HISTORIA DE UN EXILIO Y DE UNA RESILIENCIA COLECTIVA Dr Jorge Barudy
HISTORIA DE UN EXILIO Y DE UNA RESILIENCIA COLECTIVA
Jorge Barudy
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Conociendo a… Jorge Barudy
01 martes Oct 2013
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Dr. Jorge Barudy Labrin
Neuropsiquiatra, especialista en abordaje de violencia y violación a los Derechos Humanos. Fundador de EXIL, centro multidisciplinario encargado de trabajar con víctimas de violencia, torturas y violación a los Derechos Humanos, con sedes en Bruselas, Barcelona y Chile.
Visto lo que fuimos y lo que hemos llegado a ser, existía una alta probabilidad
que nuestro compromiso social y político con los más oprimidos de nuestros pueblos,
podía torcer nuestros proyectos de vida. Esto, a tal punto de forzarnos a pasar por el
laberinto de la violencia organizada que generó nuestro exilio y nos transformó en
refugiados políticos. Sólo lo percibimos cuando ya nos habían metido adentro y las
posibilidades de sobrevivir, dependían sólo de esa fuerza extraordinaria que emerge de
la combinación de tus recursos, la suerte y la solidaridad de los otros. Esto es lo que nos
convirtió en sobrevivientes.
Es probable, como les debe haber pasado a cientos de militantes de mi
generación, que ya estuviéramos en el laberinto represivo antes de ser violentados.
En América Latina y en particular en Chile, eran miles las mujeres y los
hombres que en la década del 70 habían transformado su indignación por la miseria, las
injusticias, las desigualdades que afectaban a la mayoría de nuestros pueblos, en
prácticas de denuncia, de solidaridad, de lucha y de servicio con los pobres y oprimidos.
Por nuestras opciones, los miembros de las clases dominantes, ya nos habían designado
como perturbadores de eso que ellos consideraban orden, pero que significaba un
desorden y una violencia cotidiana para la mayoría de los habitantes de nuestro país. Sin
que lo supiéramos o quisiéramos saber, ya estábamos en sus conversaciones designados
como subversivos, enemigos del orden o extremistas. Para nuestra generación, sólo
hacía falta una dosis mínima de sensibilidad y de decencia para darse cuenta de las
injusticias estructurales. Creo que en mi caso esto lo adquirí en mi familia,
especialmente del discurso y el compromiso social de mi padre que era un abogado que
siempre defendió con coherencia y respeto las causas de los más pobres. Esto trajo
como consecuencia las penurias económicas que acompañaron nuestra infancia, pero al
mismo tiempo nos permitió conocer desde muy niños, las vivencias y los sufrimientos
de los que tenían infinitamente mucho menos que nosotros.
El compromiso social de mi padre es, quizás, uno de lo elementos centrales que
me motivaron a estudiar medicina, y que desde muy temprano entendí mi opción
profesional como una manera de ser útil para los demás, especialmente para los más
necesitados. Fue durante mis estudios que tomé conciencia de que un porcentaje
significativo de enfermedades no sólo era la manifestación de un cuerpo enfermo, sino
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el de toda una sociedad enferma de desigualdad, explotación y violencia. Recuerdo que
ya esto me parecía evidente desde tercer año de Medicina, cuando realizábamos
nuestras prácticas en un Hospital público y eran las enfermedades de los más pobres los
que no permitían aprender nuestra profesión. Ya había en esa situación algo chocante e
injusta, que se amplificaba aún más por el maltrato que los pacientes sufrían de parte de
muchos médicos y personal paramédico. Hay dos experiencias en ese periodo, que
tuvieron una influencia importante en lo que más tarde sería mi compromiso social y
político y que actualmente sigue siendo una fuente de inspiración en mi práctica
profesional. Durante los años que duró mi formación clínica, asistí con rabia e
impotencia a la muerte de muchos niños que fallecían en el Servicio de Pediatría como
consecuencia de enfermedades que tenían su origen en las malas condiciones en que
ellos y sus familias vivían. Todavía me acompañan en mi memoria los bebés y niños
pequeños, hospitalizados por desnutrición y enfermedades infecciosas, y que después de
algunas semanas de cuidados de profesionales sensibles y comprometidos lograban
sobrevivir. Desgraciadamente, muchos de ellos una vez de vuelta a sus entornos, se
volvían a enfermar hasta que sus recursos naturales se agotaban y el esfuerzo de los
trabajadores de la salud resultaba insuficiente, y se morían, mejor dicho, los mataba la
indolencia de los responsables de las injusticias estructurales de mi país. Lo que
resultaba chocante es que no faltaba el médico clasista y desquiciado que atribuía todas
las responsabilidades a los padres, que además del dolor de perder a sus hijos, tenían
que cargar con la culpa de sus muertes.
La otra experiencia tiene que ver con el maltrato a las mujeres de la que fui
testigo, durante mis prácticas en los servicios de ginecología y obstetricia. Madres
insultadas durante el trabajo de parto porque se quejaban del dolor, comentarios soeces
sobre el origen del parto, mujeres solas pariendo a sus crías sin apoyo de sus familiares.
Los responsables eran mayoritariamente médicos y hombres, pero también matronas y
enfermeras seguramente alienadas por la educación patriarcal. Lo más probable que ser
testigo de esa violencia, contribuyó de una forma significativa, a mi toma de
consciencia que la injusticia y la violencia no sólo son el resultado de relaciones de
producción injustas, sino también de las relaciones interpersonales abusivas y
maltratantes. Estas últimas sustentadas y mantenidas por ideologías como el machismo,
o el adultismo que legitima el abuso de poder de los adultos sobre los niños y niñas.
En contextos como el Chile de esa época, no era muy difícil convencerse, que la
tarea de un médico no debía limitarse a curar cuerpos enfermos, sino sumarse a las
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fuerzas sociales que luchaban por sanar la sociedad a través de un cambio de sus
estructuras. Afortunadamente, nuestra formación médica en esa época nos permitió
aprender que la salud era una construcción social, y que para tratar las enfermedades
había que asociar siempre los recursos de sanación que existen en todos los seres
humanos, en las familias y en las comunidades, con los conocimientos y prácticas de los
profesionales de la salud. De esta manera, tuve la ocasión de formarme en una
concepción holística y social de la salud y de la enfermedad, aprendiendo a ejercer mi
profesión de una forma comunitaria y respetando los recursos naturales de las gentes.
Esta es una óptica que me acompaña hasta hoy y constituye el pilar de mi trabajo actual
dirigiendo los equipos de salud integral de los Centros EXIL (Centros médicos psico-
sociales para refugiados políticos, víctimas de violación de derechos humanos y de la
tortura) de Bruselas, en Bélgica, y de Barcelona, en Cataluña.
Volviendo al pasado, es importante reconocer que mi formación cristiana me
hizo permeable al discurso y las prácticas de personas como Helder Camara, obispo
brasileño, que fue uno de los primeros en la iglesia católica en denunciar la injusticia
estructural que en Brasil y en América Latina asesinaba diariamente a miles de seres
humanos de hambre y de miseria, o a las ideas de Pablo Freire, ideólogo de la
pedagogía del oprimido. Fue un periodo en el que además tuvimos el privilegio de
convivir con personas como Martín Luther King, Camilo Torres, Juan XXIII, Che
Guevara, Salvador Allende, Miguel Enríquez, que luchaban de formas diferentes por
alcanzar un mundo más justo y solidario.
Lo que a fin de cuentas terminó de contribuir a dar un salto cualitativo en mi
compromiso social, fue el ambiente de agitación estudiantil que recorrió la Universidad
en la que realicé mis estudios. La Universidad de Concepción situada en la ciudad del
mismo nombre fue la cuna de lo que se conoció en Chile como la izquierda
revolucionaria, y una de las primeras que inspiradas por las ideas de Mayo del 68 llevó
a cabo una reforma universitaria. Uno de los proyectos centrales de esta reforma
consistió en abrir la Universidad a los sectores populares. Las ideas revolucionarias
fortalecieron mi compromiso social, pero a diferencia de muchos de mis compañeros de
estudio, opté por ser más un médico al servicio del pueblo, que militante de una
organización política.
