“Yo fui enemigo de Fidel”

“Yo fui enemigo de Fidel”

 





EXORDIO



Se ha entregado a la imprenta en Chile, la obra escrita por el doctor Fernando Flórez Ibarra, actor y testigo de algunos de los más apasionantes aspectos de nuestra historia contemporánea.  Serenamente, pero con la pasión propia de un revolucionario cabal, ofrece a los lectores el testimonio de su encuentro con el entonces joven estudiante de la Facultad de Derecho, Fidel Castro, y describe con sincera lealtad cómo surgió, del choque inevitable de dos personalidades disímiles, una amistad fundada en principios a la que Fernando ha pagado tributo, siguiendo a lo largo de los años posteriores y hasta hoy, a quien llegaría a ser el líder máximo de la Revolución Cubana.

Ahora, cuando ha llegado el momento de que vean la luz estos escritos y una nueva generación encara el deber de continuar la obra emprendida por sus predecesores en el tiempo, estas reflexiones contribuirán a proyectar un rayo de luz sobre pasajes poco conocidos en la forja de un proceso político, cuya vigencia y fuerza creadora colocaron a la isla de Cuba ante un desafío colosal: salvar la Revolución de la hostilidad, acoso y aislamiento que impuso a ella la potencia más poderosa que jamás existió, defendiendo un ideal de justicia social, fraternidad humana e internacionalismo antiimperialista en el umbral del tercer milenio.





Eusebio Leal Spengler        
Historiador de la Ciudad de La Habana







Agradecimientos






Muchas veces, en el curso de mi vida, narré estas vivencias en conversaciones con amigos, compañeros de trabajo y otras personas, dentro y fuera de Cuba. Algunos de ellos, con mayor insistencia en los últimos años, me decían que las escribiera, para que la memoria de ciertos hechos no se perdiera irremediablemente.  Me di cuenta que me estaba volviendo viejo, más de lo que yo suponía, de lo contrario no habrían insistido tanto.


Por otra parte, realmente habían pasado los años, tantos que ya mi memoria empezaba a sufrir lagunas, a confundir fechas, enredar nombres y borrar, incluso, pasajes enteros de algún suceso más o menos notable.

Por fin, era tan cierto esto, que llegó la hora de jubilarme.  Estuve un tiempo dedicado a pensar en cómo llenar mi nueva vida de jubilado para seguir siendo útil a la Revolución, que ha sido mi gran aliento en el último medio siglo de existencia.  Y así surgió este libro, providencialmente, sin otro anhelo que mostrar, a través del relato de algunos acontecimientos que me tocó vivir, la grandeza de esa Revolución y de Fidel.

La empresa me obligó a exprimir la memoria, a buscar en sus vericuetos más recónditos, logrando rescatar recuerdos que yacían olvidados y al volver me sorprendieron. Allí habrían quedado para siempre, de no ser por este libro.

Sin embargo, aún habiendo recordado, nada habría sido posible sin el valioso concurso de aquellos que hicieron mucho más que alentarme y por quienes guardo una eterna deuda de agradecimiento.

En lugar destacado debo mencionar a los historiadores, Eusebio Leal, amigo de tantos años, Rolando Rodríguez y José Tabares, todos ellos brillantes y profundos estudiosos de nuestra historia, que con generosidad sin límite me entregaron algunos escritos de su sapiencia, gracias a los cuales pude redactar los capítulos relacionados con la historia y el futuro de Cuba.

Desde luego, con el mismo énfasis debo recordar a mi amigo chileno, Sergio Sánchez Bahamonde, que me animó a escribir, tuvo la paciencia de oír las “sepetecientas” versiones de mi relato y facilitó su publicación. Habiendo entablado conocimiento en la Yugoslavia de Tito, donde ambos fuimos embaja-dores de nuestros países, allí nos sorprendió la dolorosa noticia de la muerte del Presidente Allende y sus consecuencias.  Desde entonces cultivamos una amistad que hoy siento más profunda, admirado por la valentía y el optimismo que mi amigo exhibe para desafiar las penumbras.

También hago extensivo este agradecimiento a Francisco Martorell, reconocido escritor y periodista chileno, que se dio el tiempo para oír mi histo-ria, leer los primeros borradores, elaborar la pauta para ordenar los capítulos y aconsejarme conservar el estilo de lo ya escrito.

No puedo olvidar en esta relación a los compañeros Jorge Bolaños, Vice Ministro Primero de Relaciones Exteriores y amigo de toda una vida, y a Eduardo Bencomo, Presidente de la Corporación CIMEX y del Banco Financiero Internacional, que han hecho cuanto ha estado en sus manos para apoyarme.

Con seguridad, todo esfuerzo habría resultado aún vano sin la acogida generosa y solidaria de Ediciones LOM, muy especialmente de Silvia y Paulo, que confiaron en mi desordenado relato inicial y me incitaron a continuar.  Para ellos, mi más sincero y profundo agradecimiento.

Y por último, pero no por ello menor, mi gratitud a Ana María, mi esposa, que no sólo descifró y transcribió en la computadora cada uno de mis enmarañados manuscritos, sino que con amor, dedicación y esfuerzo, trabajando después de terminar su jornada como médico, restándole horas al sueño y al descanso, fue capaz de transformar mi estilo conciso y telegráfico –deformación profesional– de funcionario diplomático obligado a redactar informes durante treinta años, en un relato vívido, pletórico de imágenes, demostrando una fantasía ilimitada y un insospechado don para jugar con las palabras.
 








“Yo fui enemigo de Fidel”




I.                    Pelea con Fidel / 9


II.                 Remembranzas / 22


III.             Contexto histórico / 30


IV.             Período pre-revolucionario / 41


V.                 Triunfo revolucionario y encuentro con Fidel / 76


VI.             Los Tribunales Revolucionarios / 85


VII.          Embajador durante treinta años. Algunas anécdotas / 102

 

Polonia / 102

La Rana / 119

Yugoslavia / 125

Los No Alineados / 133

Ecuador / 137
Suecia / 147
Francia / 163
       La metamorfosis de Regis Debray / 169


VIII.      Cuba en el umbral del tercer milenio / 185










5. Contenido y estilo del libro:

Es un testimonio autobiográfico, inserto en la historia contemporánea de Cuba. En él, el autor relata su vida, algunos recuerdos de su niñez, su adolescencia, cuando se ve involucrado en la lucha de grupos, participando activamente en el acontecer político que tuvo lugar en Cuba durante los años 1945 a 1952, y que culminó en el golpe de Estado perpetrado por Fulgencio Batista.

En el curso de este período ingresa en la Escuela de Derecho de la Universidad de La Habana, donde encuentra al también joven estudiante, Fidel Castro Ruz, ya convertido en líder de su generación.

Como militante de uno de esos grupos que degeneraron en gangsteriles, el autor ve en Fidel a un rival que debe enfrentar. Dicha rivalidad alcanza su máxima expresión en una riña a golpes, en el propio recinto universitario, durante un mitin estudiantil.

A partir de este hecho que marcó su vida, el autor narra su participación en los sucesos trascendentales que vivió el país y que condujeron al triunfo de la Revolución cubana, el 1° de enero de 1959.

Siguiendo siempre un camino paralelo al de Fidel, que el autor consideraba su enemigo, combatió a la tiranía batistiana vinculado a diversas organizaciones revolucionarias. Durante este período de lucha clandestina en la ciudad, debió sufrir, en distintas ocasiones, los rigores de la prisión y la tortura, además del exilio.

En los meses que precedieron al triunfo, sirvió de enlace entre la ciudad y el frente guerrillero del Directorio Revolucionario, en la Sierra del Escambray, al cual se unió en las últimas semanas del año 1958, participando en los combates contra el ejército batistiano para tomar las ciudades de esa región, junto a la columna comandada por Ernesto Che Guevara.

Por su participación en la lucha clandestina y en la guerra de liberación, el autor alcanza el grado de Capitán del Ejército Rebelde.

Unos días después del 1° de enero de 1959, es nombrado Fiscal de los Tribunales Revolucionarios de La Cabaña y, luego de un inesperado y trascendental reencuentro con Fidel, es designado, también, Teniente Fiscal del Tribunal Supremo; ejerciendo ambas fiscalías durante los siguientes tres años.

En 1963, recibe el nombramiento de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Cuba, labor que desempeñó durante más de tres décadas, cumpliendo misiones diplomáticas en Polonia, Yugoslavia, Ecuador, Suecia e Islandia, y Francia.








I.       Pelea con Fidel



 Hace algunos años, en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, en un discurso pronunciado frente a los jóvenes estudiantes universitarios[1], el Comandante Fidel Castro, líder de la Revolución Cubana, decía:

“Y si me falta algo por decir es que, aunque aquí hubo luchas y hubo conflictos  - aquí en esta Universidad -  que he mencionado, unos cuantos de los que fueron enemigos aquí, y algunos de los que hasta quisieron matarme y estuvieron en planes para matarme, se unieron después a la revolución con el movimiento, sobretodo, en la Sierra Maestra, en la guerrilla.  Así que muchos de los que fueron adversarios aquí, y fuertes adversarios, después se unieron al Movimiento 26 de Julio, y lucharon, y algunos murieron, para que ustedes vean las paradojas que tiene la vida y como unos tiempos son sustituidos por otros.  Tuvieron confianza y se unieron.”

Yo fui uno de aquellos.  Fui enemigo de Fidel.

            Todo comenzó a fines de los 40, en la Universidad de La Habana, en donde ambos estudiábamos la carrera de Derecho y participábamos activamente en la política universitaria, aunque en bandos rivales.

            En 1945, dos años antes de empezar la universidad, yo había llegado a La Habana siendo un adolescente, sin ideas políticas, pero con sólidos principios de honestidad y justicia que había heredado de mi padre, juez de pueblo, y sobre todo, un tremendo gusto por la libertad y la aventura disfrutadas hasta ese momento, viviendo en el campo desde que tenía uso de razón.

            Por pura casualidad, en los altos del inmueble vecino a nuestra casa en La Habana funcionaba la sede de la Legión Revolucionaria de Cuba, presidida por Mario Salabarría, y en donde se fundó, poco después, el Movimiento Socialista Revolucionario, MSR, que dirigió Rolando Masferrer.

Recién llegado a la capital, con apenas quince años de edad, sin amigos aún, aburrido de la monotonía de la vida urbana, empecé a frecuentar a los vecinos de la Legión.  Me sentí  deslumbrado por su discurso encendido y sus planes grandilocuentes: iban a combatir la corrupción administrativa imperante y a hacer la revolución.  Yo ni siquiera sospechaba lo que esto quería decir, imaginando toda suerte de escaramuzas armadas que colmaban mis más descabelladas fantasías de aventura y acción.  Allí conocí a Rolando Masferrer.  Me impresionaron su inteligencia y cultura y, más aún, su fama de aguerrido luchador revolucionario que había ganado, merecidamente, al participar en la guerra civil española del lado republicano, donde había sido herido, quedando con una cojera permanente como trofeo de guerra.  Por eso le llamaban “El Cojo Masferrer.”  Lo que  en ese momento no supe fue que, al volver de la guerra, Masferrer había sido expulsado de las filas comunistas, a causa de su ego y ambición desmedidos.

