Chile despertó: La crisis es profunda y no se resuelve con el plebiscito ni elecciones
Chile despertó: La crisis es profunda y no se resuelve con el plebiscito ni elecciones

La desconfianza radical.
Por Claudio Fuentes S.Vivimos un momento histórico, nos recuerda el autor. Nunca se les ha preguntado a los chilenos si quieren cambiar la Constitución y cómo quieren hacerlo. Sin embargo, los chilenos llegamos a esta oportunidad única preguntándonos dónde está la letra chica, arrastrando años de desconfianza y también de razones para sospechar. En este relato personal y honesto, el autor examina esa desconfianza y el rol que han jugado los expertos en el proceso de distanciamiento entre elites y ciudadanos. Intenta responder a la pregunta sobre cómo las ciencias sociales pueden contribuir a generar espacios cercanos de participación ciudadana.
Luego de las movilizaciones sociales de
octubre pasado, en el Laboratorio Constitucional de la Universidad Diego
Portales que coordino, subimos a las redes sociales un aviso ofreciendo
apoyo a las comunidades para explicar el proceso constituyente que se
ponía en marcha. Nos contactaron diversas organizaciones y personas.
Establecimos un equipo de estudiantes y profesores que voluntariamente
quisieron participar. Analizamos el acuerdo político de noviembre,
preparamos algunos materiales, y nos dispusimos a colaborar con
información para dicho proceso.
Lo que expongo a continuación son mis
propias anotaciones y reflexiones a partir de varias decenas de
conversatorios presenciales y online en las que he sido invitado. He
participado en seminarios, cabildos y conversatorios en Lo Prado, Lo
Valledor, Pudahuel, Peñalolén, La Florida, Las Condes, Santiago-Centro,
Recoleta, Vitacura, Concepción, Temuco, San Bernardo, La Granja,
Providencia, Valdivia, Curicó, Rancagua, por citar algunas comunas. Los
grupos han sido diversos: pobladores, vecinos de algún sector,
empresarios, estudiantes secundarios, dirigentes de organizaciones
sociales, migrantes, funcionarios públicos, profesionales y
sindicalistas. He estado en casas particulares, colegios y escuelas,
sedes sindicales, locales vinculados a la Iglesia Católica, sedes de
juntas de vecinos, universidades y plazas.
Este relato que presento no es
pormenorizado, ni intenta ser “representativo” del conjunto de la
población. Los lugares a los que he concurrido no fueron
preseleccionados con una muestra aleatoria, estadísticamente
representativa o nada por el estilo. Lo que pretendo aquí es reflejar
algunas de las inquietudes, temores y percepciones que emergen de las
múltiples conversaciones que he tenido en estos meses y que me han hecho
reflexionar sobre nuestro rol como académicos, los desafíos del sistema
político y las relaciones sociales tan fracturadas en nuestra sociedad.
La necesidad de ser escuchados
Mis primeros encuentros los tuve en el
sector poniente de la capital. Desde una radio comunitaria de Pudahuel
me contactaron vía twitter para solicitarme participar en un
conversatorio. Llegué a una sede vecinal a eso de las cinco de la tarde y
allí me esperaban unas treinta personas. Hacía calor. Nos reunimos en
círculo, al centro una mesa con galletas, café, té y jugos. El segundo
encuentro ocurrió en Lo Prado. Allí me contactó un ex estudiante de
ciencia política interesado en convocar a líderes de su sector para
debatir sobre el proceso constituyente.
El moderador del primer evento me
sugirió primero escuchar las preguntas y comentarios que tenía la gente y
luego responderlas. Me pareció genial. No utilizaríamos el clásico
esquema de un “profesor” que da una charla sobre el proceso
constituyente y luego recibe tímidas preguntas de una audiencia que
seguramente estaría aburrida.
Ese día comprendí que el tiempo de las grandes cátedras había finalizado.
Se requería escuchar, escuchar y escuchar. La gente quería expresarse y
entregar su opinión sobre una variedad de temas. Hablaron por cerca de
una hora de sus inquietudes, opiniones y anhelos.