Mis últimos años de formación y mi graduación coincidieron con los primeros
años de gobierno de Salvador Allende, primer presidente socialista elegido en Chile
mediante un proceso de elecciones democráticas.
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Fue en ese periodo que tuve la oportunidad de conocer a los primeros
refugiados. El gobierno de Allende fue generoso y solidario para acoger y dar asilo
político a perseguidos de las dictaduras militares de Brasil y Uruguay. Entre estos
refugiados había numerosos médicos y profesores de Facultades de Medicina con los
que pudimos tener contactos. A través de ellos, conocimos el horror de las prácticas de
tortura del Ejército Brasileño asesorados por militares norteamericanos y las
experiencias dramáticas que sobre todo los uruguayos habían vivido en las llamadas
cárceles de extrema seguridad. Sus relatos nos permitieron sentirnos profundamente
solidarios con ellos pero, al mismo tiempo, activábamos nuestros mecanismos de
defensa, para convencernos que eso había pasado en esos países, que ya habían
conocido con anterioridad diferentes golpes de estado, pero que en Chile con un ejército
con una tradición democrática eso no podía pasar. Desgraciadamente, para ellos y para
nosotros los acontecimientos que ocurrieron poco tiempo después hicieron trizas esa
mitología, porque los militares chilenos, como todos los ejércitos, sólo defienden la
democracia cuando los poderosos lo creen conveniente. Cuando a estos el control social
se les va de las manos, no dudan en usar los ejércitos para reprimir, torturar matar y
hacer desaparecer a quien ellos consideran los enemigos de sus privilegios, sea nacional
o extranjero, tengan o no estatutos de refugiados o pasaporte diplomático.
Uno de los pilares del Programa de Salvador Allende era que todos los
habitantes del país tuvieran acceso a servicios sanitarios de calidad y gratuitos. A los
médicos con sensibilidad social, como yo mismo y el 60% de mi promoción, tuvieron
así la oportunidad de llevar a la práctica sus ideales. No tuvo que transcurrir mucho
tiempo para que nos diéramos cuenta de que éramos una minoría compuesta por
profesionales jóvenes que, como muchos de los maestros que nos habían formado,
compartíamos una concepción social de la medicina. La mayoría de los médicos
organizados en el Colegio Médico, vieron en el programa de Allende una amenaza para
sus privilegios económicos y para lo que para ellos era un valor sagrado: el ejercicio
privado de la medicina. Hoy día cargan con la vergüenza de haber recibido, con los
camioneros y comerciantes chilenos, millones de dólares de la CIA norteamericana para
participar en el plan de desestabilización social y económica que preparó las
condiciones y la excusa para que los generales de las fuerzas armadas, también lacayos
del gobierno norteamericano, dieron el golpe de estado que sumió a Chile durante 17
años en una brutal dictadura.
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Coherente con mi ideal social y político junto con otros compañeros de
promoción, me incorporé al programa de salud rural que tenía como objetivo llevar
atención sanitaria a los indígenas y campesinos pobres. Asumí la dirección de un
pequeño hospital rural en la ciudad de Puerto Saavedra en la costa de la ciudad de
Temuco al sur de Chile. El hospital era moderno y estaba dotado de los instrumentos y
el material más moderno de la época, pues había sido donado por el gobierno sueco,
después de un terremoto seguido de un maremoto que había devastado la región. Pero,
la paradoja era que faltaban profesionales dispuestos a abandonar las comodidades de
trabajar en las grandes ciudades para trabajar en el campo. Esto explica que nos
encontramos, la que era mi esposa en esa época y yo, como los únicos médicos para
atender a una población de 40.000 habitantes, de los cuales el 60% vivía, ya sea por su
condición de indígenas o por ser peones de las haciendas, en una situación de miseria y
exclusión social difícilmente inimaginable, quizás comparable a la situación de los
campesinos en los cortijos andaluces antes de la instauración de la República Española.
No contábamos con profesionales de enfermería, ni matronas, pero teníamos el apoyo
incondicional de las y los trabajadores del hospital, algunos de ellos con una formación
técnica que les permitía suplir las carencias creadas por la falta de otros profesionales.
Puerto Saavedra, es un pueblo que podía quedarse aislado fácilmente en invierno. La
crecida de los ríos cortaba el único camino que lo unía con la ciudad más cercana. En
esas condiciones, era imposible pensar en trasladar al hospital de base a un enfermo o
incluso a una mujer embarazada que requiriera una cesárea de urgencia. Sólo en
contados casos pudimos contar con el único helicóptero disponible, la mayoría de las
veces hubo que hacer lo imposible para salvar vidas o hacer nacer por cesárea a un bebé
que testarudamente se atravesaba en el útero de su madre. Si encima esto ocurría en la
noche, la situación se transformaba en una verdadera odisea, pues el pueblo sólo tenía
luz eléctrica hasta las ocho de la noche. La población, incluyendo el hospital, eran
abastecidos de electricidad producida por un antiguo generador a petróleo, que uno de
los tantos colonos alemanes que se instalaron en la zona había hecho venir de su país,
creando una pequeña empresa familiar. Al principio el empresario alemán nos daba una
atención privilegiada, y no faltaron las noches que un auxiliar fue corriendo a
despertarle para que encendiera el generador y así poder operar con luz eléctrica. Esta
era la época en que se este sujeto se imaginaba que como médicos recién llegados nos
íbamos asociar, hacer amistades y participar de las actividades sociales con los que se
consideraban la clase alta del pueblo. Esta creencia le duró poco, su pasado de antiguo
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nazi se manifestó brutalmente contra nosotros, cuando se enteró que estábamos
organizando una asamblea popular para lograr que las organizaciones campesinas e
indígenas tuvieran participación en la gestión de las entidades públicas y conseguir la
expropiación de las empresas privadas, que se lucraban con las necesidades del pueblo.
En efecto, coherentes con nuestra concepción de la salud, no sólo curábamos enfermos
y preveníamos enfermedades, sino que también participábamos y apoyábamos los
movimientos sociales y sus luchas para mejorar las condiciones de vida de todos.
Cuando el nazi, que además administraba el único teléfono del pueblo y era
corresponsal del diario el Mercurio-un periódico nacional tradicionalmente
conservador- se enteró de nuestras actividades, no sólo nos restringió el uso de la
electricidad, sino que se sumó con una violencia virulenta y revanchista al movimiento
que los latifundistas y los poderosos de la zona ya habían comenzado, para desprestigiar
nuestro trabajo.
La situación en el pueblo era tensa y a menudo la prensa de derecha local y
nacional nos acusaba de subversivos, extremistas e incluso de guerrilleros, pero esto no
mermaba nuestro entusiasmo idealista y comprometido. La esperanza, la fuerza y la
movilización de la gente del pueblo que asumía diferentes tareas eran una fuente
permanente de energía para nuestro trabajo. Aunque tenía tres hijos pequeños –el mayor
tenía apenas dos años y unas mellizas de meses–, nos las arreglábamos con el apoyo de
la comunidad para lograr cuidar a nuestros hijos y dedicarnos en gran parte a nuestro
compromiso social.