De esta forma, cuando matriculé en la Universidad, en 1947, a punto de cumplir los dieciocho años, ya formaba parte del MSR y defendía sus intereses en todos los ámbitos de la política universitaria, desde una simple elección de delegado de aula, hasta en las asambleas de la FEU, Federación Estudiantil Universitaria.

            La Universidad de La Habana, desde aquellos años y aún hoy, se yergue en la cima de una colina en el centro de la capital, la Colina Universitaria, que los estudiantes llaman, simplemente, “la Colina”.  Ella se destaca por sobre la ciudad, luminosa y reverberante bajo el ardiente sol del Caribe.  Cual moderna villa medieval en miniatura se ve rodeada de muros altos, que circundan un perímetro de unos mil doscientos metros, protegiendo su precioso contenido de jóvenes estudiantes y viejos edificios, que han sido actores y testigos en el último siglo no sólo del arte de enseñar sino, además, y de manera protagónica, de la historia de Cuba.  En el centro de este conjunto hay un parque amplio, fresco y sombrío, llamado entonces “Plaza Cadenas”, en honor a uno de los rectores de la universidad, y hoy “Plaza Ignacio Agramonte”, como homenaje a la memoria de este prócer de nuestra independencia.  Bajo sus árboles  - laureles centenarios, de copas generosas y troncos inmensos, rugosos y envejecidos, engrosados pacientemente, año tras año -  que también han sido testigos de esta historia, se reúnen los jóvenes a estudiar, conversar, discutir, enamorar o, simplemente, escapar de la canícula.

En esa, mi época de estudiante, el país vivía uno de sus períodos más convulsos.  Era durante los gobiernos de Ramón Grau San Martín, apodado “Mongo Pillería” por el ingenio popular, que gobernó hasta 1948, siendo sucedido por Carlos Prío Socarrás, tanto o más corrupto que su predecesor, derrotado en marzo de 1952 por el golpe de Estado perpetrado por Fulgencio Batista.  Las grandes ciudades, en especial La Habana, bullían de conflictos políticos y sociales, y la Universidad era como un catalizador en el que tales conflictos se concentraban, se multiplicaban como bacterias en carne putrefacta y se manifestaban con una violencia desmesurada.  Todos los partidos políticos, algunos tradicionales, ciertos grupos pseudo revolucionarios y otros francamente gangsteriles, en fin, todas las corrientes políticas de la sociedad cubana estaban representadas en la Universidad.  Los estudiantes, en su mayoría, tomábamos partido por una u otra, de modo que la Colina Universitaria y la Plaza Cadenas eran terreno de batallas campales entre grupos rivales, a veces, con saldo sangriento.

El Movimiento Socialista Revolucionario, al que yo pertenecía, de revolucionario le fue quedando sólo el nombre.  Aunque en sus inicios algunos ideales lo habían inspirado, en sus estatutos no quedó ni un solo principio o anhelo que le hiciera merecer este apelativo.  Por el contrario, fue abandonando los pocos que tuvo alguna vez, actuando impulsado por puro afán de poder y usando métodos de inspiración mafiosa.  Hay que recordar que, en aquellos años, La Habana se estaba convirtiendo en el paraíso de ciertos negocios sucios y muy lucrativos de algunos hampones norteamericanos, como Lucky Luciano, que por medio de favores comprados a políticos y autoridades influyentes dominaban los cabarets, casinos, casas de juego y el tráfico de drogas.  Por tanto, imitando el estilo de estos capos del crimen organizado, el MSR luchaba por ganar posiciones de poder dentro de la FEU para, a través de ella, tener influencia en las elecciones de senadores y representantes, obtener cargos o prebendas de estos u otros funcionarios mediante soborno, chantaje o amedrentamiento.

Cuando empecé mi primer año de Derecho, Fidel estaba en tercero.  Joven alto, de porte atlético, muy comunicativo y jovial entre los colegas estudiantes, que acostumbraba vestir con traje sastre, de cuello y corbata, ya era un líder indiscutible en la Colina.  Aunque nunca se identificó con ninguno de los grupos que se disputaban el poder dentro de la Universidad, llegó a tener gran prestigio, autoridad e influencia ante la masa estudiantil.  Esto se debió a su gran capacidad de orador y su postura inflexible de oposición al gobierno, abogando siempre por las causas más justas, denunciando la corrupción administrativa, el latrocinio, los abusos de poder y las profundas injusticias sociales que aquejaban al país.  Sin dudas, era una figura destacada, no sólo como líder político sino, también, como estudiante aventajado y asiduo deportista.

Una de las anécdotas que evidencia su capacidad como estudiante fue la que me relató Maruja Iglesias, amiga de Fidel desde esa época y mía más tarde.  En nuestra carrera, Economía Política era una de las asignaturas más difíciles de aprobar; su profesor titular, el Sr. Portela, disfrutaba haciendo exámenes en los que suspendía a más del cincuenta por ciento de los alumnos que se presentaban.  Maruja y los amigos más cercanos a Fidel se extrañaron al verlo aprobar esta asignatura con tanta facilidad, casi sin estudiar, y lo interrogaron al respecto.  Fidel les demostró su método de estudio: tomó en sus manos una de las últimas conferencias del temido profesor Portela; concentrado, leyó en voz baja una página completa y, luego, la entregó a sus compañeros.  Entonces, haciendo gala de una prodigiosa memoria, repitió su contenido con puntos y comas, ante el asombro de todos.

De acuerdo con mi mentalidad de esos años, en medio de la lucha política que se libraba en el seno de la Universidad, cualquier otro grupo o individuo que pusiera en peligro los intereses del mio era un enemigo.  Fidel, con su tremendo carisma, era el rival más importante y había que hostigarlo, combatirlo a toda costa, para impedir que llegara a tomar posiciones importantes en la FEU.  Esta rivalidad culminó en un violento enfrentamiento entre ambos, que nos llevó de las palabras a los puños.

Ese día era uno como tantos otros en la Universidad.  Algunos estudiantes estaban en sus aulas y otros en la Plaza Cadenas, esperando el inicio de la clase siguiente.  Yo me encontraba con los de la plaza.  De pronto, alguien reconoció a Aureliano Sánchez Arango, Ministro de Educación de la época, saliendo del Decanato, sin que su presencia hubiese sido anunciada.  Los jóvenes, cuya animosidad en contra del gobierno o cualquiera de sus representantes había ido fermentando en el explosivo caldo de cultivo de las injusticias y corrupción imperantes, empezaron a rodear al ministro abucheándolo e increpándolo a gritos, con acusaciones de “¡Gobierno bandido, corrupto, ladrón, asesino!”  Aureliano, que era un personaje singular a quien conocí años mas tarde, no se amedrentó; por el contrario, en plan conciliador invitó a la joven muchedumbre a entrar al anfiteatro Méndez Peñate para dialogar.

            Este anfiteatro, el más grande de la Facultad de Derecho, con capacidad para unos doscientos estudiantes, de puntal muy alto y amplios ventanales, tan necesarios en el húmedo y sofocante verano isleño, tiene a su fondo una mesa tallada en caoba maciza, la mesa del profesor.  Hacia allí se dirigió el ministro, intentando aplacar los ánimos para poder decir algo; pero los estudiantes que habían llenado el anfiteatro, de pie, enardecidos y beligerantes, haciendo caso omiso de los cientos de pupitres disponibles, seguían increpándolo a viva voz.  Aureliano, al ver que nada lograría en medio de tal hostilidad, se escabulló hacia la salida.

Fidel era quien lidereaba esta repulsa.  Al salir Aureliano, se subió a la mesa del profesor y, desde lo alto de este improvisado escenario, siguió atacando al gobierno y a su ministro.  Yo, que había demorado un poco en darme cuenta del barullo, al llegar al anfiteatro y ver hablando a Fidel traté de acercarme a él, con el ánimo de enfrentarlo.  Como la multitud conglomerada alrededor de la mesa me impedía alcanzar esta tribuna, cuando estuve cerca de ella grité, para que todos pudiesen oír: “¡Oye, tu no eres más que un parásito económico de tu padre!”

En aquel entonces, yo sólo sabía  - y era lo que me importaba -  que su padre había llegado a Cuba integrando las tropas españolas y era un próspero terrateniente de la provincia de Oriente.  Sin embargo, hoy se sabe que llegó como simple soldado, habiendo sido un modesto campesino de Galicia.  Al terminar la guerra volvió a su patria y, más tarde, regresó a la isla como inmigrante, comenzando una nueva vida de trabajo y tesón que lo llevó a convertirse en propietario de plantaciones de caña de azúcar, en la oriental localidad de Birán, donde vivió hasta el fin de sus días.

Fidel, al oír mi acusación, giró su vista hacia el sitio donde yo me encontraba y mirándome de frente, señalándome con el índice de su brazo derecho extendido, me ripostó, a pleno pulmón: “Yo seré un parásito económico de mi padre, pero no tengo puestos en el gobierno.”

El contraataque me pilló por sorpresa.  Efectivamente, yo tenía un puesto en el gobierno: era maestro de inglés en una escuela pública nocturna, en el reparto de Luyanó, barrio popular humilde de La Habana; pero este empleo me lo había conseguido mi padre, mediante influencias con sus colegas magistrados.

Molesto por lo que me había dicho, traté de subirme a la mesa donde Fidel seguía erguido, para poder dirigirme al auditorio en igualdad de condiciones.  Supongo que, por los ánimos exaltados de todos, él se imaginó que yo lo iba a agredir y me lanzó una patada que alcancé a esquivar con mi antebrazo izquierdo.  Por la fuerza del golpe, el brazo retrocedió violentamente y el reloj que llevaba en la muñeca salió disparado por los aires, cayendo en algún lugar del anfiteatro.  Lo cierto es que, en el fragor de la lucha que siguió, me olvidé del reloj y más nunca apareció.

En ese momento, Evaristo Venereo, policía de la Universidad, personaje tenebroso que pertenecía a mi grupo, empujó a Fidel quien, al perder el equilibrio, saltó al suelo cayendo de pie muy cerca de donde yo estaba.  Allí mismo nos trenzamos a golpes.  Entre puñetazos, tropezones y bufidos avanzamos desde el anfiteatro hacia su salida, llegamos a la escalinata del edificio y bajamos dando traspiés, por sus seis o siete peldaños, hasta llegar al terreno de la plaza, donde seguimos enredados a golpes un rato más.  Al fin, otros estudiantes lograron separarnos y cada cual, sudoroso y revolcado, siguió su camino.  Así terminó este episodio.