El primer y segundo encuentro ocurrieron
unas pocas semanas después del estallido social. Predominaba la
incertidumbre, las dudas, la preocupación sobre el futuro. Aunque nadie
aceptaba la violencia, se entendía que ocurriera. Una mujer me
relataba que después de tantos años, a ella le daban ganas de salir a la
calle a protestar. Otra persona me contaba de las condiciones de vida
en el sector que vivía: “Mire, yo trabajo en Providencia. Conozco cómo
es por allá. Yo no quiero irme a vivir allá. Lo que quisiera es que las
cosas que hay por allá también estuvieran acá”.
“Acá no hay librerías. Ninguna. Acá no
hay farmacias. Mire las plazas cómo son por acá”. El barrio que
visitaba era, en efecto, un cúmulo de casas ordenadas en pasajes, todos
bien enrejados. Pocos árboles, una que otra plaza de tierra con juegos
infantiles de fierro oxidado. “En las noches nos encerramos en la casa
por la droga. Así es la cosa acá”. Varios de los participantes me
contaban sus historias de vida. Algunas participaban de comités de salud
o de educación. Otros eran dirigentes sindicales. Otras participantes
eran vecinas que les interesó saber lo que estaba pasando.
Mientras las cifras mostraban que en los
últimos treinta años había disminuido la pobreza y que más y más
personas tenían acceso a la educación, en la conversación
emergía el otro Chile, aquel que no se quiso ver por tanto tiempo: el
endeudamiento para que los hijos pudieran estudiar algo, el temor a
contraer alguna enfermedad y no saber cómo costearla, el cansancio por
las horas de trabajo, el susto a las bandas de micro-narcotraficantes
que controlaban las poblaciones en las noches.
En Lo Valledor nos reunimos en una
plaza. Dos mujeres líderes locales organizaron el evento. Galletas,
jugos, un amplificador, música para convocar a los vecinos. Les solicité
que me contaran de qué querían conversar. Después de un silencio
inicial, comenzaron a emerger las preguntas: quiero saber qué es la
Constitución, ¿Cómo la Constitución afecta nuestras vidas?, explíquenos
el proceso constituyente, ¿quiénes podrán ser constituyentes? Algunos de
los participantes venían con la Constitución en la mano. Eso sucedía
habitualmente. Traían un texto remarcado y me preguntaban:
-“Profesor, acá en la Constitución dice que la salud es un derecho…”
-Leamos lo que dice, les respondía. “¿Quién ha leído la Constitución?”, les preguntaba.
Pocas manos se levantaban. “Por eso
necesitamos educación cívica”, alguien remarcaba. Se mostraban
entusiasmados de poder conversar sobre problemas que les importaban:
salud, pensiones, educación.
Me ha sorprendido el interés social que
ha producido el debate constitucional: un interés genuino por discutir
el modo en que desean construir sus propias comunidades. Los encuentros
suelen durar dos o tres horas. Lo más impactante es el interés
manifestado en querer aprender. Sienten que hay algo que está en juego y
desean participar de este proceso social.
Una desconfianza radical
Si existe un hilo común en estos encuentros es la desconfianza; una desconfianza que calificaría de radical.
Desconfianza hacia los políticos, empresarios, académicos. Todo aquel
que ostente algún privilegio de clase, conocimiento o poder.
Luego de explicar el proceso
constituyente en diversas ocasiones la pregunta más recurrente se
asociaba con el modo en que se elegirían los integrantes de la
Convención: “Ojalá que no haya políticos”, “¿podremos participar
nosotros, la ciudadanía?”, “La letra chica del proceso este, es que al
final siempre terminan los mismos tomando las decisiones”, “Hay que
prohibir que participen los políticos”. No es solo que duden de las
intenciones de los actores políticos, se trata de una aversión radical
hacia la política partidista en todas sus expresiones.
Este es un tema que divide; que genera
aguda confrontación. Cuando emergía esa desconfianza radical hacia los
partidos políticos, les preguntaba:-¿Si no son los partidos? ¿Quiénes
piensan ustedes que debería representarles?
La demanda es por una
representación descriptiva, lo más cercana a sus propios territorios.
Que ojalá sean los territorios los que escojan delegados para una
Convención. Ciudadanía que haya experimentado sus problemas.
Un vecino, en una ocasión, se levantó y
dijo: “miren, ustedes alegan contra los partidos. Pero si queremos
llevar representantes tendremos que organizarnos, generar un colectivo,
un grupo, llevar candidaturas. Eso se parece a un partido, ¿no?”.
Silencio en la sala.