En ese periodo, trabajamos formando promotores populares de salud que eran
miembros de las diferentes comunidades campesinas e indígenas, que aprendían no sólo
a vacunar a los niños, sino que controlaban el embarazo de las mujeres y estaban
capacitadas para diagnosticar y ofrecer los primeros cuidados en las enfermedades más
frecuentes. Para los miembros de muchas de las comunidades indígenas, llegar al
hospital les significaba casi un día de camino a través de las montañas, atravesando los
ríos y los lagos de la zona. Los promotores de salud, la mayoría mujeres, eran “los
médicos locales” algunas de ellas ya estaban reconocidas como curanderas por la
comunidad, porque eran las depositarias de un saber ancestral transmitido a lo largo de
generaciones. Lo creativo del programa fue que desde el hospital legitimamos sus
prácticas, cuando éstas eran beneficiosas, al mismo tiempo que las complementábamos
con conocimientos de la medicina occidental. Recuerdo que con este modelo de
medicina intercultural, logramos en pocos meses, reducir la incidencia de tuberculosis,
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que hacía estragos en las comunidades mapuches asociando sus plantas medicinales con
los antibióticos que eran eficaces en el tratamiento de la enfermedad.
Este modelo funcionaba no sólo por el compromiso y el entusiasmo de la gente,
sino porque cada dos semanas y en todas las estaciones del año, un equipo del hospital,
compuesto por un médico, en este caso yo, junto con dos técnicos en Salud nos
desplazábamos a caballo y en una barca a cada comunidad para asesorar y proporcionar
a los “médicos populares”, las vacunas, la leche y los medicamentos que sus acciones
requerían. Al mismo tiempo, dábamos la atención sanitaria que era indispensable en ese
momento.
De esos desplazamientos a las montañas, guardo el recuerdo casi romántico de
unas travesías por parajes de una belleza extraordinaria en compañía de unas personas
solidarias y comprometidas que se esmeraban en cuidarme. Aun así, estos viajes no
estaban ausentes de peligros, salíamos de madrugada en un jeep destartalado,
llegábamos a la orilla de un lago que atravesábamos en una balsa o en la embarcación
sanitaria del hospital, al otro lado del lago nos espera un guía mapuche, con los caballos
para seguir la travesía. La tradición les obligaba a brindarnos los mejores caballos de la
comunidad, y el mejor de todos, para el doctor. Lo que al principio yo no sabía que en
sus criterios estos no eran los más mansos, sino los más fuertes y atrevidos. En mis
primeras cabalgatas, bajo las miradas condescendientes e incluso divertidas de los
lugareños, tuve que aprender a manejar mi montura sin dejarme intimidar por su fuerza
y su rebeldía. Nuestros viajes ocurrían de madrugada, cuando el sol, si había buen
tiempo recién comenzaba a aparecer y sólo volvíamos al anochecer. Generalmente
cabalgábamos en caravana, el guía adelante, yo detrás y los dos sanitarios al final. Nos
distinguíamos sólo por las colillas de cigarrillo que manteníamos encendidos. Nuestra
suerte y el éxito de nuestra misión dependían de nuestros caballos que parecían conocer
el camino desde siempre. En este tipo de experiencia, uno se apega a los animales, les
respeta y les reconoce capacidades que un humano difícilmente puede alcanzar.
El programa intercultural de medicina rural que realizábamos en coordinación
con otros otros tres hospitales traspasó las fronteras de nuestro país. Sus logros
permitieron reducir en poco tiempo la mortalidad infantil, aumentar el número de niños
vacunados y bajar las tasas de desnutrición infantil. Esto último gracias a la “campaña
del litro de leche”, que fue instaurada por el gobierno de Allende y que otorgaba el
derecho a cada niño chileno de recibir del estado un litro de leche diario.
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Toda esta cotidianidad agotadora, que puede parecer incluso aventurera, ocupaba
junto con el cuidado de los hijos, enteramente mis días, dándole sentido a mi vida.
Nuestro trabajo nos permitía sentirnos coherentes con nuestro proyecto de contribuir
con nuestra profesión a la construcción de un nuevo país más justo y solidario.
Esto seguramente nos permitió mantener alejado de nuestra mente la posibilidad
que nuestro proyecto acabara de la forma trágica que terminó. Sólo empezamos a tomar
conciencia del peligro, un par de meses antes del golpe de Estado, cuando una noche
unos desconocidos dispararon a la ventana del living de nuestra casa sin herir a nadie,
pues dormíamos en el piso superior. Días después una turba de manifestantes de
ultraderecha identificó y demolió el jeep del Hospital en el que me trasladaba a una
reunión de trabajo. Gracias a la rapidez con que actuamos y al apoyo de vecinos, el
chofer y yo logramos salir ilesos de esa agresión.
Las maniobras por derrocar a Allende se hicieron sentir con brutalidad en los
últimos meses, antes del golpe de estado. No sólo se trataba de gremios como el de los
empresarios del transporte, comerciantes, industriales o el Colegio Médico, sino que
todos los partidos de derecha y, en particular, la Democracia Cristiana, que con el
apoyo económico, demostrado posteriormente, de la CIA, aumentaban el acoso al
gobierno de la Unidad Popular.
Entre otras presiones, habían obligado a Allende a aceptar, bajo el pretexto de
controlar las armas en posesión de los grupos radicales, una ley que autorizaba al
ejército a allanar cualquier domicilio, institución o sindicato, para buscar armas. El
ejército tomó al pie de la letra el mandato que la ley les había dado, pero allanaba sólo
los domicilios y lugares de reunión de militantes de izquierda y de las organizaciones
obreras y campesinas, pero hacía la vista gorda en relación con las armas con que los
grupos de ultraderecha realizaban atentados y sabotajes.
Poco a poco, el caos, la escasez de alimentos y combustibles, así como la
escasez de atención médica, fueron creciendo en todo el país. A pesar del esfuerzo y la
creatividad de las fuerzas populares por resistir, las fuerzas opositoras iban siendo cada
vez más violentas. Esto también tuvo un impacto directo en nuestro trabajo: cada día era
más difícil desarrollar nuestro programa.
Fue en ese contexto que el nazi emplazado en el pueblo, a quien se le había expropiado
el generador de electricidad que poseía, único en toda la localidad, reapareció
violentamente en nuestras vidas. Dos semanas antes del golpe militar, el ejército con el
apoyo de los terratenientes de la zona, habían allanado las comunidades indígenas y los
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sindicatos campesinos. Fue en esa oportunidad que ese sujeto escribió para los diarios,
para uno de los cuales trabajaba como corresponsal, señalando la existencia de una
escuela de guerrillas en una de las comunidades campesinas y acusando al equipo de
salud del hospital y a mi persona de ser los organizadores. Fue durante esos
allanamientos que por primera vez las palabras represión y tortura se instalaron en mi
representación de la realidad. Los militares que actuaron en ese allanamiento, todavía
bajo el alero de un gobierno democrático, no dudaron en maltratar, torturar a los
dirigentes campesinos y a los jefes mapuches para hacerles reconocer la existencia de la
inventada escuela de guerrilleros. Uno de los objetivos de los interrogatorios era
forzarles a confesar que el jefe de todo esto éramos el médico que dirigía el programa
de medicina rural de la zona y yo mismo. Dicho médico, quien me precedió como
director del hospital, se había ganado el odio de los terratenientes por su compromiso
con los campesinos. Este médico ejemplar y valiente se llamaba Arturo Hillerns y no
tuvo el mismo destino que yo: fue detenido, torturado y asesinado, pero su cuerpo no ha
aparecido aún y su nombre integra la lista de los miles de desaparecidos por la violencia
militar.
El golpe militar del 11 de septiembre de 1973, nos sorprendió en pleno trabajo
de denuncia de las torturas a los campesinos y de las violaciones cometidas contra
mujeres por los “aguerridos militares”. Una parte de nuestras energías las teníamos que
ocupar en desmentir las imputaciones que la prensa de derecha, local y nacional, nos
hacía señalándonos como cabecillas de la guerrilla que ellos mismos habían inventado.
Cuando una patrulla militar asaltó el hospital a eso de las cuatro de la tarde se encontró
con un grupo de trabajadores de la salud que seguía desarrollando su trabajo habitual.