Evaristo, el policía, mostró su naturaleza tenebrosa años después, en la Sierra Maestra, cuando fue detenido por el Comandante Juan Almeida, al comprobarse que tras sus fingidos deseos de incorporarse a la guerrilla, en realidad, su plan era asesinar a Fidel.

En la Universidad, Fidel y yo no volvimos a enfrentarnos, porque no tuvimos otra oportunidad.  El egresó poco después, mientras yo seguía en la Colina, asistiendo a clases y decepcionándome poco a poco de mis correligionarios del MSR, que habían olvidado hacía tiempo sus altruistas propósitos revolucionarios y ahora bailaban al desenfrenado ritmo de la corrupción oficial.

Un par de años más tarde, a fines de 1951, volví a encontrar a Fidel.  Esta vez, tampoco fue un encuentro amistoso.

Yo estaba terminando la carrera y trabajaba como procurador en el bufete de un conocido abogado de la Habana Vieja.  Mi trabajo consistía en caminar, día tras día, kilómetros y kilómetros, entregando cientos de demandas dirigidas a sus correspondientes cientos de deudores morosos, por las adoquinadas calles de la ciudad colonial, de aceras tan estrechas que apenas dejan espacio para dos transeúntes.  Tal es así, que si dos personas se encuentran en la misma acera, caminando en direcciones opuestas, es casi imposible evitar que sus ropas se rocen al cruzar.

Un día de esos iba yo caminando hacia mi próximo deudor moroso, por una de aquellas angostas calles coloniales, bajo el sol inclemente y abrasador del mediodía, sin un árbol a cuya sombra guarecerme, cuando a lo lejos veo venir a Fidel, en sentido contrario, por la misma acera.  Ambos nos reconocimos, nos erguimos, afirmamos el paso e, inevitablemente, nos encontramos frente a frente, detenidos a una distancia de un par de metros, sin que ninguno de los dos hiciera amago de apartarse para dejar paso al otro.  El no bajó la mirada, yo tampoco, y por espacio de unos segundos quedamos mirándonos ceñudos, tercos, con el cuerpo tenso, esperando lo que viniera.  Luego, sin mediar insultos, nos dijimos algunas frases airadas: “¿Y tu, todavía andas con tus amigos mafiosos?  ¿Y tu, todavía eres el mismo politiquero?”  Después, cada cual emprendió su camino, sin volver la cabeza.

Con este segundo encuentro, aunque limitado a un breve altercado verbal, estuve convencido que Fidel seguía siendo mi enemigo.

A propósito de este período, en el discurso pronunciado ante los jóvenes estudiantes universitarios en la inauguración del período académico 95/96, uno de cuyos fragmentos encabeza este capítulo, Fidel hizo un relato de la situación política del país y del ambiente que imperaba en la Universidad durante esos años que nos tocó vivir, cuando los estudiantes éramos nosotros.  Algunos de sus recuerdos los expresó así:

“En esta Universidad viví momentos difíciles, muy difíciles, tan difíciles que resulta un verdadero azar, incluso, el haber sobrevivido a aquellos años universitarios.  Libré luchas muy duras, con toda la persistencia y toda la decisión necesarias, hasta que después se acercaron otros años y otras épocas.

[…]

“Cuando llego a esta Universidad a finales del año 1945, estamos viviendo una de las peores épocas de la historia de nuestro país y una de las más decepcionantes.  Estoy viviendo realmente los rezagos de una revolución frustrada, que fue la revolución del 33, donde tuvo lugar una revolución realmente, porque la lucha contra Machado derivó en una revolución.

[…]

“Luego aquella revolución se frustra.  Después vinieron grandes luchas.  Vino la huelga de marzo de 1935, un intento de derrocar el gobierno, que fue reprimido a sangre y fuego por el gobierno de Batista, por los militares; sembraron el terror en la ciudad y en todo el país y frustraron la revolución.  No se sabe la secuela que tiene una revolución frustrada, aunque después siguió el proceso político.

[…]

“Va coincidiendo con ese momento que hay un cambio de gobierno en Cuba: pierde Batista las elecciones de 1944 y gana Grau.  Mucha gente se hizo la ilusión de que al fin había vuelto un gobierno del pueblo, un gobierno honesto, un gobierno casi revolucionario, pudiera decirse; pero ya aquella fuerza había sido sometida a la erosión de la política, a la politiquería y a la corrupción.
Una de las más grandes frustraciones de nuestro país fue lo que empezó a ocurrir a los pocos meses del gobierno de Grau.

[…]

“En ese momento ingreso en la Universidad, un año después del triunfo de Grau; ya empezaban las protestas por todas partes por los negocios sucios, las malversaciones.  En la Universidad hay, desde luego, efervescencia; muchos de los que estaban en aquel gobierno habían sido del Directorio Revolucionario, eran ministros.  Había una enorme confusión.

[…]

“Cuando llego a la Universidad con mi ignorancia, para los comunistas era un personaje extraño, porque decían: ‘Este, hijo de un terrateniente y graduado del Colegio de Belén, debe ser la cosa más reaccionaria del mundo’.  Algo casi que asustaba era yo para los pocos compañeros comunistas que había en la Universidad.  Había pocos, muy buenos, muy luchadores, muy activos; pero tenían que luchar en condiciones desfavorables.

              […]

“La Universidad se había convertido en un baluarte que estaba en manos del gobierno de Grau, las autoridades, todos los organismos nacionales de la Policía Judicial, Policía Secreta, Buró de Investigaciones de Actividades Enemigas  - no recuerdo exactamente cómo se llamaba -,  la Policía Nacional, todas esas instituciones estaban en manos del gobierno de Grau.  El Ejército era cosa aparte, para represiones mayores, si acaso había una gran huelga; pero la que se ocupaba de esas actividades era la Policía.  En la Universidad había una policía que estaba controlada totalmente por ellos.

[…]

“Hay que decir que en aquella época, y como consecuencia de una revolución frustrada  - como explicaba anteriormente -,  en el país había una serie de facciones llamadas revolucionarias, exaltadas en extremo por todos los medios de divulgación y generalmente aceptadas por una parte importante de la opinión pública, todas por algún antecedente, porque habían estado en esto o en lo otro.  Surgieron así una serie de grupos que empezaron siendo grupos revolucionarios; todos, desde luego, en relaciones con el gobierno, aunque con ciertas rivalidades entre ellos.

[…]

“Yo estoy aquí solo en la Universidad, absolutamente solo, cuando, de repente, en aquel proceso electoral universitario, me veo enfrentado a toda la mafia aquella que dominaba la Universidad.  Están decididos a impedir a toda costa la pérdida de la Universidad: controlaban, dije, el rectorado, controlaban la Policía Universitaria, controlaban la policía de la calle, lo controlaban todo.

[…]

“Aquello se tradujo para mí en una infinidad de peligros, porque el ambiente que yo observaba en la Universidad, desde que llegué el primer año  - aunque todavía era sostenible, nadie se ocupaba de nosotros -,  era un ambiente de fuerza, de miedo, de pistolas, de armas; y el grupo este que dominaba la Universidad estaba estrechamente vinculado al gobierno, tenía todo el apoyo del gobierno y todos los recursos y armas del gobierno.

[…]

“No voy a intentar ahora una historia pormenorizada sobre aquellos hechos; pero sí sé que las presiones físicas sobre uno eran muy fuertes, las amenazas eran muy fuertes, se acercaban las elecciones de la FEU y fue el momento en que aquella mafia me prohibe ingresar en la Universidad, no puedo volver más a la Universidad.

[…]

“Más de una vez lo he contado a los amigos.  No solo me fui a una playa a meditar, incluso lloré con mis 20 años, lloré, no por el hecho de que me prohibieran venir a la Universidad, sino porque iba a venir de todas maneras a la Universidad.  Ni se sabe cuánta gente era, una pandilla aquella, todas las autoridades, todo lo tenían, y decido volver, y volví armado.  Se podía decir que era el comienzo de mi peculiar lucha armada, porque la lucha armada en aquella circunstancia era casi imposible.

[…]

“Ahora, ¿por qué lloré?  Lloré porque pensaba que me tenía que sacrificar de todas formas, porque cómo después de la lucha que yo venía librando en la Universidad con el apoyo de los estudiantes universitarios, con el apoyo de la escuela, con un apoyo grande, casi total  - me refiero a los alumnos de mi curso y de los cursos que venían detrás, aunque también alumnos de otras escuelas -,  iba a aceptar la prohibición de volver a la Universidad, y tomo la decisión, me consigo un arma  - me dolía mucho pensar que tal vez nadie reconociera el mérito de aquella muerte, de que los propios enemigos serían los que escribirían la versión de lo que ocurriera aquí -;  pero yo estaba decidido a venir y no solo a venir, sino a vender caro mi vida.  No sabríamos cuántos serían los adversarios que tendrían que pagar junto conmigo aquel encuentro, y decido volver.  Realmente no lo dudé nunca ni un segundo.

[…]

“¿Qué es lo que impide que ese día yo muera?  Realmente este amigo tenía otros amigos, y había distinta gente, distintas organizaciones y bastante gente armada por dondequiera, algunos eran muchachos jóvenes, valiosos, valientes, y él toma la iniciativa.  Este era un amigo que tenía muy buenas relaciones con los estudiantes, y dice: ‘No te puedes sacrificar así.’  Y convenció a otros siete u ocho a que vinieran conmigo, gente que yo no conocía, la conocí por primera vez ese día.  Digo que eran excelentes.  He conocido hombres, he conocido combatientes, pero esos eran muchachos sanos, valientes.  Entonces ya no vine solo.

[…]

“Tenía arma, si, a veces tenía; pero entonces surgía otro problema en aquel enfrentamiento:  ellos tenían la Policía Universitaria, la policía de la calle, todos los organismos represivos que mencioné antes, tenían los tribunales, tenían el Tribunal de Urgencia, y había una ley en virtud de la cual, si usted usaba un arma, iba preso.  Entonces me encuentro con el tercer dilema: tengo que enfrentarme a aquella mafia armada y no puedo usar armas, porque si uso armas me sacan del juego y me meten preso.  Aquellos tribunales eran muy rigurosos y a exhortación del gobierno sacaban a cualquiera de la circulación; entonces tuve que seguir aquella lucha contra aquella banda armada, desarmado casi siempre, porque había solo ocasiones excepcionales en que conseguía un arma, ¡un arma, no tenía nada más! pero la mayor parte del tiempo estaba desarmado.

[…]

“Toda aquella batalla alrededor de la Universidad y de la posición de la Universidad frente al gobierno tuve que librarla, podemos decir, desarmado.  Por eso digo que era una lucha armada en condiciones muy peculiares, en que yo muchas veces lo que tenía era sólo la piel.  Y se cansaron de hacer planes de un tipo o de otro; el azar, la suerte…  Hubo una ocasión en que salió el aula entera de Antropología y fue conmigo hasta el lugar donde yo residía, rodeándome porque yo estaba desarmado, y ellos, los adversarios, organizados y armados allí.