La crítica a los partidos es que
se alejaron de la gente, que representan intereses alejados de los
ciudadanos. Se les percibe como parte de las élites, ganando salarios
enormes, disfrutando de privilegios. “Son una clase privilegiada
también”. Quienes son militantes muchas veces esconden sus
militancias, otros siguen adscritos a partidos pero se han volcado a un
trabajo territorial, local, buscando representar las preocupaciones en
las juntas de vecinos, organizaciones locales o de defensa de alguna
iniciativa medioambiental o comunitaria. El trabajo político de
organizar y promover causas políticas se hace desde el anonimato
partidista para, precisamente, evitar ser percibido como parte de aquel
grupo que clama por privilegios.
Esta desconfianza cruza transversalmente a cualquier grupo que ostenta algún privilegio.
En uno de los primeros encuentros asistí a una plaza en el sector
oriente de la capital, un día sábado. El encuentro fue organizado por
una ex estudiante de Derecho de la Universidad donde me desempeño. Yo no
la conocía. Había unas 50 personas, jóvenes, adultos-mayores,
profesionales, universitarios.
Luego de presentarme, expuse lo que sería el proceso constituyente a
partir del acuerdo que recién se había firmado. Sus etapas, los espacios
de participación y la relevancia de definir nuevas reglas del juego. Una
de las participantes me preguntó inmediatamente: “Yo me pregunto ¿Quién
es usted? ¿De dónde viene? ¿De qué tendencia es?” Me miraba con abierta
sospecha.
La moderadora le dijo que yo era un
profesor de la Universidad y que venía a explicar el proceso
constituyente solamente, que después tendrían tiempo para debatir entre
ellos. Pero aquello no la contentó. Su sospecha era pertinente, pensé
yo. Resultaba casi imposible asumir posiciones neutras, asépticas al
momento político que vivía y que aún vive el país.
Esta desconfianza radical no
solo es hacia una determinada elite (los privilegiados), sino que cruza
cada espectro de las interacciones sociales. En una ocasión
asistí a un encuentro en una plaza donde participé en un panel junto a
una feminista y un alcalde. Al terminar la primera ronda de
intervenciones, uno de los participantes de la Asamblea se levantó y
criticó a la organización por no haber respetado el acuerdo de no
invitar a “políticos” a dialogar en este cabildo. El alcalde replicó que
aquello se parecía al fascismo, al intentar prohibir la participación
de actores políticos en debates sobre una cuestión tan política como era
la Constitución. Aplausos y pifias iban y venían. El ambiente se
tensionó hasta que una mujer militante pidió la palabra y le dijo a la
audiencia con sorna y mucho sentido del humor: “¿Se dan cuenta de lo que
estamos haciendo, peleándonos entre nosotros mismos? Es esto lo que nos
tiene jodidos”.
Se desconfía de las élites, de los
partidos, de quienes ostentan el conocimiento epistémico, de los y las
dirigentes sociales, de los vecinos y vecinas. “¿Cuál es la letra
chica?” “¿Dónde está la pillería?” “¿Por dónde nos quieren cagar?” Se
construyó una sociedad con tanta letra chica que resulta imposible
confiar.
La burbuja
La idea del saber técnico, académico,
encierra varios dilemas. En los primeros encuentros, quienes me
invitaban solían presentarme con todas mis “credenciales”: profesor de
Universidad, doctor en ciencia política de la Universidad de Carolina
del Norte, escritor de varios libros, etc., etc. Aquello va conformando
una etiqueta, pero también va estableciendo una frontera entre ese
“saber o conocimiento técnico” y la ciudadanía. Se establece así una
relación jerárquica, tradicional, entre una ciudadanía pasiva y un saber
experto que se encumbra en una frontera alejada de la realidad: “Don
Claudio sale en la Tele”, “El profesor sabe y nos viene a enseñar”,
“escuchemos primero al profesor”. Así solían comenzar algunos
encuentros.