La incursión militar no nos sorprendió, ya nos habíamos enterado del golpe en
las primeras horas de la mañana. Al despertar y encender la radio ese día, escuchamos
con estupor que en todas las emisoras se escuchaba solamente música militar,
entrecortada por los comunicados, a través de los cuales se amenazaba e intimidaba a la
población civil. Rápidamente me trasladé al hospital, reuní a todo el personal y juntos
pudimos escuchar las últimas palabras del presidente Allende que resistía en el palacio
presidencial, transmitidas por una de las pocas emisoras que los militares no habían
podido acallar. Aun después de treinta años está nítidamente presente en mis recuerdos
ese momento solemne en que junto a los más de cuarenta trabajadores del hospital,
hombres y mujeres escuchábamos en profundo silencio esas consternadas, pero
valientes palabras, que comenzaban con un rotundo: «Seguramente ésta será la última
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oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las
antenas de Radio Magallanes. Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Que
sean ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento………. Ante
estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar!.
Tampoco olvido su diáfano final: «Me dirijo a ustedes, sobre todo a la modesta
mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la madre que supo de
nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria, a los
profesionales patriotas que siguieron trabajando contra la sedición auspiciada por los
colegios profesionales, colegios clasistas que defendieron también las ventajas de una
sociedad capitalista. Me dirijo a la juventud, a aquéllos que cantaron y entregaron su
alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero que trabajó más,
al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos, porque en nuestro país
el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente en los atentados terroristas, volando
los puentes, cortando las vías férreas, destruyendo los oleoductos y los gasoductos,
frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder. Estaban comprometidos.
La historia los juzgará. Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal
tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre
estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue
leal con la Patria.»
Los soldados que asaltaron el hospital creían que iban a encontrar resistencia,
estaban convencidos que teníamos armas para atacarles, los oficiales les habían
convencido que poseímos un arsenal, con armas que un submarino soviético
desembarcaba por las noches, y que escondíamos en el hospital. El trato que nos dieron
no fue muy amable. Todo el personal quedó detenido en el mismo recinto mientras
buscaban las armas, que por supuesto, nunca encontraron, porque no existían.
Al día siguiente nos metieron junto con otros nueve miembros del equipo del
hospital, cuatro hombres y cinco mujeres, a un autobús requisado. Lo fueron llenando
en el camino con nuevos detenidos y nos llevaron a la prisión de la ciudad de Temuco
que habían transformado en un campo de concentración.
En el camino hacia la prisión comenzó, sin que aún la concibiéramos así, nuestra
resistencia. Mientras nos podíamos comunicar, ocupamos el tiempo del trayecto en
darnos ánimo, memorizar teléfonos de familiares y amigos y compartir trucos para
sobrevivir. En mi caso, por ejemplo, había aprovechado la última noche pasada en el
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hospital, burlando la vigilancia de los soldados, para meterme en la basta de mis
pantalones y en todas las costuras de mi ropa, incluyendo los calzoncillos, comprimidos
de diazepan, que eran minúsculas píldoras, con efecto tranquilizante. Intuyendo lo que
nos esperaba, pensé que eso podría servirnos, sobre todo para prevenir las crisis de
pánico y la consecuente pérdida de recursos necesarios para enfrentar esta situación
extrema. Durante el viaje, repartí la mitad de mis medicamentos. Sin saber, ya había
comenzado mi trabajo como terapeuta de víctimas de la violencia, tarea que no he
parado de ejercer luego de haber vivido esta experiencia.
Llegamos a la prisión cuando ya había caído la noche. Los guardias separaron a
los hombres de las mujeres, éstas últimas fueron conducidas a otro recinto. A la mayoría
de los hombres, alrededor de cincuenta personas, los empujaron al interior de prisión, a
ocho nos separaron siguiendo las indicaciones de un sujeto vestido de civil. Lo que no
sabíamos en ese momento, es que el sujeto que nos seleccionó era un siniestro
personaje, miembro de los servicios secretos. Fue él quien posteriormente dirigió las
sesiones de tortura y fue él quien decidió el asesinato de muchos de nuestros
compañeros. Cuando la lucha y la resistencia de muchos y muchas, hizo posible el
retorno a la democracia en Chile, éste sujeto fue identificado y actualmente cumple
condena. Nos aislaron en celdas diminutas, húmedas y frías, donde no había más que las
paredes, una pequeña ventana que daba a un patio y una puerta reforzada que daba a un
corredor. Rápidamente nos dimos cuenta que los ocho seleccionados estábamos en el
mismo corredor y que podíamos comunicarnos, dando golpecitos en las paredes.
Cuando sacaban a alguno para interrogarle bajo tortura, podíamos darnos cuenta a quién
le tocaba por el ruido que hacia la puerta al abrirse. Mi celda era la tercera del corredor
y las veces que me sacaron, siempre pude recibir el aliento de mis compañeros. De una
forma espontánea, cada vez que sentíamos que las puertas de las celdas se abrían y uno
de nosotros pasaba delante de la puerta del otro, se sentía la voz de los compañeros que
nos daban ánimo, nos deseaban suerte y coraje. Sin haberlo planificado, pero usando
nuestras capacidades solidarias, estábamos construyendo un contexto de lo que hoy se
llama “resiliencia”, que seguro jugó un papel en nuestra resistencia frente a la tortura y
explica que la mayoría de los que sobrevivimos sigamos luchando y trabajando por
nuestros ideales de justicia social, a pesar de la violencia intimidatoria que sufrimos.
Estuve aislado alrededor de dos semanas y me sacaron para interrogarme un par de
veces, siempre de noche.
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Como a muchas personas que han vivido experiencias extremas similares,
difícilmente he de establecer un relato exacto del lugar, de las veces, los días y la
duración de los interrogatorios en los que fui sometido a tortura. Sólo guardo una
memoria casi exacta de los detalles, de situaciones que tuvieron una relevancia
emocional para mí. Las investigaciones sobre la memoria en situaciones límites han
estudiado este fenómeno. Esto le puede ocurrir a cualquier demandante de asilo y
muchas veces se utiliza para negarles su condición de refugiado, algo que ocurre cada
vez con más frecuencia. En el pasado, no había que probar que habías sido víctima de
persecución o que te habían torturado. Los nuevos demandantes de asilo deben la
mayoría de las veces responder a interrogatorios policiales que tienen como objetivo el
control de la inmigración. Éstos les hacen sentir que son ellos los delincuentes, no sus
agresores.
En mi caso, aun con años de terapia, todavía me cuesta poner un orden
cronológico exacto ese periodo de aislamiento y de tortura, pero sí guardo nítidamente
en mi memoria situaciones cargadas de emoción. Recuerdo, por ejemplo, que en uno de
los interrogatorios, mientras me torturaban y estando vendado, no sabía ni cuántos ni
quiénes participaban en la sesión de tortura. Tenía la impresión de que eran muchos,
pues varios interrogaban. Recuerdo lo absurdo de la situación: ellos se empeñaban en
que contestara a las preguntas, levantando el dedo índice. Lo dramático radicaba en que
cada choque eléctrico me hacía levantar todos los dedos de la mano, algo que mis
torturadores interpretaban como que no quería contestar. En todo caso, era imposible
contestar porque las preguntas eran absurdas. Me interrogaban sobre cuándo y dónde
estaban las armas que los soviéticos habían desembarcado de sus submarinos. Una
variante incluía la presencia de barcos cubanos. Ahora, pasado el tiempo y habiendo
sobrevivido, uno puede reírse de lo tragicómico de la situación y de la estupidez de esos
militares, ignorantes y cobardes. Pero en aquel momento te ponían en una situación
imposible, una que las investigaciones sobre comunicación denominan de doble
vínculo, es decir, aquellas situaciones, en que cualquier respuesta que uno da produce
más sufrimiento, incluyendo la posibilidad de morir. En mi caso, y en el de muchos
otros compañeros, si aceptabas colaborar afirmando que sí te habían visitado los
cubanos y los soviéticos, el dilema era entregarles las armas. Como éstas no existían, lo
más probable era que te siguieran torturando hasta matarte, creyendo que poseías la
información. No contestar lo que ellos querían escuchar, también podía costarte la vida.