[…]

“Porque si algo pude aprender, como una lección, en todos esos años en que había que desafiar la muerte desarmado muchas veces y casi todos los días, es que el enemigo respeta a los que no le temen, el enemigo respeta a los que lo desafían.



[…]

“Creo que en cualquier análisis que yo haga de mi propia vida, nada realmente tuvo más mérito en lo personal que el que tuvieron para mí aquellos años de lucha en la Universidad”.

Por mi parte, luego de este tormentoso período universitario, no volví a encontrar a Fidel, sino hasta siete años más tarde, pocos días después del triunfo revolucionario del 1° de enero de 1959.  Pero en los años anteriores a este, cuando estaba trabajando en la clandestinidad, especialmente cuando actuaba como enlace, subiendo noticias, armas y provisiones a los combatientes del Directorio Revolucionario que se habían hecho fuertes en la Sierra del Escambray, imaginaba que si me encontraba con él, que ya era comandante del Ejército Rebelde y líder indiscutible de la lucha contra la tiranía batistiana, mis problemas no se limitarían a una simple refriega o un intercambio de frases airadas.  Con la mentalidad gangsteril que había adquirido en las filas del MSR y la suposición de que Fidel me consideraba su enemigo, como yo a él, creía que si volvía a enfrentarlo mi vida no valdría un centavo.


[1] Fidel Castro Ruz: Discurso en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, en ocasión de la inauguración del período académico 95/96, 4 de septiembre de 1995.








II.      Remembranzas



Habanero de nacimiento, desde los cinco a los quince años crecí en un pueblo de campo donde mi padre era “El Señor Juez” con mayúscula, porque era el único.

Este pueblo, Corralillo, emplazado en la central provincia de Las Villas, a poca distancia de la costa norte, era el mismísimo paraíso para un niño de mi edad, porque pasaba los días retozando a mi antojo por la campiña cubana, entre palmas reales, algarrobos, almácigos de troncos rojos y ceibas centenarias, a cuyos pies descubría, con mezcla de curiosidad y horror, las ofrendas rituales  - gallinas prietas degolladas, platos de comida, trapos ensangrentados, atados de monedas y muñecos adornados con cintas multicolores -  depositadas allí por los santeros, en misteriosas ceremonias celebradas a la luz de la luna, murmurando mágicos conjuros de adoración del árbol sagrado y repitiendo ancestrales ritos traídos de Africa por sus antepasados esclavos.

Mis jornadas transcurrían idílicas, persiguiendo vacas cebú y carneros a todo galope, atrapando lagartijas y camaleones con una caña de pescar hecha de junco e hilo sustraído del costurero de mi madre, cazando arañas “pollito”  - tarántulas negras o cobrizas, peludas y enormes -  para enfrentarlas entre sí, en una batalla siempre encarnizada y mortal, o navegando sobre las aguas color esmeralda y turquesa de estos mares, en un pequeño velero que pedía prestado a algún pescador local.  Aunque también tenía obligaciones y deberes que cumplir, como estudiar, recibiendo las clases de educación primaria en mi casa, gracias a la dedicación de un profesor particular  - hombre santo, con paciencia de mártir -  que ocupaba gran parte de su tiempo intentando, en vano, imponer un poco de disciplina, para que yo permaneciera sentado mientras él impartía la lección diaria.

Otra de mis obligaciones, fruto de la devoción cristiana de mi madre, era la de ser monaguillo.  Tendría unos ocho años de edad y, como buen hijo del juez, debía ayudar algunos domingos en la misa de doce, vestido con una sotana color púrpura.  En esa época, el señor cura era el padre Teodocio, un anciano español, bonachón y panzudo, que llegaba cada tarde a conversar con mi progenitor, después de haber recorrido a buen paso las calles de Corralillo, visitando a sus fieles  - madres puérperas y sus críos recién nacidos, parroquianos enfermos y ancianos postrados -  para repartir bendiciones, oír secretos de confesión y otorgar la extremaunción, con generosidad, reserva y contrición, respectivamente, sudando a mares bajo su larga y negra sotana.

Uno de esos domingos en que oficiaba de monaguillo, en plena misa, con la iglesia llena hasta el tope, cuando trasladaba el libro de la eucaristía  - el misal -  de un extremo a otro del altar, cumpliendo el ritual de genuflexiones y reverencias aprendido de memoria, tropecé en los ribetes de mi sotana, demasiado grande para mis cortos años, y caí, cuan largo era, en el mismo centro del altar mayor.  El padre Teodocio, al ver el libro sagrado revolotear por los aires y un bulto escarlata informe  - yo -  cayendo enredado a sus pies, no pudo reprimir el sobresalto y lanzó un potente “¡Cooño!” que resonó en medio de la iglesia con ecos de sacrilegio, ante el silencio expectante de los pasmados feligreses y las muecas horrorizadas de las beatas, que se persignaban a velocidad redoblada.  Yo, todavía en el suelo, abochornado, con las mejillas encendidas rivalizando con el color de mi sotana, no sabía si hacerme el muerto, echarme a llorar o salir corriendo a toda velocidad.  El cura bondadoso, recuperado de la sorpresa, revolvió mis cabellos con su manaza artrítica, me ayudó a poner de pie y ordenó proseguir la liturgia.  Por suerte, a consecuencia de este tropiezo, mandaron a hacer una sotana a mi altura.

Otro de los curas de mi pueblo fue el padre Sardiñas, con quien establecí una estrecha amistad.  Yo andaba entonces por los catorce años y visitaba a menudo la casa de su familia, en Caibarién, donde organizábamos pasatiempos con sus hermanos menores que tenían unos años más que yo.  El sacerdote se convirtió más tarde en un personaje famoso, cuando se incorporó como capellán al Ejército Rebelde lidereado por Fidel, en la Sierra Maestra, llegando a alcanzar el grado de comandante.  Después del triunfo de la revolución lo volví a encontrar y ya vestía su sotana verde olivo, con los galones de comandante en las charreteras.

Así era mi vida en Corralillo, como uno más de los privilegiados hijos de las autoridades del pueblo y de la burguesía local.  Esta, que no era muy numerosa, ni muy opulenta, la constituían los dueños de fincas de los alrededores, nunca tan importantes como para llamarse latifundistas, los propietarios del modesto comercio local y los pocos adinerados de verdad.  Entre estos últimos estaba el dueño de los Baños de Elguea, una serie de manantiales de aguas termales a las que se atribuyen, aún hoy, diversas propiedades curativas del reuma, los eczemas y otros achaques, que a su vez era el boticario y vendía entre sus pócimas el “Agua de Carabaña,” de efecto purgante, proveniente de uno de los manantiales.  Finalmente, estaba la empresa norteamericana, dueña de las Minas de Motembo, que explotaba un yacimiento de petróleo prodigioso, agotado hace ya tiempo, en el que la nafta brotaba espontánea de la tierra, tan transparente y pura como salida de refinería.

            Todos ellos vivían en las mejores casas, que ocupaban ambos costados de la calle principal de Corralillo, de unas ocho cuadras de largo.  En el centro del pueblo estaba el parque, por supuesto, y a su alrededor la iglesia, el ayuntamiento, el juzgado y la barbería; un poco más lejos el correo, la botica y luego el comercio, con su tienda de abarrotes, carnicería, panadería y quincallería.  En un extremo de la calle estaba la estación de policía y, en el otro, el cuartel de la guardia rural, que pertenecía al ejército.  Detrás del pueblo, en una loma erizada de bohíos[1] humildes, cual más precario que el otro, con paredes de tronco de palma y techo de guano  - hoja seca de palma cana -  vivían los más pobres: negros y mulatos cortadores de caña, temporeros que trabajaban mientras había zafra y cuando esta terminaba tenían que sufrir las penurias del llamado “tiempo muerto”; y la servidumbre, empleada por los habitantes de la calle principal para cumplir las labores más arduas, como todo sirviente.

Mi padre, el señor juez, era una de las cuatro autoridades locales, junto con el alcalde, el cura párroco y el jefe de la policía.  Sin embargo, tuvo buen cuidado de minimizar los privilegios que su investidura traía aparejados, para impedir que yo gozara de ellos, considerándolos nocivos en el desarrollo de la personalidad de un niño.  Así, por ejemplo, cuando el circo se instalaba en el pueblo, o cualquier otro espectáculo venido de la capital, siempre rechazó las invitaciones que le obsequiaban los organizadores y que garantizaban a su familia los mejores asientos en el palco, prefiriendo comprar las entradas de su propio bolsillo.  También rechazaba, sin excepción, cualquier regalo que le hicieran, si él sospechaba que era para ganar sus favores.  Recuerdo que en una ocasión mandó devolver un caballo árabe pura sangre, de cuerpo blanco inmaculado, como el azúcar refino, que le había regalado uno de los gringos de las Minas de Motembo.  Nada le hizo cambiar de opinión, ni los consejos de los lugareños que alababan con entusiasmo la belleza de tan soberbio animal, ni la aparatosa rabieta que protagonicé, con llantos, hipos y lamentos estudiados, poniendo en juego todas las artimañas de mi persuasivo arsenal dramático infantil.  Me aconsejaba, además, ser amigo de todos los niños del pueblo, sin discriminarlos por su origen social o racial y, de hecho, la mayoría de mis amigos eran hijos de los habitantes del barrio de la loma, con quienes compartía juegos y travesuras.

            Una de estas travesuras y el consecuente castigo aleccionador de mi padre, fue la experiencia que dejó una de las huellas más profundas en mi memoria.  Yo tendría unos diez u once años de edad.  La mayoría de las casas de Cuba, en especial las de los pueblos, tienen un portal techado, sostenido por columnas, que abarca todo el frente y mira hacia la calle.  Al final de cada jornada de trabajo, después de un buen baño reparador, sus moradores se sientan allí, en cómodos sillones de balancín, a disfrutar de la fresca brisa vespertina, intercambiar saludos y comentarios con los transeúntes, jugar dominó y esperar la hora de la cena.  Una noche, cuando los vecinos del pueblo dormían, mis amigos y yo, por pura diversión, sacamos todos los sillones de sus portales y los apilamos en el centro del parque.  A la mañana siguiente se armó la gran batahola: cada cual, a regañadientes, tuvo que recuperar su sillón y arrastrarlo hasta el portal correspondiente, refunfuñando maldiciones contra los autores del vandalismo y pidiendo la intervención del Señor Juez.