Después de las primeras reuniones
comencé a revisar esta etiqueta que inmediatamente generaba una
distancia abismal entre mi autopercepción y aquella imagen que se
establecía sobre el rol del “experto”. En un par de encuentros esto
mismo generó tensiones. Una señora en una ocasión me interpeló
indicando que “ustedes hablan muy bonito y saben muchas cosas, pero no
viven lo que nosotros vivimos en la población, en el barrio donde yo
vivo”. En otra ocasión un joven me preguntaba si conocía lo que
era buscar trabajo o tener que trabajar con las manos: “con respeto, le
digo que la cuestión de la Constitución está buena para escribir libros
no más”. En un encuentro virtual sobre reconocimiento constitucional de
pueblos indígenas un joven me preguntó cuál era mi mirada sobre la
“apropiación” del winka sobre la temática indígena que tanto existía en el país.
La noción de que existe un saber
epistémico que vive en una verdadera “burbuja”, que se relaciona desde
un púlpito teórico y que parece desconectado de la realidad me pareció
altamente desafiante.
Estos encuentros me hicieron reflexionar
sobre mi propia autobiografía. No podía negar mi situación de
privilegio. Pero tampoco podía negar o abandonar mi propia autobiografía
social. La señora o el joven que me interpelaban no tendrían por qué
saber que yo era el séptimo hijo de una numerosa familia; que nací en
Nos; que mi padre estudió hasta quinto básico y que estuvo arriba de un
camión por más de cuarenta años; que mi madre hacía maravillas para
criar a sus siete críos; que por deudas no pude asistir al colegio por
varios meses; que pude seguir estudiando en ese colegio gracias a una
beca; que pude estudiar en la universidad gracias al crédito fiscal; que
también pude estudiar en el extranjero gracias a una beca otorgada por
una universidad de Estados Unidos. Mi familia vivió las deudas y
precariedades que gran parte de los chilenos vivieron en los 80s, por
eso me hice dirigente universitario y quizás por eso mismo abracé las
ideas de izquierda. Tengo una familia diversa, algunos con más y menos
suerte. Hacemos bingos y fiestas a beneficio para financiar la salud de
algunos de ellos.
Posicionarme desde mi autobiografía,
desde mi historia, desde mis errores, desde mi posición política, me ha
permitido recuperar hasta cierto punto aquella desconfianza radical que
se siente al entrar en un local y advertir la suspicacia en las miradas,
en los gestos. Siempre he criticado aquella caricaturización que se
hace de “los académicos, los expertos” como un colectivo homogéneo,
aislado de la sociedad, que está en una nube observando el devenir de
las interacciones sociales. Cada académico y académica tiene su propia
biografía y no hay forma que tales biografías no afecten sus propias
reflexiones, intereses, preguntas y respuestas. El saber experto está
cruzado, teñido por micro-trayectorias que van afectando las respuestas
que damos a nuestras interrogantes. Hablar desde nuestras autobiografías
ayudaría a tornar el proceso político y social que vivimos en algo más
humano, menos teórico y abstracto ¿Cómo no ser sensible al endeudamiento
si mi carrera universitaria completa la hice con crédito fiscal? ¿Cómo
no entender aquel “miedo inconcebible a la pobreza” (Osvaldo Rodríguez,
Valparaíso) si ya varias generaciones en Chile hemos experimentado
aquello?
Pero esto me llevó a
cuestionarme el sentido de la ciencia social. ¿Cuál es o debiera ser
nuestro rol? ¿Conformarnos con publicar en revistas indexadas de alto
impacto? ¿Conformarnos con dictar cátedras? ¿Deben las ciencias
sociales, las ciencias en general, las universidades, aspirar a un
compromiso que vaya más allá que la producción de conocimiento? ¿Qué
tipo de contribución social realizan o debiesen realizar?
El debate es sin duda apasionante y
tiene un largo camino recorrido. El desarrollo de las universidades en
el mundo y en Chile ha estado vinculado tanto con la reproducción de las
élites como con procesos de transformación tecnológica, científica,
económica y sociocultural. Desde mediados de los 80 advertimos dos
procesos simultáneos: la masificación de la matrícula universitaria y la
mayor atención a indicadores de productividad—medidos en términos de
proyectos científicos, patentes y producción de artículos indexados.
Esta segunda tendencia ha alejado a las comunidades científicas de
quehaceres asociados a las políticas públicas y sociales. Tal como se
ensaya en un reciente documental “Paradojas del Nihilismo: la academia”, la métrica de medición de una universidad exitosa se asocia hoy mucho más con la cantidad de publicaciones indexadas (“papers que
nadie lee”) que con el vínculo estrecho que una Escuela, una Facultad o
una Universidad pudiera desarrollar con una comunidad.