Varios de nuestros compañeros fueron víctimas de este dilema absurdo y perdieron la
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vida atrapados en él. Yo recuerdo haberme salvado en uno de los interrogatorios, porque
perdí parcialmente la conciencia después de recibir un fuerte golpe eléctrico. Cuando
esto ocurrió, me di cuenta que los torturadores hablaban entre ellos diciendo algo así
como “mierda, se nos fue la mano, lo matamos, te dije que no le dieras tan fuerte”. Sin
yo pensarlo, porque en esa situaciones afortunadamente no se piensa, es tu instinto de
supervivencia el que actúa, contuve la respiración todo el tiempo que pude. Esto les
alarmó aún más. Otro sujeto entró en escena y sentí que me tomaba el pulso y
auscultaba mi corazón diciendo: “ya está bueno por hoy, casi lo matan”. En ese
momento era difícil para mí creer que quien me había examinado fuera médico. Siempre
me quedó la duda, hasta que años después éstas se disiparon, cuando se probó que
muchos médicos militares habían participado en sesiones de tortura.
En los días en que me tuvieron aislado, nunca me sentí realmente solo, pues
sabía que los compañeros estaban cerca y nuestras conversaciones, aunque escuetas, me
permitieron siempre sentirme parte de un tejido social fraternal y solidario. Por otra
parte, el “diazepan” que consumía disciplinadamente me permitía dormir una parte del
tiempo y recuperarme del estrés, acumulando energías para seguir resistiendo. Años
más tarde, cuando completaba mi formación como psiquiatra, tuve la confirmación de
que ello había protegido mi salud mental. Aprendí que muchas investigaciones han
demostrado que tanto para prevenir las enfermedades mentales, como para disminuir el
daño en situaciones traumáticas, el mantener el contacto con los demás era fundamental.
Mi cuerpo social se amplió de una forma profundamente emotiva cuando uno de los
guardianes de prisión me entregó disimuladamente un saco de papel que contenía
chocolates y algunas frutas y en cuyas paredes estaba escrito mi nombre con la letra de
mi padre. Saber que mi padre conocía mi paradero y que me hacía llegar ese mensaje
metafórico, que no sólo significaba que estaba cerca, sino que estaba haciendo todo lo
posible por cuidarme, no sólo provocó en mí una lluvia de llanto saludable, sino que
reforzó mis esperanzas: no estábamos solos. Después supe que mi padre se enteró de mi
detención casi en el momento mismo en que ésta se produjo. Alguien de mi entorno se
lo comunicó por teléfono y en el tiempo más corto que pudo recorrió los cuatrocientos
kilómetros que separaban Concepción, la ciudad en que vivía, de Temuco. Desde que
llegó, se instaló frente a la puerta de la prisión para evitar mi desaparición. Durante los
tres meses que estuve prisionero trabajó ardua y creativamente para obtener mi
liberación y dar apoyo y consejo a los cientos de familiares que esperaban noticias de
los suyos. Su condición de abogado le facilitó su tarea, pero “su motor”, como él lo
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expresó varias veces en público, era el amor por sus hijos y el respeto que tenía por
nuestro compromiso profesional y social.
Después de esta experiencia, mi padre se transformó en un valeroso y activo
defensor de los derechos humanos en mi país. Su trabajo escondiendo y protegiendo a
perseguidos, la ayuda que prestó a muchas personas que necesitaban salir del país y el
apoyo que dio a familiares de desaparecidos, están en la memoria de muchas personas a
las que ayudó y salvaron sus vidas. Uno de los actos más remarcables de este hombre de
constitución frágil, pero con un corazón valeroso y solidario, fue descubrir un
cementerio clandestino en la ciudad de Yumbel y junto con un médico forense,
desenterrar durante la noche con pico y pala los cadáveres de un grupo de presos
políticos que habían sido cobardemente asesinados por los carabineros de la zona (que
equivalen en España a los Guardias Civiles). Los cadáveres fueron identificados, sus
familiares pudieron enterrarles y más tarde los responsables de los crímenes fueron
identificados y condenados.
Hubo otro suceso durante mi aislamiento que fue profundamente significativo y
cuyo recuerdo también anima mis prácticas profesionales en la actualidad.
Ocurrió uno de los tantos días después de un interrogatorio. Ya devuelto a la
celda y aún padeciendo los dolores de la tortura, empecé a sentir una tremenda sed. Los
guardias consideraban que no debía darnos agua después de los interrogatorios con
electricidad, porque podíamos morir electrocutados. Nosotros pensábamos que dejarnos
todo un día sin agua era otra forma de tortura que perseguía debilitarnos. Pensaba en
cómo encontrar una salida, cuando escuché la voz de un niño a través de la ventana. «
¿Quién está ahí?», preguntaba. « ¿Cómo te llamas? ¿Por qué te tienen…?» Al principio,
pensé que estaba alucinando, pero cuando me convencí que la voz era real, fui yo el que
pregunté: « ¿Quién eres?» La voz me contestó: «Soy uno de los menores.» La
casualidad quiso que la pequeña ventana de mi celda coincidiera con las ventanas del
pabellón donde estaban presos los menores. Estábamos separados por un patio que no
tendría más de tres metros de ancho. « ¿Por qué estás aquí?» «Por problemas», me
contestó. « ¿Qué tipo de problemas?» «Porque robé para comer.» « ¿Cuantos años
tienes?» «Once.»
Me quedé perplejo. Más aún cuando insistió en saber quién era y le dije que el
médico del Hospital de Puerto Saavedra, a lo que respondió: «Así que eres uno de los
políticos, ¿en que te podemos ayudar? Me recuerdo haber dicho algo así como: «Tengo
sed, no me dan agua, creo que nos quieren matar de sed.» «Aguanta un poco. Te vamos
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a ayudar…», fue su comentario. Alrededor de media hora más tarde, el mismo chico me
decía: «Te vamos a pasar agua. Tú sólo tienes que tratar de alcanzarla.» Y cuál fue mi
sorpresa cuando vi aparecer a través de la ventana un tarro de esos de conserva
amarrado a una especie de rama, del cual caían gotas de agua: estaba lleno de lo que
para mí en ese momento era el elemento más preciado. Los muchachos habían atado
varas de mimbre, que se robarían del taller de cestería donde trabajaban, para hacerme
llegar el agua. La flexibilidad de las ramas hizo que no tuviera que saltar mucho para
alcanzar el tarro, beber agua y guardarme una reserva.
Después de una experiencia como ésta es comprensible que una parte de mi
profesión de psiquiatra la haya dedicado a apoyar niños y niñas víctimas de malos tratos
tanto en la familia, en la escuela como en las instituciones. Haber vivido esta
experiencia hace comprensible que haya dedicado una parte de mi vida a demostrar
científicamente que la delincuencia y la violencia de los jóvenes es la demostración de
la incapacidad del mundo adulto de ofrecer a todos los niños una crianza basada en los
buenos tratos. Considerar a estos niños y niñas como los únicos culpables de sus
comportamientos, que por sus historias trágicas terminan agrediendo o delinquiendo, no
es solamente una demostración de una ignorancia inhumana, sino una prueba de la
cobardía del mundo adulto y de sus instituciones.
Los menores delincuentes de mi historia se unieron para darme agua sin que ni
siquiera me conocieran y sabiendo que no podían obtener nada de mí, fue un gesto de
solidaridad que no pude devolverles, pero cada vez que atiendo a un niño maltratado o
apoyo la rehabilitación de un chico o chica con trastornos conductuales, estoy
simbólicamente devolviendo a través de ellos lo que no pude hacer por los niños que me
ayudaron en la cárcel.