Mi padre, con mirada severa y voz grave, sólo necesitó hacer dos preguntas para que yo confesara mi participación en el desmán de autoría colectiva.  Acto seguido, me llevó al vivac  - cárcel provisional -  de la estación de policía y me encerró en uno de sus calabozos.  Lo peor fue que, pocos días antes, en ese mismo calabozo se había ahorcado un preso y al conocer la macabra noticia un grupo de niños del pueblo, entre los que me encontraba, azuzados por el morbo propio de la edad habíamos corrido a ver el espectáculo horrendo del cuerpo suspendido, con el rostro abotargado y la lengua tumefacta y negruzca.  De modo que, entre rejas, en el calabozo del ahorcado, aterrorizado por el recuerdo de su imagen que parecía estar aún balanceándose ante mis ojos, sin siquiera atreverme a pestañear, pasé la noche en vela más espeluznante de toda mi vida.

            Cuando cumplí doce años, la edad de ir a la escuela secundaria, mi padre decidió matricularme como alumno interno en el Colegio Baldor, un costoso establecimiento laico de estricta disciplina donde se educaban los hijos de la burguesía habanera.  Aún a costa del sacrificio que significaba pagar la onerosa matrícula con sus ingresos de modesto juez de pueblo, en su afán por proporcionarme los mejores medios para triunfar en la sociedad de entonces, es decir, mantener una posición de privilegios, no dudó en haber tomado la mejor decisión:  no sólo recibiría una educación sólida, garantía de ingreso a la universidad, sino que, además, me relacionaría, establecería vínculos de amistad con los hijos de los adinerados y poderosos grandes comerciantes e influyentes políticos habaneros.

Sin embargo, cuando mi madre me dejó en el internado del colegio, en manos de un estirado y serio personaje; cuando me vi solo, encerrado entre las cuatro paredes del lúgubre edificio, yo, que hasta ese mismo día había vivido libre como una criatura salvaje, no pude soportar ni la primera noche, que pasé ansioso, sin poder conciliar el sueño, vigilando la salida del sol.

Apenas llegado el amanecer, armándome de valor, con las manos sudorosas y frías, el corazón palpitando a ritmo de caballo desbocado y un temblor incontenible estremeciendo mis rodillas, decidí ir a buscar a mi madre y volver con ella a mi querido pueblo, mi paraíso personal en Corralillo.  Ni siquiera tenía conciencia de estar protagonizando una fuga.  Salté el muro del fondo del internado, no sin dificultad, cayendo estrepitosamente al otro lado, en el patio de la casa vecina, sobre una jaula llena de gallinas.  Antes que el cacareo escandaloso de las plumíferas me delatara, corrí hasta la verja de salida y alcancé la calle, todo magullado, con las ropas embadurnadas de excremento y plumas, pero feliz de alejarme de ese espantoso porvenir.

A poco andar, ya más calmado, tomé conciencia que no conocía La Habana y ni siquiera sabía la dirección de la casa de los parientes que nos habían acogido el mismo día de mi entrada al internado, en donde mi madre alojaría dos noches, antes de regresar al campo.  Haciendo un esfuerzo de memoria recordé el trayecto hecho el día anterior, desde esa casa hasta el Baldor, concluyendo que no debía estar muy lejos.  Además, recordé que a su lado había una emisora radial, “Radio Cadena Suaritos,” con una enorme antena en el techo.

Escrutando con la mirada por encima de los tejados, caminé decenas de cuadras siguiendo esta señal y por fin llegué, sano y salvo, aunque oliendo a estiércol, a la casa de los parientes.  Estos, al verme aparecer, fueron a avisar a mi madre con gritos tanto o más chillones que el alarmado cacareo de las gallinas.  Ella, después de llorar en silencio por un rato, secó sus lágrimas con el diminuto pañuelo orlado de encaje que escondía dentro de la manga, se vistió, maquilló y peinó sin decir una palabra y, tomándome firmemente de la mano, me condujo de vuelta al Baldor.  Allí, el director no quiso oír explicaciones, no admitió razones, argumentos, ni disculpas y determinó que mi paso por ese “prestigioso establecimiento que, él, a mucha honra dirigía” había llegado a su fin.  Yo, aunque arrepentido de haber provocado suspiros entrecortados y miradas lánguidas de mi madre, sentí volver mi alma al cuerpo.  Al día siguiente, regresamos a Corralillo.

            Mi padre, después de ser informado de mi bochornosa escapada, me encerró en el dormitorio y estuvo sin hablarme durante una semana.  Al cabo, me mandó buscar, y en su despacho, que olía a papeles viejos, libracos de leyes con el lomo de cuero, maderas preciosas y tabaco de Vuelta Abajo, me comunicó, en el tono de voz perentorio que usaba para dictar sentencia, que me había matriculado en el colegio “Sagrado Corazón”, de Sagua la Grande, regentado por curas jesuitas, y que viviría en la pensión del maestro Luis Espinoza quien, con el tiempo, se convirtió en uno de los personajes más queridos y notables de mi infancia.

            Sagua la Grande, una ciudad importante de la antigua provincia de Las Villas, distante un centenar de kilómetros de Corralillo, debía su fama a los ingenios azucareros que convertían en azúcar morena las extensas plantaciones de caña circundante y que, en plena zafra, saturaban el aire de un aroma dulzón y agrio, tan intenso que se podía paladear, y de minúsculos filamentos de hollín cuando la caña era quemada para facilitar el corte, que lo tiznaban todo, inerte o vivo, humano o animal, introduciéndose por pliegues y recovecos, ennegreciendo como carbón los puños de las camisas, los orificios de la nariz y las arrugas del cuello.  Esta ciudad poseía, además, una fundición de hierro emplazada en las cercanías y un puerto, un poco más distante, Isabela de Sagua, desde donde zarpaban los barcos, abarrotados de azúcar y piezas metálicas, hacia la capital y otros destinos.

Durante mis primeros meses allí, siempre tenía prisa por regresar a mi pueblo y lo hacía en tren, los fines de semana y todas las veces que lo consintieran mis padres.  La ciudad no era mi mundo y sus atractivos no podían competir con los de mi pequeño nirvana rural.

En ese momento crucial, cuando ya estaba a punto de fugarme otra vez, llegó Antonio Oceja Madrazo a salvarme.  Me conocía desde niño, por haber sido secretario de mi padre durante varios años en el juzgado de Corralillo, llegando a convertirse en su amigo íntimo.  En esa época vivía en Sagua y me visitaba casi a diario en la pensión.  Me sacaba a pasear, me llevaba al cine, o me invitaba a merendar unos espectaculares granizados  - conos de hielo frappé, endulzado con colorido jarabe de fruta -  en alguna de las cafeterías cercanas.  También me llevaba a contemplar el río que atravesaba la ciudad, el más caudaloso del mundo, de acuerdo a mi concepto del mundo en aquellos años.  En una de sus orillas nos sentábamos a lamer el granizado y a observar los botes que pululaban como moscas, mientras yo lanzaba miradas furtivas, por el rabillo del ojo, hacia la margen opuesta, donde estaba instalado el lupanar del pueblo, que era objeto de comentarios en voz baja entre los muchachos de la pensión y de las airadas protestas de las damas respetables de Sagua.  Pero, sobre todo, me aconsejaba: me decía que aprovechara la oportunidad de estar estudiando en un buen colegio de la ciudad, que no todos los niños tenían mi suerte, que el tiempo pasaría volando y de a poco me acostumbraría a mi nueva vida.  Gracias a su dedicación me quedé en Sagua; con el tiempo, fui apreciando los nuevos atractivos que esta villa ofrecía y espaciando, cada vez más, los viajes a Corralillo.  Antonio Oceja Madrazo, con su afecto de hombre sabio y el sólido apoyo de un amigo de verdad, me ayudó a romper el cordón umbilical de mi niñez y a empinarme hacia la adolescencia.

            En la pensión de Luis Espinoza, que además de ser el dueño y el profesor que nos impartía clases particulares de matemáticas a sus pensionados, cuatro salvajes pueblerinos, tuvimos el privilegio de recibir sus lecciones de humor didáctico, rectitud, buenos modales y perseverancia a toda prueba.  Aún disfruto recordando sus métodos para acaparar nuestra atención, como cuando estaba escribiendo ejercicios en la pizarra y percibía movimientos o murmullos a sus espaldas; entonces, se volteaba de improviso y, cual lanzador de béisbol de las grandes ligas, disparaba veloz y certera la barra de tiza que, invariablemente, daba en el blanco: la cabeza de uno de los indisciplinados.  En otras ocasiones, sentados a la mesa después de haber engullido un sabroso plato criollo preparado por su señora, si los jóvenes llevábamos la tertulia a temas poco apropiados, él nos aleccionaba:  “Señores, en la mesa sólo se habla de mujeres, música y flores”.  Y cuando nos veía perdiendo el tiempo, dando vueltas como renacuajos desesperados en un charco a medio secar, o amodorrados, con la mirada estrábica, estupefacta, perdida en el infinito, a años luz de los libros de estudio, nos arengaba:  “¡Tienen que estudiar!  ¡Si se va la luz, enciendan un farolillo; si se apaga este, enciendan una vela; y si se consume la vela, le dan candela a la casa; pero mientras esté ardiendo la última lumbre, tienen que seguir estudiando!”   Fue él quien me preparó y presentó para ingresar al bachillerato.  Los curas jesuitas del Sagrado Corazón, no quisieron arriesgar su prestigio.  Y lo logré.  Luis Espinoza no fue, pues, un simple dueño de pensión o maestro, fue un educador excepcional, un inculcador de valores humanos, un hombre cabal y ameno, un inolvidable tutor y amigo.

            Así transcurrió mi infancia y parte de mi adolescencia, hasta 1945, cuando tenía quince años de edad y mi padre fue nombrado juez de otro pueblo, cercano a La Habana.  Nos trasladamos a vivir a la capital, a una casa en el Vedado, cuyos vecinos, sin proponérselo, me condujeron a recorrer el deslumbrante camino de la revolución.


[1] Vivienda rudimentaria de los aborígenes y, por extensión, casa campesina pobre, hecha de troncos, ramas, cañas o paja.






III.    Contexto Histórico



            Un riguroso investigador de nuestra historia, Rolando Rodríguez, afirma: “Para comprender el árbol deben de examinársele las raíces.  Para comprender la Cuba de hoy y la de mañana hay que aproximarse, aunque sea sucintamente, a su ayer”.

Siendo fiel a esta premisa, no pretendo hacer un relato detallado de la historia de Cuba, sino algo muy somero, necesario para saber que esta ha sido un proceso ininterrumpido, natural y fecundo en pos de la libertad; como una criatura que fue concebida en el primer acto de rebeldía en contra del conquistador español, se fue gestando en cada una de las etapas de lucha independentista y antimperialista, y vio la luz con el triunfo de la revolución.

La isla de Cuba, vasta y maravillosa, fue habitada hace ya tantísimos años que hoy los estudiosos hallan el rastro del hombre primitivo a siete u ocho mil años de distancia, tal vez más.  De estilos de vida arcaicos, cazadores y recolectores unos, de cultura agroalfarera otros, siboneyes y taínos constituían sociedades tribales en armonía, gracias a la generosa naturaleza insular, con su clima bondadoso, una flora pródiga en frutos comestibles y el mar abundante de peces.