Se delinean de este modo tres modelos de
universidades: algunas comprometidas solo a entregar conocimientos a
partir de la docencia (universidades de pizarrón); otras comprometidas
decididamente con el cambio social (universidades militantes); y otras
comprometidas con alcanzar ciertos parámetros de productividad
científica. Piense usted en un profesor o profesora que debe establecer
compromisos académicos anuales de docencia, gestión administrativa y
producción académica. Si el parámetro es cuántos artículos indexados de
alto impacto se comprometerá a producir, entonces la atención a
participar en debates de política pública se reducirá ostensiblemente.
¿Son excluyentes estos modelos?
Ciertamente no. Por lo general, las universidades y muchos de los
profesores y profesoras que he tenido la oportunidad de conocer combinan
un interés genuino por participar en los debates sociales y de política
pública y al mismo tiempo producir conocimiento. De hecho, muchas veces
una investigación en particular en el campo de las ciencias exactas,
sociales o humanidades genera impactos muy relevantes en las condiciones
de vida de las personas. Es más, varias iniciativas financiadas por el
Estado hoy (proyectos FONDAP por ejemplo), incorporan métricas de
evaluación que precisamente combinan la productividad científica con los
impactos sociales, sean ellos de difusión o de vinculación directa y
cotidiana con las comunidades.
Así las cosas, seguramente la realidad
es muchísimo más compleja. El o la “experta” no viven en una burbuja.
Muy probablemente tampoco viven abstraídos en sus laboratorios
produciendo artículos indexados que nadie leerá. Incluso más, en ciertas
ocasiones aquellas contribuciones generan impactos directos e
indirectos en la vida de las personas. Tiendo a pensar que procesos
sociales tan fuertes y radicales como el 18 de octubre o la actual
pandemia redefinirán las agendas universitarias y las colocarán más en
sintonía con las problemáticas sociales. Nuestras sociedades requieren
soluciones urgentes a problemas de desigualdad, salubridad, uso de
datos, habitabilidad, territorios, medioambiente, conflictos sociales,
políticas públicas, acceso a la justicia, reformas institucionales y
tantos otros que obligan a entregar respuestas que muy probablemente se
generarán en espacios universitarios.
La parodia
“¿Quién está interesado en ir a votar?”
Suelo realizar esta pregunta al final de mis intervenciones. Sin duda,
quienes asisten a estos encuentros representan a quienes se interesan en
estos asuntos. De ahí que no sorprenda cuando la mayoría, sino todos,
levantan la mano.
Pero también les pregunto, “¿Y
creen que cambiarán en algo las cosas?”. Ahí se produce aquella pausa de
escepticismo, de risas, de murmullos en la sala pues no existe un
convencimiento de que algo cambiará. Existen muchas ganas de
que las cosas cambien, pero existe mucho escepticismo respecto de un
proceso que es complejo, que es incierto, que considera muchos
obstáculos a la participación.
Cuando me preguntan, “profe, ¿y usted
cree que cambiará algo?” les respondo: “Eso depende si ustedes aquí en
la sala se organizan para cambiar las cosas”. Silencio.
Se trata de una oportunidad histórica.
Qué duda cabe. Nunca, repito, nunca en la historia de Chile se ha
convocado a la ciudadanía para preguntarle si quiere cambiar la
Constitución y a través de qué mecanismo hacerlo. Pero así como se
trata de una oportunidad histórica, la desconfianza hacia todo y todos
es tan radical que resulta imprescindible generar espacios de activación
y participación ciudadana. Si el proceso no es apropiado por la
ciudadanía, la ruta constituyente podría transformarse en otro ritual de
las élites definiendo las reglas del juego político y social.
En uno de los encuentros, visitamos un
colegio subvencionado de La Florida. En la sala se reunió poco más de un
centenar de profesores, estudiantes y funcionarios del plantel. Al
final de la jornada y después de cerca de dos horas de conversación les
pregunté a estos jóvenes de tercero y cuarto medio:
-“A ver díganme, ¿ustedes creen que hoy Chile tiene una democracia?”
En la sala se escuchó un rotundo “¡Noooo!”
La mayor tragedia del momento actual es
aquella sensación triste, pesada y preocupante de convivir en un sistema
donde sentimos que no pertenecemos.
Una democracia vaciada de demócratas.
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