Un día, sin previo aviso, me sacaron de la celda y me llevaron junto con los
otros prisioneros que ya eran alrededor de 200 hacinados en un galpón, que antes de
transformarse en un campo de concentración había servido de taller de trabajo a los
reclusos. Fue un momento de encuentro, de alegría en donde conocí los cuidados que
los hombres también son capaces de prodigar. Me atendieron hasta que me sentí mejor,
algo que se hacía con todos los que volvían del «infierno». Una vez que salías de allí,
quería decir que por ahora no te iban a seguir torturando. Me incorporé rápidamente a la
organización que el grupo se había dado para ayudarse mutuamente a nivel emocional,
mantener contactos con el exterior y repartir los alimentos. Sin darle todavía un nombre
a mi labor, comencé en la cárcel mi formación como futuro terapeuta de exiliados
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víctimas de la represión y de la tortura. Formamos una comisión de salud, integrada por
los cuatro médicos prisioneros como yo –uno salió rápidamente y quedamos tres. Un
pastor evangélico, un sacerdote y dos enfermeros completaban la comisión. Cada vez
que llegaba alguien nuevo, casi siempre después de haber pasado por el «infierno», la
comisión ponía en práctica un plan de cuidados que se había elaborado durantes las
reuniones clandestinas que realizábamos en las noches. Esto ocurría también con los
que de repente sacaban de nuevo para interrogarles, lo que siempre quería decir:
torturarles. No todos resistían psíquicamente de la misma manera, por lo que
establecimos un plan de cuidados especiales para los más vulnerables. Sólo contábamos
con las conversaciones destinadas a transmitir apoyo, a calmar la angustia enseñando a
relajarse y/o comunicar lo que les habían hecho durante las sesiones de tortura, tratando
de facilitar la descarga de emociones, cuando intuíamos que ello podía ayudarles a
sentirse mejor. Con nuestros escasos medios, intentábamos aliviar el daño físico y
reparar el daño que las sesiones de tortura provocaban en nuestros compañeros. Me
recuerdo el caso de un compañero que se llamaba Norton, un maravilloso ser humano,
animador socio-cultural, que antes de su detención trabajaba con jóvenes marginados en
los barrios pobres de la ciudad. Era un tipo fuerte y resistente, pero su debilidad era una
nariz un poco prominente, durante varias sesiones los torturadores se entretenían
fracturándole la nariz. Cada vez que lo sacaban para interrogarlo, sabíamos que
tendríamos que ponerle la nariz en su lugar. Me encontré con él en Francia años después
de nuestras desventuras: tenía un pequeño promontorio en su nariz, pero estaba derecha.
Nos divertimos mucho cuando comentamos con amigos franceses que habíamos hecho
un buen trabajo y con eso habíamos frustrado los intentos de los torturadores de crear un
Cyrano de Bergerac chileno.
Para mantener la moral del grupo, el sacerdote y los pastores evangélicos
utilizaron todo su arte para movilizar la espiritualidad del grupo proponiendo sesiones
de lectura de trozos muy bien elegidos de una Biblia que los militares defensores del
orden y de la civilización cristiana habían dejado entrar. El sacerdote aportaba una misa
cada dos días. Aunque, como se comprenderá, la mayoría eran no creyentes, nunca se
vio a tantos convertidos juntos como durante aquel dramático periodo. Los guardianes
no podían suponer que esas actividades eran una forma colectiva de resistir, y aunque
yo no tenía aún la teoría para explicarlo, estábamos ofreciéndonos una psicoterapia de
grupo.
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En ese ambiente resistí casi tres meses de prisión, animado por estas actividades.
También hubo momentos dramáticos como cuando conocí de la detención, y casi seguro
asesinato, de mi gran amigo Arturo, el médico responsable de nuestro programa. Supe
de ello gracias a que los presos comunes, quienes siempre fueron nuestros aliados, nos
pasaron una pequeña radio a transistores. Seguro que ésta era una de las tantas
manifestaciones de su particular forma de rechazar la autoridad y de responder
solidariamente a un grupo que, por primera vez, les respetaba como personas. Nos
turnábamos para escuchar las noticias y los comunicados militares, y transmitirlos al
grupo. Un día estaba en eso cuando en un comunicado militar se informó a la opinión
pública de la fuga de un destacado «subversivo de la región»: el Doctor Arturo Hillerns,
quien se había fugado mientras era trasladado de su casa a la cárcel, lanzándose al río.
La verdad fue que lo habían detenido muchos días antes, y como se supo
posteriormente, lo mataron mientras lo torturaban. La noticia fue todo un montaje.
Las noches eran momentos terribles, pues si se abría la reja y llamaban a
alguien, era seguro que no volvería. Me acuerdo de la noche en que se llevaron al
sacerdote de origen italiano. Nos habíamos hecho muy amigos. Era un sacerdote
especial que se había rebelado contra el celibato, vivía con una mujer y tenía una niña
casi de la misma edad que mis hijas –siete meses-. El obispo de la zona ya no lo
consideraba parte de la iglesia y no hizo nada para tratar de salvarlo. Antes de esa
noche, pasábamos largas horas hablando de nuestros hijos y de qué haríamos en el
futuro si sobrevivíamos. Habíamos acordado que si uno de los dos sobrevivía, sería el
encargado de transmitir a los hijos del otro quién había sido su padre y por qué lo
habían encarcelado. Años después, cumplí la misión. Su hija y yo mantenemos
contactos esporádicos, pero nos une ese vínculo con un ser humano generoso y alegre.
Su hija escribió un libro sobre su padre en el que están contenidos parte de mis
testimonios.
Mi liberación llegó un día cualquiera. Estuvo precedida por una visita de un
comité de médicos de la Cruz Roja Internacional que habían viajado desde Ginebra para
investigar el trato a los presos políticos. A pesar de las amenazas de los militares, yo y
otros dos miembros del grupo de prisioneros decidimos relatar lo que estábamos
viviendo. A partir de esa entrevista estaba bajo protección internacional. Esto provocó
otras intervenciones como la de un grupo de periodistas de diferentes medios
extranjeros que pidieron entrevistarme y una campaña de Amnistía internacional que me
adoptó junto a otros prisioneros políticos. Mi padre y yo manteníamos contacto
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permanente a través de los presos comunes que nos ayudaban a mantener el contacto
con nuestros familiares en las afueras de la cárcel. Algunos de ellos eran encargados de
barrer la acera, y cuando los guardias no les veían, dejaban caer un papel con un
mensaje, que luego barrían depositándolo en un punto determinado del borde de la calle.
Fue a través de este procedimiento que mi padre y yo establecimos un plan para
presionar y obtener mi liberación del fiscal militar, un sujeto turbio, que se inventaba a
sí mismo que su justicia militar estaba respetando todas las convenciones
internacionales. Como no tenían ninguna prueba y la presión internacional les
incomodaba, aceptaron dejarme en libertad, pero con la condición de abandonar
inmediatamente el país y que la familia se hiciera cargo de los gastos.