Cuando Colón desembarcó en Cuba, el 28 de octubre de 1492, en su viaje inicial al Nuevo Mundo, fue recibido por los indígenas con sorpresa y curiosidad, nunca con hostilidad.  Al parecer, estos extraños visitantes llegados en enormes naos de vela fueron confundidos con enviados de los dioses, no sólo por su tez clara, rostros barbudos y vestimentas abigarradas, sino sobre todo por su tecnología de guerra: armaduras relucientes que formaban un solo cuerpo con el caballo, cuchillos y espadas de acero, arcabuces y cañones que escupían fuego mortal, amén de objetos como espejos, cruces, calderos de cobre y latón, y un sinfín de otros utensilios desconocidos por los aborígenes.

“Hemos venido aquí para servir a Dios y para hacernos ricos”, fue el lema de los conquistadores.  Con la cruz y la espada, los sacerdotes reclamaron las almas de los indígenas y los hombres de armas se apoderaron de la riqueza de la tierra, sometiéndolos al trabajo esclavo.  En última instancia, ambos propósitos resultaron destructivos para los nativos habitantes de la isla y otros pueblos americanos.  El primero, los despojó de su religión y su cultura; el segundo, los privó de su libertad y en muchos casos de sus vidas.

Diezmado por el trato salvaje, los trabajos forzados y las enfermedades  - viruela, disentería y sífilis, entre otras -  que los españoles trajeron consigo, el indio, cultural y étnicamente, se extinguió para quedar como una gota de sangre en nuestras venas y dejar paso, por el camino abierto por sus huellas, a la sangre de decenas de miles de esclavos africanos, que lo suplieron en la mina y en las plantaciones.

Para imaginar los sufrimientos de estos nativos habitantes de Cuba resulta significativo un relato de la época.  Hatuey, cacique indio que había manifestado rebeldía negando someterse a la voluntad de los conquistadores, fue apresado y condenado a morir en la hoguera.  Antes de la ejecución, un sacerdote ofreció bautizarlo, argumentando que así, al morir, su alma hecha cristiana iría al cielo, de lo contrario, se condenaría hereje a los castigos eternos del infierno.  El rebelde quiso saber si en el cielo había españoles.  Al responderle que sí, rechazó ser bautizado, afirmando que ese cielo cristiano no podía ser un buen sitio si en él tenían cabida los invasores españoles y prefería condenarse en el infierno.

Después de los primeros años de colonización, exterminados los indios y convencidos de que no sería en Cuba donde hallarían el mítico El Dorado, los españoles convirtieron la isla, gracias a su excelente puerto y a su posición estratégica, en la principal estación naval del Nuevo Mundo, donde concentraban los barcos de la flota de las Indias, cargados de oro y plata, piedras preciosas, tabaco y miel, y todas las demás riquezas saqueadas de sus colonias de América, antes de iniciar la travesía de vuelta a España.

La nacionalidad cubana fue forjándose a partir de los descendientes de aquellos poderosos señores españoles, beneficiarios de las mercedes de las encomiendas, que se asentaron para dedicarse a la agricultura, el cultivo del tabaco, la ganadería y el comercio, llegando a acumular fortunas fabulosas sostenidas por el trabajo esclavo; y de otros menos afortunados, los artesanos, músicos y cantores, maestrillos de escasas escuelas, alarifes, constructores de navíos, pintores, soldadesca de pardos y morenos, blancos pobres y negros libres que encontraron manumisión en la carta de libertad obtenida por acto generoso o por el temor a Dios de un señor moribundo.

Tales gentes realizaron la invención de nuestras ciudades y, por largos años, estuvieron obligados a pagar fuertes tributos y vender sus productos a la metrópoli, en virtud del monopolio comercial establecido por España mediante el  pacto colonial.  Con el correr del tiempo, supieron desobedecer las restricciones impuestas por la corona y eludir su control, organizando un hábil comercio ilegal con corsarios y colonias vecinas.

En los albores del siglo XIX, la isla, española y criolla al mismo tiempo, no enfrentaba grandes contradicciones económicas con la Madre Patria y los vientos emancipadores que recorrían América no la conmovieron, siéndole otorgado el título de “La Siempre Fiel”, por el rey Fernando VII.  Así, mientras los pueblos americanos se iban independizando uno tras otro, Cuba permaneció subyugada, como la última posesión de España en las Indias Occidentales.  Ello dio lugar a que en la isla se concentrara un ejército formidable, que tenía orden de aplastar cualquier revuelta independentista, por insignificante que fuera.  En efecto, durante la primera mitad de este siglo, los gobernantes de Cuba reprimieron salvajemente las rebeliones de negros esclavos y las escasas conspiraciones criollas inspiradas en las gestas libertarias de Bolívar y Sucre, San Martín y O’Higgins.

Sin embargo, no todos los que luchaban por la independencia anhelaban la libertad para Cuba; también hubo quienes integraron la corriente “anexionista”, que postulaba su anexión a los Estados Unidos de Norteamérica, ese vecino del norte que ya imponía su expansión económica y territorial con fuerza incontenible.

La progresiva emancipación de las colonias americanas contribuyó a la crisis de la monarquía española, en total bancarrota, de cuyo viejo imperio ultramarino apenas quedaban Cuba, Puerto Rico y Filipinas.  Sumida en este descalabro, en septiembre de 1868, España fue convulsionada por la sublevación gaditana y la reina Isabel II obligada al exilio, en medio de gran expectación e incertidumbre.  Cuando la opinión no se reponía aún de tan extraordinario suceso, se tuvo noticia del chispazo de Lares en Puerto Rico y un par de semanas más tarde, en la madrugada del 10 de octubre, la isla de Cuba se vio sacudida por la inquietud que precede a los grandes acontecimientos de la historia: en el patio de un ingenio azucarero había sido lanzado el primer clamor de independencia, “El grito de Yara.”

Correspondió a Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, de ilustre cuna, vasta cultura y no poca fortuna personal, encabezar el movimiento que durante una década enfrentó en suelo cubano a los criollos de ayer, devenidos cubanos, llamados “hijos del país”, contra sus poderosos y esforzados contendientes.  Este patriota, considerado Padre de la Patria cubana, protagonizó el inicio de la “Guerra de los Diez Años” incendiando el ingenio de su hacienda, “La Demajagua”, y otorgando la libertad a sus esclavos, muchos de los cuales se sumaron a las filas del naciente ejército libertador, constituyendo la fuerza temible que hizo temblar a las huestes españolas: el ejército mambí.

De España, en sucesivas expediciones partieron los batallones a la campaña insular. En la confusión de los combates, en arranques de heroísmo impar y épicas hazañas, fueron creciendo las leyendas de los jefes insurrectos, con nombres como los del generalísimo Máximo Gómez, el mayor general Ignacio Agramonte y Loinaz, y el más célebre general mambí, el mulato Antonio Maceo y Grajales.

Incontables cronistas pudieron escribir de la epopeya de aquella década, mas, de los testimonios que hoy ya cubrió el polvo del tiempo, es válido tomar el del general español Teófilo Ochando:

(…) han mostrado una agilidad, un ánimo, sangre fría y sagacidad tales que ayudados por su conocimiento del monte, hacía de cada uno de ellos un jefe, y de todos, un enemigo terrible por su astucia, audacia y movilidad, como si con la sangre española hubieran heredado las cualidades instintivas de los guerrilleros, que tan pródigamente ha producido nuestra patria desde Viriato a Mina.[1]

De aquellos hombres, Fidel ha dicho: “Nosotros, entonces, hubiéramos sido como ellos.  Ellos, hoy, serían como nosotros”.

Pero la Guerra de los Diez Años fue despojada de su mayor anhelo: la independencia.  España, que vivía el triunfo de los alfonsinos y la restauración Borbónica en la persona de Alfonso XII, nombró jefe de las fuerzas españolas en Cuba al general Arsenio Martínez Campos.  Este, al frente de un ejército de 20.000 hombres, negoció la tregua con los sectores más moderados de los insurrectos a cambio de un indulto general, la abolición de la esclavitud y medidas de reforma político-administrativa que facilitaran la autonomía.  De este modo, el 10 de febrero de 1878, se firmó “El Pacto del Zanjón”.

Sin embargo, entre los generales cubanos surgió la voz potente y digna de Antonio Maceo y Grajales, llamado con admiración “El Titán de bronce”, que negó reconocer y firmar el pacto bochornoso, declarándose en rebeldía mediante el documento conocido como “La Protesta de Baraguá”.

Aunque el Pacto del Zanjón había dado por concluida la Guerra de los Diez Años, esta fue mucho más que la suma de sus escaramuzas militares: ella significó el nacimiento de la nación cubana.  Del caudal heterogéneo de sentimientos, razas, credos e ideales; de tanto sacrificio, lágrima, dolor y heroísmo, adquirióse la íntima conciencia de que algo trascendental y de suyo mayor había surgido.  Así, dentro y fuera del país, un grupo constante y creciente abogaba por la independencia, interrumpiendo aquella paz relativa con algunas expediciones y tentativas que finalizaron, en su casi totalidad, con la ofrenda de la vida por parte de los patriotas impacientes.

Otra vez, con los mismos propósitos, en 1879 (la Guerra Chiquita) y 1895, los cubanos se lanzaron a la empresa.  Al tercer esfuerzo, bajo el liderazgo de Martí, estalló la etapa definitiva de esta larga guerra por la independencia cubana.

José Martí, hijo de valenciano y de canaria, nacido en La Habana el 28 de enero de 1853, en su corta vida acumulaba la experiencia del presidio político y el exilio.  A los 17 años, en marzo de 1870, fue sentenciado a seis años de trabajos forzados.  “Con sus tobillos ceñidos por grilletes, en los cuales una huella perpetua sería para él un estigma de honor, iría a parar para redimir su condena a las canteras de San Lázaro”.[2]  Más tarde, fue deportado a España, donde bebió en la fuente de los clásicos del pensamiento, que marcaron su verso y su prosa con energía renovada y arrebatadora, llegando a conocer el alma profunda y la fibra más íntima del ser español.

Viajó por “esta América nuestra”, que reconoció una y distinta en su diversidad, en su pasado y en su destino, de la América del Norte.  Ejerció el periodismo con agilidad extrema, en crónicas que expresan la frescura y la profundidad de quien dominaba varias lenguas y no se conformó, jamás, con lo trivial o lo perecedero.  Poseía, además, una simpatía y una capacidad de trabajo que a todos asombraba.  Un día pudo decir de sí mismo: “No vivimos en paseos y en orgías, sino regando la sangre por la tierra, y con la transparencia y la humildad de los apóstoles”.  Y así le llamó su pueblo: El Apóstol.

