vista de la derecha, porque de esa participación podría
resultar un conocimiento crítico mayor de las condiciones de injusticia
forjadas y mantenidas por la sociedad capitalista; desde el punto de
vista de cierta izquierda autoritaria porque para su dirigencia, que se
considera constituida por seres sui generis, por encima de los
condicionamientos ideológicos y de los mecanismos de dominación, las
clases populares necesitan únicamente aprender a seguir sus órdenes. En
este sentido, por lo demás, la izquierda autoritaria es más elitista que
la derecha. Ésta rechaza la presencia de las clases populares en una
práctica educativa desocultadora; precisamente porque teme que se
vuelvan más críticas, y así acepten comprometerse en el proceso de
movilización y organización para la transformación progresivamente
radical de la sociedad. La izquierda autoritaria, por el contrario,
minimizando el trabajo pedagógicamente crítico como cosa de sabor
idealista, populista y a veces incluso espontaneísta, revela su
descreimiento en la capacidad popular de conocer la razón de ser de los
hechos. Cree, por el contrario, en el poder de la propaganda ideológica,
en la fuerza de los eslóganes. Pero al hacerlo afirma su propia
capacidad de saber y promueve su verdad a verdad única, forjada fuera
del cuerpo «incoherente» del sentido común. Cualquier concesión a este
saber significa resbalar hacia el populismo antirriguroso. Es por eso
por lo que el autoritarismo de izquierda se vuelve mesiánico. Su verdad
forjada fuera de la experiencia popular e independiente de ella debe
moverse de su sitio propio e ir hasta el cuerpo de las ciases populares
«incultas» para efectuar su «salvación». Las clases populares, así, no
tienen por qué ser llamadas al diálogo para el cual son, por naturaleza,
incompetentes. Sólo tienen que oír y seguir dócilmente las órdenes de
los que son técnica y científicamente competentes.
Éstos,
en la arrogancia de su autoritarismo, en la ceguera de su cientificismo
o en la insensibilidad de su sectarismo, no perciben que nadie nace
hecho, que nadie nace marcado para esto o aquello. «Somos programados,
pero para aprender». Nuestra inteligencia se inventa y se promueve en el
ejercicio social de nuestro cuerpo consciente. Se construye. No es un
dato que esté en nosotros a priori de nuestra historia individual y
social.
El
autoritarismo de derecha es menos elitista que el de izquierda porque
cree, o teme, que las masas populares pueden cambiar —de menos crítica a
más crítica— la calidad de su capacidad de inteligir el mundo. De saber
el mundo. De cambiar el mundo. En el fondo, el autoritarismo de derecha
cree mucho más en la práctica educativa que el de izquierda, o el de
cierta izquierda. De ahí que la derecha siempre reprima con más dureza
aquí, con menos dureza allá, los proyectos y programas de educación
progresista que reconoce como amenazas para la «democracia», para su
democracia. Y que cierta izquierda considere que las educadoras y los
educadores progresistas son meros «administradores de la crisis
capitalista», o bien idealistas obstinados e impenitentes.
Por
eso en una perspectiva derechista ninguna administración de una red de
enseñanza pública o de una escuela privada acepta arriesgarse en
aventuras que se encuadren en la línea de una educación popular en los
términos definidos aquí. En tales circunstancias no se puede esperar,
por ejemplo, una gestión democrática de la escuela, a no ser en el
discurso que la práctica contradice. O en el discurso que expresa una
comprensión sui generis de la democracia —una democracia sin pueblo o
una escuela democrática donde sin embargo sólo manda el director o la
directora, y por eso sólo él o ella tienen voz.
En
general, desde el punto de vista de la derecha, la gestión es
democrática en la medida en que el profesor enseña, el alumno estudia,
el celador usa bien sus manos, el cocinero hace la comida y el director
da órdenes. Lo que no significa que en la perspectiva progresista el
profesor no deba enseñar, el alumno no deba estudiar, el celador no deba
usar bien sus manos, el cocinero no deba hacer la comida y el director
no deba dirigir. Significa, en la perspectiva progresista, que todas
estas tareas deben ser respetadas y dignificadas, siendo importantes
todas para el avance de la escuela. Sin eludir la responsabilidad de
intervenir, de dirigir, de coordinar, de establecer límites, en la
práctica democrática el director no es, sin embargo, propietario de la
voluntad de los demás. Él solo no es la escuela. Su palabra no es la
única que debe ser escuchada.
Hay
además otro aspecto del debate de este tema que es preciso considerar:
el de la posibilidad de alternación en el gobierno que ofrece la
democracia. Un gobierno derechista, autoritario, defensor ostensible de
las clases dominantes puede ser sucedido por un gobierno de corte
popular. Un gobierno de gusto democrático.
Fue
precisamente eso lo que ocurrió cuando Luiza Erundina fue elegida
alcaldesa de la ciudad de Sao Paulo. Una de las primeras medidas
adoptadas, sin violentar el espíritu de la ley, fue reorientar las
opciones incluidas en el presupuesto aprobado por el gobierno anterior.
Opciones en las que obviamente había muy poco relacionado con los
intereses directos de las clases populares.
Mientras
estábamos padeciendo un déficit escolar con el 60 por ciento de las
unidades de la red escolar en estado precario, el presupuesto que
recibimos preveía cifras astronómicas para las llamadas grandes obras.