Uno sale al exilio con pocas maletas, casi con lo que se lleva puesto, en mi caso,
pude salir con vida del infierno, además, me acompañaban mi esposa y mis tres hijos y
esto ya fue un privilegio. Cuando se pasa por situaciones extremas, todo se vuelve
relativo. Nuestras maletas estaban casi vacías, pero cargaba varios baúles repletos de las
experiencias pasadas y sobre todo de las más recientes. Esto les pasa a casi todos los
que tienen que abandonar su tierra de origen, después de experiencias como éstas. Se
sale con la creencia de que uno se encontrará a salvo de la violencia, reconsiderado y
respetado como personas. Afortunadamente, eso es lo que yo y mi familia en general
vivimos, lo que explica que sufrimos sólo lo que cualquier persona sufre cuando lo
fuerzan a dejar su tierra y sus seres queridos, teniendo que volver a nacer socialmente en
un terreno desconocido y sin el apoyo de sus redes. Como nunca sentimos el rechazo, ni
la desconfianza ni el racismo, pudimos experienciar el nuevo lugar de vida como una
discontinuidad del infierno del pasado. Llegamos primero a Lima, Perú. El gobierno
peruano sólo aceptó que viajáramos allí como a un país de tránsito. Aun así, no
conocimos la experiencia dramática de millones de seres humanos que pasan años en
campos de refugiados. Estuvimos en Perú casi un año, acogidos por familiares y
pudimos integrarnos en el trabajo de acogida de las decenas de familias que llegaban
cada día, huyendo de la persecución que los militares chilenos habían extendido y
brutalizado aún más. Con otros médicos y el apoyo del Consejo Mundial de Iglesias de
Ginebra, creamos un dispensario para ocuparnos de los problemas de salud de los más
de 10.000 chilenos que se encontraban en hogares de fortunio, esperando una visa de
Canadá o de los países Europeos. Llegamos a nuestro destino definitivo: Lovaina,
Bélgica, casi un año después de haber estado en otros países. Ocupados como
estábamos dando atención médica a nuestros compatriotas, organizando la denuncia de
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las violaciones de los derechos humanos en Chile y apoyando a nuestros compañeros y
compañeras presas políticas, descuidamos nuestros propios trámites. Cuando el
gobierno peruano decretó la expulsión de los chilenos que quedaban en Perú y que
estaban realizando actividades políticas contra los vecinos, fuimos evacuados casi in
extremis por la embajada cubana. Estuvimos en ese país algunos meses y luego
decidimos salir a Europa, para seguir contribuyendo al trabajo de apoyo y solidaridad
con el pueblo chileno. Cuando pensamos en Bélgica como lugar de refugio definitivo lo
hicimos porque estaba allí el cura Antonio, un sacerdote belga flamenco que había sido
nuestro párroco cuando estudiábamos Medicina en Concepción. A pesar de ser belga, lo
habían detenido, torturado y expulsado del país. Cuando le contacté, rápidamente creó
las condiciones para acogernos y obtener nuestro estatuto como refugiados. A pesar que
habíamos dejado nuestro país hacia ya casi un año, fuimos reconocidos. En ese periodo,
el Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR), tenía el
mandato y el poder de reconocer la condición de refugiados, y no era como en la
actualidad, una institución que los gobiernos europeos han ido relegando a un carácter
meramente formal. Entonces se aplicaba y se respetaba la doctrina que había inspirado
la Convención de Ginebra sobre los refugiados y apátridas. Aún no existían el tratado de
Schengen, los centros cerrados, los malos tratos a los demandantes de asilo y la
hipocresía de los miembros de la clase política que hablan de derechos humanos, al
mismo tiempo que apoyan la construcción de vallas, la repatriación forzada, la
complicidad con regímenes violentos y corruptos para controlar la emigración.
Fueron nuestras propias fuerzas resilientes las que hace más de treinta años nos
animaron a crear en Bélgica el que tal vez fue el primer Centro de Salud para atender a
familias de refugiados y, en particular, a las víctimas de la tortura. Ellas mismas nos
motivaron a abrir un segundo centro en Barcelona en el año 2000. Pero no nos hemos
quedado en esos ámbitos de trabajo: hemos ampliado nuestro trabajo para dar atención
terapéutica a niños y niñas maltratadas, a mujeres víctimas de la violencia machista y a
niños y niñas que sufren diferentes tipos de malos tratos antes de ser adoptados.
Mis experiencias e investigaciones al respecto me fueron acercando cada vez
más a España y fue en Cataluña donde encontré la más amplia resonancia con mis
ideales y proyectos. La tradición solidaria de la sociedad catalana, la fuerza y el
compromiso de sus intelectuales y artistas para denunciar la injusticia y la violencia, su
lealtad con los valores democráticos y su resistencia casi mayoritaria contra el régimen
franquista, es lo que explica que hayamos elegido esta tierra como residencia y a su
21
pueblo como nuestra sociedad acogedora. No obstante, reconozco todo lo que la
sociedad belga me ha entregado para ser el profesional que ahora soy. Por esto guardo
un contacto permanente con Bélgica y sigo dirigiendo el Centro Exil de Bruselas, al
mismo tiempo que colaboro viajando a Chile todos los años, al trabajo esforzado y
comprometido de muchos profesionales chilenos que han orientado su vocación y su
compromiso social, ético y político en la prevención y el tratamiento de las
consecuencias de la violencia en los niños, las mujeres y los ancianos. Todas estas
actividades son una oportunidad para seguir realizando mis ideales y vincularme con
redes sociales nutricias, decentes y solidarias con los refugiados de ayer y los nuevos
emigrantes. Pero, además, a través de mi trabajo ahora como psiquiatra y psicoterapeuta
de víctimas de violación de derechos humanos, sigo realizando mi terapia y dejando
atrás el impacto de la violencia que me tocó vivir, aunque en situaciones particulares
donde me siento maltratado, impotente o enfadado, mis memorias traumáticas se
empeñan en despertar.
En el fondo, nuestra emigración no es tan diferente a la que conocen los miles de
nuevos inmigrantes que por todos los medios intentan llegar hoy a España y a otros
países de lo que se conoce como la parte rica del mundo. Países que son ricos en gran
parte porque sus clases dominantes han expoliado los territorios y los pueblos de origen
de estos inmigrantes. La de ellos y la de nosotros es una migración forzada. La
diferencia está en el tipo de violencia que las originó y el cambio de actitud de los
gobiernos y una parte de la población de las sociedades de acogida.
La persecución y la violencia de la que fuimos víctimas los refugiados
latinoamericanos fue evidente y, por tanto, más visible. En cambio, la de los nuevos
inmigrantes y demandantes de asilo es una violencia también terrible y masiva, pero
cuyas causas y responsables son menos perceptibles.
En el caso de las dictaduras militares latinoamericanas, la barbarie represiva fue
cometida bajo la dirección de generales cobardes y ladrones que la opinión pública
internacional rápidamente identificó y repudió: “un Pinochet” en Chile, “un Videla” en
Argentina, un “Banzer” en Bolivia… Lo que estuvo a la sombra fue que esto ocurrió
porque el gobierno de Estados Unidos así lo hizo y dispuso y los gobiernos europeos no
hicieron nada, ni para impedirlo ni para combatirlo.
La dimensión que alcanzaron la tortura, la desaparición de personas, la tortura de
niños y niñas en Chile o el robo de los hijos e hijas de prisioneros en Argentina para
entregarlos en adopción a familias de militares o adeptos al régimen, así como el
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destierro forzado de miles y miles de personas, no se podía negar. Además, esto ocurría
en un momento histórico en que en España, Cataluña, y otros lugares del mundo
desarrollado, existía una sociedad civil más despierta, menos alienada, menos
confundida y por ende más solidaria. Era una época en que todavía los mecanismos de
opresión impuestos por la globalización neo-liberal no habían aturdido las conciencias
ni raptado la generosidad de las poblaciones europeas más sensibles.
La violencia que provoca actualmente la migración masiva de miles de personas
que llegan actualmente a España y otros países Europeos provenientes de África, Asia,
Medio Oriente o América Latina es profundamente estructural y es el resultado de las
desigualdades cada vez más insoportables entre los habitantes de los países ricos que lo
poseen todo y no quieren compartir y los pobres que lo son cada vez más. Es el estrago
más grave del modelo económico dominante y absolutista, el de la globalización
económica neoliberal. Este sólo se puede mantener a través de la más violenta de las
violencias, la creada por los contextos de desigualdad impuestas por los poderosos, los
que controlan el dinero y que viven para tener siempre más dinero. Esta violencia
generalizada es menos palpable y es la que fuerza a millones de seres humanos a resistir
para no morir, a emigrar para evitar los efectos destructivos de las guerras, el cambio
climático, las enfermedades y la miseria.