En el exilio, Martí desplegó una incansable labor por la libertad de Cuba y la unificación de todos los cubanos.  Así, el 10 de abril de 1892, fundó en los Estados Unidos el Partido Revolucionario Cubano, partido único que congregó a todas las fuerzas patriotas dispuestas a luchar por la independencia que, según su pensamiento, debía ser hecha “con todos y para el bien de todos” y, por doloroso que fuese, debía nacer de una guerra que él consideró primero inevitable, y luego necesaria.  Y no le faltaba razón.  Muy pronto, su mirada perspicaz supo descubrir, durante su permanencia en Estados Unidos, “ese Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, los planes de expansión y dominio que hervían en las entrañas del monstruo y se cernían sobre el Caribe y América.  A este fenómeno le llamó imperialismo, e intuyó con toda nitidez la urgencia de salvar a la nación futura de las apetencias del poderoso vecino.

Estas apetencias no eran nada recientes.  Tan temprano como en 1803, un ilustre presidente de Estados Unidos, Thomas Jefferson, ya había postulado que Cuba era indispensable para la seguridad de su país, a causa de su posición geográfica, y a sus manos debía pasar cuando se dieran las condiciones propicias.  Otro presidente estadounidense, John Quincy Adams, proclamaría dos décadas después la teoría de la fruta madura: Cuba, cuando llegara su momento, como si fuera una fruta, caería del árbol a la que estaba sujeta  - la corona española -  y se depositaría en el regazo de la Unión.  Más adelante no serían pocos los intentos de adquirir la isla.  Entre otros presidentes lo intentarían Pierce y Buchanan.  Mas, España siempre los rechazó.

Después de una minuciosa preparación, el 24 de febrero de 1895 estalló la insurrección en la isla.  El 1° de abril el mayor general Antonio Maceo desembarcó en Duaba, no lejos de Baracoa, y el 11 del propio mes, a la luz de la luna, lo hicieron Martí y Máximo Gómez, por Playitas, una pequeña ensenada en la costa del Cajobabo.

Así comenzó lo que Martí llamara “la guerra necesaria”.  Si la de los Diez Años impuso a España y a Cuba un elevado sacrificio, esta no sería menos cruenta y llena de aflicciones.

Un mes más tarde, el 19 de mayo, El Apóstol cayó herido de muerte por balas españolas, durante una escaramuza en el sitio llamado Dos Ríos.  El día antes de morir, en carta inconclusa dirigida a su amigo mexicano, Manuel Mercado, Martí dejó constancia de los móviles más secretos de su actuación y entregó un legado fuerte y perdurable para su pueblo, al decir: “Ya estoy todos los días en peligro de dar la vida por mi país y por mi deber  - puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo -  de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América.  Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso.  En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin (…) Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas: -y mi honda es la de David”.[3]

A diferencia de las contiendas anteriores, esta se extendería a todo lo largo y ancho de la isla.  La campaña, iniciada en Oriente, fue avanzando hacia Occidente en la llamada “Invasión”.  El ejército mambí, nutrido de hombres blancos, mulatos y negros, nacidos libres unos y esclavos otros, muchos de ellos desarrapados y descalzos, hizo temblar a las tropas españolas cuando oían el toque a degüello: toque de trompeta que daba la orden de iniciar la temida carga al machete.  Al grito de ¡Viva Cuba libre!, los mambises embestían galopando, machete en ristre, a los soldados españoles armados de mosquetes y fusiles, que después de dar batalla iban cediendo terreno y, en la prisa, abandonando armas y enseres.  De esta forma, el ejército de la manigua pudo perforar la “Trocha de Júcaro a Morón”, soberbia línea defensiva hecha de fortalezas y empalizadas, que cruzaba la isla de norte a sur y era considerada inexpugnable por el adversario.  Al perderla, sus tropas se vieron obligadas a retroceder y las columnas invasoras pudieron marchar a paso forzado.  En este avance, el fuego arrasaría casi en su totalidad el potencial azucarero, considerado como soporte de la política militar española, apoyada en la consigna de enviar a Cuba hasta el último hombre y hasta la última peseta.

Salvar a ultranza el Occidente del país de la ruina inminente, fue en esencia la estrategia de las agrupaciones militares enemigas que intentaron en vano, en todo el territorio de Las Villas, cerrar el paso a la columna invasora de Maceo.  Sin embargo, esta cruzó los límites de la provincia de Matanzas, penetró en territorios de La Habana y se escucharon, como nunca antes, las marchas militares y el tropel de los pasos de ambos ejércitos en las occidentales serranías pinareñas.

Conmovida la isla y la corona española, ante la expectativa del mundo parecía decidirse el destino del país tan anhelado.

La suerte estaba echada a favor de la independencia cuando se dejó sentir, en toda su amenazadora intención, el voraz expansionismo norteamericano.  La voladura de su acorazado “Maine” en el puerto de La Habana, el 15 de febrero de 1898, fue preludio y pretexto de la declaración de guerra que, sustentada en el supuesto de un sabotaje español, enmascaraba el sueño largamente acariciado por los gobernantes del Norte, de decidir a su antojo el porvenir de Cuba y Puerto Rico y, de paso, el de Filipinas.

De este modo, Estados Unidos encontró la manera de entrometerse en el conflicto y le declaró la guerra a España, aunque no para independizar a Cuba.  Cómo iba a ser así, si en el mensaje del presidente McKinley al congreso, en el que dejó planteada la guerra, aseguró que hostilizaría, si era necesario, a ambos contendientes.  De lo que se trataba era, pues, de apoderarse de la fruta tanto tiempo apetecida, ya no solo por razones geopolíticas sino también económicas.

La guerra Hispano-estadounidense estalló el 21 de abril del propio año y dejó escuchar el eco de sus cañones en las inmediaciones de la bahía de Santiago de Cuba, cuyos habitantes contemplaron impávidos el hundimiento de los navíos españoles uno tras otro, bajo el fuego de la armada norteamericana.  Impresionante símbolo del ocaso de la soberanía española.

A la evacuación del exhausto ejército expedicionario le sucedió la ocupación militar norteamericana.  Estando acampado el General en jefe del Ejército Libertador de Cuba, Máximo Gómez, en Caibarién, el 8 de enero de 1899, escribió en su Diario de Campaña:

Tristes se han ido ellos y tristes hemos quedado nosotros; porque un poder extranjero los ha sustituido.  Yo soñaba con la Paz con España, yo esperaba despedir con respeto a los valientes soldados españoles, con los cuales nos encontramos siempre frente a frente en los campos de batalla; pero la palabra, Paz y Libertad, no debía inspirar más que amor y fraternidad en la mañana de concordia entre los encarnizados combatientes de la víspera.  Pero los Americanos han amargado con su tutela impuesta por la fuerza, la alegría de los cubanos vencedores; y no supieron endulzar la pena de los vencidos.
La situación, pues, que se le ha creado a este Pueblo; de miseria material y de apenamiento, por estar cohibido en todos sus actos de soberanía, es cada día más aflictiva, y el día que termine tan extraña situación, es posible que no dejen los americanos aquí ni un adarme de simpatía.

Con la intervención norteamericana, no sólo España perdió a Cuba sino que a esta le fue arrebatada su independencia.  Se llevaron a cabo conversaciones entre Estados Unidos y España, dejando al margen a los generales independentistas.  Se prohibió el ingreso de los combatientes cubanos a las principales ciudades, tomadas por el ejército norteamericano, y se les obligó a entregar las armas.

Esta nueva usurpación de nuestra libertad se consumó con el Tratado de París, firmado por España y Estados Unidos en la ciudad de Versalles, el 10 de diciembre de 1898.  Según sus términos, España renunció a la soberanía de Cuba y, además, cedió Puerto Rico y el archipiélago de Filipinas a Estados Unidos, a cambio de 20 millones de dólares.

Sin dudas, la lucha cubana, que había ganado justa fama por la legendaria beligerancia de sus mambises, impidió que la isla sufriera el destino innoble que se le deparó a Puerto Rico y, por largo tiempo, a Filipinas.  Pero Estados Unidos se encargó de dejar creado el mecanismo para controlar a Cuba: la Enmienda Platt.  Esta legislación, presentada por el congresista norteamericano Orville Platt, le fue impuesta a los constituyentes de 1901 mediante todo tipo de coacciones.  Si no se aceptaba tamaño engendro y no se añadía como apéndice a la constitución cubana, la ocupación militar de la isla permanecería per sœculu sœculorum.

De este modo, Estados Unidos consolidó su dominación sobre Cuba, otorgándose el derecho a intervenir militarmente en caso de peligrar sus intereses políticos, militares o económicos, a determinar en las finanzas externas y en los tratados internacionales de la república aún no nacida, y a enajenar territorios que se dedicarían a bases navales y de aprovisionamiento de la armada norteamericana.  Entre estos territorios se hallan los de la privilegiada bahía de Guantánamo, cuya base naval aún mancilla el suelo cubano contra la voluntad expresa de su pueblo.

Durante la prolongada intervención militar, también crearon las condiciones para adquirir el control económico de los más valiosos recursos de la isla.  Los capitales de Estados Unidos se apoderaron de las mejores tierras e ingenios azucareros, se hicieron dueños de la empresa eléctrica, la telefónica, la mayoría de los bancos, el comercio, en fin, de todo cuanto apetecían.

Bajo este status fue proclamada la República, el 20 de mayo de 1902.

A partir de entonces, volvieron a intervenir militarmente en 1906 y 1912, e instalaron gobiernos a su antojo; los embajadores norteamericanos en La Habana fueron verdaderos procónsules, con solapados u ostentosos poderes para prohijar, nombrar o destituir presidentes y ministros.  Por ello, esta etapa ha sido llamada la República mediatizada.  Hasta 1959, Cuba no fue más que una mera neocolonia yanqui, una burda caricatura de república.

Este largo y dramático período de nuestra historia, desde la rebelión del indio Hatuey inmolado en la hoguera, las frustradas guerras de independencia, la artera intervención norteamericana y los sucesivos gobiernos corruptos al servicio de Estados Unidos, fue la simiente que dio vida al proceso revolucionario lidereado por Fidel Castro y que triunfó el 1° de enero de 1959.


[1] Ochando, Teófilo: El General Martínez Campos en Cuba, Imprenta Fortanet, Madrid, 1878, p. 155.
[2] Rolando Rodríguez: Cuba. La forja de una nación, ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1998, t. I, p. 208.
[3] José Martí: Obras completas, ed. cit., t. IV, pp. 167 y 168.








IV.    Período pre-revolucionario


Las vicisitudes y la inestabilidad que caracterizaron la vida de la tan esperada república tienen su causa fundamental en la cuna innoble en que vino al mundo.  La dependencia, asegurada por la Enmienda Platt, esa camisa de fuerza impuesta a la nación, y la venalidad, poderosamente impulsada por la presencia norteamericana, corroyeron a las nacientes instituciones como la gangrena pudre a la carne en vida.  El zarpazo del buitre intervencionista, con sus garras inmundas, inoculó los gérmenes del mal.