Viaductos, túneles majestuosos para unir un barrio con otro, jardines,
etc. No es que los viaductos, los túneles, los jardines y los parques no
sean necesarios. No es de la necesidad de lo que estoy hablando, sino
de la prioridad de las necesidades. Y es ahí donde las opciones se
contradicen. Hay prioridades de las clases dominantes y prioridades de
las clases dominadas. Los viaductos son prioritarios, pero para servir a
las clases acomodadas y felices, con repercusión adjetiva también entre
las clases populares. Las escuelas eran prioritarias para las clases
populares, con repercusión adverbial para las clases ricas. Sin embargo,
desde el punto de vista del interés inmediato de las clases populares,
era más importante tener escuelas equipadas y competentes para sus hijos
que viaductos bonitos para facilitar el tráfico de los automóviles de
los poderosos. Hay que destacar que no estamos negando a los ricos y
felices el derecho de disfrutar el placer de circular por viaductos
seguros: sólo estamos defendiendo la prioridad del derecho de millares
de niños de estudiar, sobre la comodidad de quienes ya tienen
demasiada.
Encontramos
escuelas sin lápices, sin papel, sin gis, sin merienda. Encontramos
escuelas inauguradas y hasta ostentando placas con las frases
acostumbradas, con el nombre del alcalde, del secretario, del director
inmediato, pero vacías, huecas, sin sillas, sin cocina, sin alumnos, sin
profesoras, sin nada.
Lo
ideal será cuando los problemas populares —la miseria de las favelas,
de las vecindades, el desempleo, la violencia, los déficit de la
educación, la mortalidad infantil— estén nivelados de tal manera que una
administración pueda darse el lujo de hacer ‘jardines móviles” que se
muevan semanalmente de barrio en barrio —sin olvidar los populares—;
fuentes luminosas, parques de diversiones y computadoras en cada punto
estratégico de la ciudad, programados para atender a la curiosidad de la
gente acerca de dónde queda tal o cual calle, tal o cual oficina
pública, cómo llegar hasta allá, etc. Tocio, eso es fundamental e
importante, pero es necesario que las mayorías trabajen, coman, duerman
bajo un techo, tengan salud y se eduquen. Es necesario que las mayorías
tengan derecho a la esperanza para que, operando el presente, tengan
futuro.
Ningún
derecho de los ricos puede constituirse en obstáculo para el ejercicio
de los mínimos derechos de las mayorías explotadas. Ningún derecho del
que resulte la deshumanización de las clases populares es moralmente
derecho. Puede ser incluso legal, pero es una ofensa ética.
Volvamos
a considerar la posibilidad de la alternación en el poder. Elegido un
gobierno de corte democrático, es posible revisar, rehacer medidas que
perfeccionen el proceso de democratización de la escuela pública, Es
posible empeñarse en ir tratando de comenzar o de profundizar el
esfuerzo por hacer la escuela pública menos mala y al mismo tiempo
también más popular. Ese empeño fue lo que yo denominé, durante el
tiempo en que fui secretado de Educación de Luiza Erundina, «cambio de
cara de la escuela».
Ganar
las elecciones en la ciudad de Sao Paulo no significaba inaugurar al
día siguiente el socialismo en el país. Sin embargo, empezábamos a
disponer de algo de lo que antes no disponíamos: el gobierno de la
ciudad.
A
pesar de los obstáculos de orden ideológico, de orden presupuestad a
pesar de los vicios burocráticos «instruidos» por la secular ideología
autoritaria, a pesar de la comprensión y de la experiencia política de
naturaleza oficinesca, de la política de favores, obviamente intentar la
educación popular fue mucho más fácil para nosotros que para los
profesores y las profesoras progresistas asumir proyectos democráticos
en una administración autoritaria, que siempre reacciona ante el riesgo
democrático y la creatividad como el diablo frente a la cruz.
De
ahí la necesidad urgente de aprender a manejar los instrumentos de
poder de que disponíamos, poniéndolos lo más sabia y eficazmente posible
al servicio de nuestro sueño político.
La
cuestión que se nos planteaba era, por un lado, no dejarnos vencer por
la miopía incompetente de las críticas mecanicistas que nos veían como
simples celadores de la crisis capitalista, y por el otro no
considerarnos figuras extraordinarias, sino gente humilde y seria, capaz
de hacer el mínimo que podía y debía hacerse. En la historia se hace lo
que se puede, y no lo que se quisiera hacer. Y una de las grandes
tareas políticas que hay que cumplir es la persecución constante de
hacer posible mañana el imposible de hoy, cuando sólo a veces es posible
hacer viables algunos imposibles del momento.
Para
finalizar quisiera subrayar un equívoco: el de los que consideran que
la buena educación popular de hoy es la que, preocupada por el
desvelamiento de los fenómenos, por la razón de ser de los hechos,
reduce la práctica educativa a la pura enseñanza de los contenidos,
entendida ésta como el acto de cubrir de esparadrapo la cognoscitividad
de los educandos. Este equívoco es tan carente de dialéctica como su
contrarío: el que reduce la práctica educativa a puro ejercicio
ideológico.
Es
típico de cierto discurso neoliberal, también llamado a veces
posmoderno, pero de una posmodernidad reaccionaria, para la cual lo que
importa es la enseñanza puramente técnica, la transmisión de un conjunto
x de conocimientos necesarios a las clases populares para su
supervivencia. Más que una postura políticamente conservadora es ésta
una posición epistemológicamente insostenible y que además agrede la
naturaleza misma del ser humano, «programado para aprender», algo más
serio y más profundo que adiestrarse.
Extractado de: https://www.bloghemia.com/2021/06/la-reproduccion-de-la-ideologia.html
Comentarios
Publicar un comentario