Otro aspecto que marca la diferencia de nuestras experiencias con la de los
llamados nuevos inmigrantes es que la cultura impuesta por el modelo económico ha
hecho que los pueblos europeos, y la sociedad civil, sean más permeables a la
manipulación mediática de los dueños del poder. La llegada masiva de inmigrantes
plantea a la sociedad civil europea otros retos: se trata de compartir, de abrir las
fronteras y convivir con miles de seres semejantes en su condición humana, pero
diferentes en sus costumbres, lengua y cultura. Todo esto en un momento histórico, en
que los impulsores y defensores del modelo económico dominante engordan,
predicando la necesidad de un consumismo masivo de la población para lograr
bienestar, desarrollo y modernidad. Esta cultura inhumana que conlleva a más
individualismo, alienación hedonista y ausencia de solidaridad, aumenta la credulidad
interesada de la mayoría de los habitantes de los países ricos, que avalan el discurso de
los poderosos transmitidos por los medios de comunicación. Éstos, por su parte,
explican los flujos migratorios con argumentos engañosos, nombrando a los que llegan
«emigrantes económicos», como si se tratara de ejecutivos de transnacionales que han
decido mejorar sus ya privilegiadas condiciones de trabajo trasladándose a otro país.
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Otro argumento consiste en aludir a las mafias que trafican con estas personas,
reduciendo así las decisiones desesperadas de hombres, mujeres y jóvenes, a voluntades
que se dejan manipular y engañar.
A pesar de estas aberraciones, hemos conocido y seguimos conociendo la otra
cara de la moneda, que nunca se ha apagado: la solidaridad y el compromiso de
organizaciones, instituciones y personas de los países europeos. Son también miles de
seres humanos que reconocen en los candidatos de asilo, no sólo a sus semejantes, sino
la fuerza de lo que se conoce hoy como “resiliencia”, es decir, la capacidad que ha
permitido a los demandantes de asilo contrarrestar constructivamente experiencias
traumáticas impensables, lo que explica, entre otras cosas, la energía y la creatividad de
estos «nuevos inmigrantes» para encontrar formas de escapar en condiciones
terriblemente difíciles y peligrosas, animados con la esperanza de encontrarse con un
tejido humano acogedor, comprensivo y solidario.
Es gracias a esta parte de la sociedad civil catalana, española, europea, que se
muestra decente, generosa y valiente, que muchas de estas personas pueden reparar sus
heridas e integrarse de una forma constructiva a la sociedad de acogida, contribuyendo a
la construcción de un mundo más justo, menos violento y más solidario, por el cual
muchos y muchas no han dejado de luchar, pues les anima la convicción de que es
posible.
Sin saberlo, cada uno va construyendo una lectura de la realidad a partir de las
conversaciones que te bañan y en las que participas desde que naces. En las
conversaciones que escuché durante mi infancia, las palabras «represión», «migración»,
«tortura», «refugiado» o «demandante de asilo» no tuvieron relevancia, hasta que mi
propia experiencia fue inundada por mi encarcelación, las sesiones de tortura y el
destierro junto a mi familia. No elegimos ser refugiados, fuimos condenados a serlo por
la violenta y cobarde represión impuesta por los militares chilenos que derrocaron al
presidente Salvador Allende aquel fatídico 11 de septiembre de 1973. Estas vivencias se
transformaron en palabras y éstas entraron abruptamente en nuestro lenguaje cotidiano
y, por ende, en nuestras identidades. Además de ser lo que ya creíamos que éramos,
tuvimos que darle espacio en nuestra mente a los atributos de un ex-prisionero político,
un torturado, un exiliado, un refugiado político. Cada una de esas circunstancias evoca
una historia de la que emergen múltiples relatos. Cada una huele a dolor y sufrimiento,
pero también a resistencia, a solidaridad, a deseos de vivir e, incluso, a alegrías.
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Estas experiencias no estaban inscritas en el mapa que cada uno de nosotros había
construido para saber de donde veníamos y a dónde íbamos. Ellas constituyen un
conjunto de eventos inesperados que cambiaron el curso de nuestras vidas y nos
obligaron a recrear constructivamente nuestros mapas existenciales, incorporando en
ellos a tantos otros y otras que han pasado o están pasando por lo mismo, transformando
nuestros sufrimientos en solidaridad.
Extractado de: https://miespacioresiliente.wordpress.com/wp-content/uploads/2013/10/historia-de-un-exilio-jorge-barudy.pdf
Otro documento que habla de nuestro compañero Barudy:
Conociendo a… Jorge Barudy
01 martes Oct 2013
Posted Conociendo a...
inBiografía, Chile, curriculum, exilio, Historia de un exilio, Jorge Barudy, obras, pdf
Como podéis ver, Jorge Barudy ha sido el
protagonista de las últimas informaciones del blog. Es un buen momento
para conocerle un poco mejor
Jorge nació en 1949, en Villa Alemana, una comuna de Chile (división político-administrativa) creada por ley pocos años antes, en 1933. Su infancia estuvo enmarcada en penurias económicas que no le impidieron, sin embargo, concienciarse de que había gente que atravesaba situaciones bastante peores que la suya. Esta conciencia social fue motivada por su padre, un abogado que luchaba por las causas de los más pobres.
lee la nota completa: https://miespacioresiliente.wordpress.com/2013/10/01/conociendo-a-jorge-barudy/
Dr. Jorge Barudy Labrin
Neuropsiquiatra, especialista en abordaje de violencia y violación a los Derechos Humanos. Fundador de EXIL, centro multidisciplinario encargado de trabajar con víctimas de violencia, torturas y violación a los Derechos Humanos, con sedes en Bruselas, Barcelona y Chile.
Educación
- Neuropsiquiatra.
- Psiquiatra infantil.
- Psicoterapeuta y terapeuta familiar.
Programas impartidos
1
Sobre mi
– Neuropsiquiatra.
– Psiquiatra infantil.
– Psicoterapeuta y terapeuta familiar.
– Fue docente del posgrado en psicoterapia e intervención social
sistémica de la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica, entre los años
1983-1998.
– Responsable clínico del Programa SOS Enfants-Familie de la misma
Universidad durante los años 1984-1997 para la prevención y tratamiento
del maltrato infantil.
– Fundador de EXIL, centro médico-psico-social para víctimas de
violencia, tortura y violación de los Derechos Humanos, en Bruselas
(Bélgica), Barcelona (España) y Chile.
– Co-fundador, en el año 2000, del Instituto IFIV (Instituto de
formación e investigación-acción sobre las consecuencias de la violencia
y la promoción a la resiliencia) en Barcelona.
– Miembro del grupo de trabajo de atención a la infancia, del pacto por la Infancia en Cataluña.
– Consejero de Honor del Consejo Independiente de Protección de la Infancia (CIPI).
– Desde el año 2008 co-dirige el programa de formación y es docente del
“Diplomado de Posgrado en traumaterapia infantil sistémica” dirigido a
profesionales de la psicología, psiquiatría y otras disciplinas afines y
que se realiza en Barcelona, Donostia y Málaga (España) y Viña del Mar
(Chile).
– Consultor y supervisor de Programas de prevención y tratamiento del
maltrato infantil en América Latina, Bélgica, Francia y España.
– Docente en diversas Universidades españolas, europeas y americanas en
cursos de post-grado relacionado con la prevención y tratamiento de los
efectos de la violencia en niños/as, mujeres, familia y toda la
comunidad. Ponente en múltiples congresos y jornadas tanto en España,
Europa, América del sur.
– Autor y co-autor de numerosos artículos sobre el maltrato y la
protección a la infancia, así como manuales sobe violencia de género.
Extractado de: https://adipa.cl/docentes/dr-jorge-barudy-labrin/
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