Desde la constitución de la república, en 1902, el robo y la reelección fueron el denominador común de casi todos sus presidentes.  El primero de ellos, el anexionista Tomás Estrada Palma, aquel que había marchado a la guerra del 68 con el pensamiento de que Cuba no podía aspirar a ser “Nación Soberana” y la anexión a Estados Unidos de América resultaba la más lógica de las soluciones, se hizo reelegir mediante fraude para un segundo período de mandato, en 1906.  La ira popular, alimentada por las dificultades económicas y la creciente corrupción, estalló en la primera insurrección en contra del poder conservador, promovida por los liberales.  El gobierno estadounidense se apresuró a ir en ayuda de su lacayo, poniendo en práctica las prerrogativas que le otorgaba el engendro plattista, con 5000 marines desembarcando en La Habana.

Ese mismo año, Charles A. Magoon, ex ministro y ex gobernador de la zona del canal de Panamá, asumió como gobernador provisional de Cuba y utilizó el soborno, los negocios sucios y el robo en gran escala para conquistar la voluntad de los cubanos.  Esa fue la época en que se instauró la “botella”, que consistía en cobrar por el desempeño de un puesto público sin siquiera trabajar.  El árbol de la corrupción era abonado por el máximo representante de Estados Unidos en Cuba.[1]  En dicho ámbito no podían florecer las virtudes.

Esta segunda intervención, amén de la acelerada corrupción institucional, trajo como secuela inevitable el ordenamiento de la administración y las costumbres a favor del árbitro omnipotente: redistribución de la propiedad de la tierra, empréstitos, facilidades aduanales, nuevos y mayores compromisos que fueron declarados unilateralmente irrevocables, antes del retiro de sus tropas, en 1909.

Vinieron otros gobernantes, conservadores y liberales, hermanados en la sumisión a los dictados del imperio y aventajados aprendices del fraude y el latrocinio.  El segundo de ellos, el general José Miguel Gómez, sería conocido por el significativo alias de “Tiburón”: se baña pero salpica, decía la gente aludiendo al peculado y la deshonestidad que se extendían hasta sus partidarios; y otro, Alfredo Zayas, recibiría el mote de “El Pesetero”, por su inocultable propensión a la rapacidad y la codicia.

No es de extrañar, pues, que en las primeras décadas del presente siglo se acentuara la pobreza en el campo y el desempleo en la masa obrera.  Eran tiempos de vacas flacas, cuando la familia cubana debía enfrentar la zozobra que producía la baja cotización del azúcar  - a tres o cuatro centavos la libra -  y de las mieles, en el dramático juego anual que ante cada nueva zafra empeñaban los ricos propietarios de los ingenios y los mercaderes del norte.  No había alternativa.  Clamaba pesimista una vieja sentencia: “Sin azúcar no hay país”.

En 1924, el sabio profesor e investigador cubano, Fernando Ortiz, ofreció una conferencia titulada “La decadencia cubana”.  En ella sintetizó el estado educacional y moral de la república: el 53 % de los habitantes de Cuba son analfabetos; más del 50 % de los niños en edad escolar no asisten a centros docentes; en 1900 el 16 % de la población iba a la escuela, en tanto hoy sólo se matricula el 9 %; de cada cien niños, sólo uno llega a 5to. grado; Estrada Palma otorgó seis indultos mensuales, Charles A. Magoon, cuarenta y seis, Miguel Mariano Gómez, veintinueve, Mario García Menocal, treinta y Alfredo Zayas, treinta y tres; el 20 % de los candidatos en las elecciones de 1922 tenía antecedentes penales; los robos aumentan a razón del 10 %; las estafas crecen el doble de la población; y el delito de corrupción de menores se ha cuadruplicado en diez años.[2]

En 1925, Gerardo Machado y Morales asumió la primera magistratura. Ex carnicero en Camajuaní, con obscuros galones de general de la Guerra de Independencia, tenía la obsesión patológica de ser presidente.  Aunque en su campaña había prometido no optar por la reelección, muy pronto impuso una reforma constitucional  - la prórroga de poderes -  que le permitiría gobernar hasta 1935.  Conseguido esto, Machado se propuso dos objetivos muy definidos: subsanar la crisis económica que sufría el país y mantenerse en el poder a cualquier precio.  Este último lo obligaría a adoptar métodos tiránicos que le valieron el apodo de “El Asno con garras”, por su autoritarismo obtuso y la bestialidad de los crímenes que cometió durante su mandato.

El estudiantado cubano jamás había estado ajeno a los anhelos de su pueblo.  Desde las primeras luchas, los jóvenes se entregaron con fervor a la causa redentora, cultivando el ejemplo de los ocho estudiantes de medicina fusilados en época de la colonia, o de los que partieron a la manigua, sintiendo que a ellos estaba destinado el llamado de Mariana Grajales, madre de los generales mambises Antonio y José Maceo, cuando ordenó al más pequeño de sus hijos, “Y tú, empínate y anda”, enviándolo a la guerra, tras recibir la noticia de que Antonio había sido herido en el frente y con el dolor aún vivo por la muerte de José.

Educados en estas tradiciones, los estudiantes universitarios siempre constituyeron una carga de dinamita a punto de estallar.  Solo hacía falta el justo detonante.  Los abusos del tirano y su forzada prórroga de poderes lo fueron esta vez.  El Partido Comunista, fundado en 1925 por líderes obreros y estudiantiles, entre los que sobresalía el joven Julio Antonio Mella, ya pudo desempeñar un papel destacado por su influencia en la clase obrera.

De padre dominicano y madre irlandesa, mixtura de mulato gallardo e independentista y walkiria hermosa y esbelta, Mella era un “joven guapo e insolente, como un héroe homérico”.[3]  Ya desde 1923, siendo estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, había fundado la Federación Estudiantil Universitaria, FEU, surgida al fragor de las movilizaciones juveniles en respuesta a la profunda crisis social y moral que vivía el país.  Cuando hablaba en el Patio de los Laureles, el eco de su voz resonaba profundo y fuerte hasta el último rincón de la Universidad y las aulas se quedaban vacías.

“De los políticos  - había dicho Mella -  no se puede esperar nada, los viejos partidos, conservador y liberal, ignoran el problema del siglo, el problema social.  Hay que orientar y organizar a la juventud.  Somos pocos pero seremos muchos.  Cuba debe ser libre, nunca lo ha sido, ni económica ni políticamente.  La única esperanza está en las fuerzas nuevas.  Los tiempos señalan un destino glorioso para la nueva generación republicana”.

Con Mella surgió el líder estudiantil que se convirtió en figura nacional y en el primer gran obstáculo que tuvo que enfrentar el tirano Machado.  Durante una manifestación, fue detenido por la policía y se declaró en huelga de hambre.  Los estudiantes de la Universidad se movilizaron para respaldarlo.  A medida que transcurrían los días, crecía el fervor popular.  Demostraciones estudiantiles y obreras surgían en la isla y en el extranjero.  Se llevaron a cabo manifestaciones en diversos países y artículos de prensa demandando su liberación.  Cuando fue puesto en libertad, después de dieciocho días de prisión y ayuno, había perdido 35 libras de peso y ganado un prestigio inmenso.  Su nombre sería recordado siempre y, lo más importante, había mostrado el camino a seguir.

Mella se vio forzado a partir al exilio.  Pero incluso en su destierro, en ese México fraterno, acogedor y solidario, sus actividades contra la tiranía no se detuvieron.  En consecuencia, hasta allí llegó la garra del tirano para asesinarlo, cuatro años después.  Ya desde las jornadas de 1923 se había convertido en símbolo entre los estudiantes; ahora, con sólo 29 años, se convertía en mártir y en poderosa bandera de lucha.  “Hasta después de muertos podemos ser útiles”  - había dicho -  cumpliendo sus palabras premonitorias como si de sagrada promesa se tratara.

En medio de la consternación y la congoja, en el máximo centro docente se creó el Directorio Estudiantil Universitario, DEU.  La lucha del estudiantado, desde ese momento y en lo adelante, jugaría un papel primordial en el derrocamiento de la tiranía y, en general, en la problemática política del país.  Seis de los miembros del Directorio serían salvajemente torturados y asesinados por los sicarios del dictador.

Diferentes sectores sociales se organizaban para combatir la reforma constitucional.  El descontento popular crecía y Machado trataba de contenerlo combinando dos elementos: la persecución más despiadada de los disidentes y la impúdica ostentación de los símbolos de la riqueza y el poder.  Fascismo tropical, llegó a decirse, cuando al enfrentamiento con la clase trabajadora, la juventud estudiantil y la intelectualidad progresista, respondió con la acción criminal que no se detuvo ante ninguna puerta, al tiempo que exhibía engreído el diamante en forma de estrella, incrustado al pie de la efigie monumental de la República, en el recién inaugurado Capitolio Nacional, imponente palacio concluido expresamente para la señalada ocasión en que arribaría a La Habana, en un acorazado de la armada, el presidente norteamericano Calvin Coolidge.

En el ejercicio de su mandato, Machado había recibido el apoyo ostensible de los gobernantes del Norte.  Sin embargo, la tormenta social que azotaba al país amenazando seguir cauces revolucionarios, no era del agrado del nuevo presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, que en abril de 1933 nombró como embajador en La Habana a su ex camarada de estudios y amigo, Benjamín Sumner Welles, con la misión expresa de crear las bases para resolver los problemas de la isla mediante un cambio ordenado, pacífico y, desde luego, afín a los intereses de Estados Unidos.  Incluso para ellos, los días de Machado estaban contados.

La mediación propuesta por Roosevelt y llevada a la práctica por Welles no prosperó.  En su arrogancia proverbial de imperio omnipotente, no habían considerado la tozudez del tirano para aferrarse al poder y mucho menos la decidida determinación del movimiento opositor, entre cuyos líderes se destacaba la postura del joven revolucionario Antonio Guiteras.  Este recordó, a alguno que empezaba a titubear, seducido por las promesas norteamericanas, cómo el poderoso vecino, con el pretexto de la voladura del Maine, había declarado la guerra a España cuando ya Cuba la tenía ganada, preguntándose: ¿Puede existir humillación más grande?  ¿Es esto lo que queremos nuevamente?  Machado se sostiene sobornando y matando, pero sus días están contados.  Y una vez más Estados Unidos interviene cuando tenemos el triunfo en las manos.  ¡No, señor, el pueblo cubano puede resolver sus problemas sin la ayuda de Estados Unidos!  Sólo aceptaré la Mediación si la respaldan todos los hombres asesinados por Machado.  ¡Vaya a pedírselo a los muertos! (…) Hay que saber encontrar el camino del honor y, una vez tomado, seguirlo aunque nos cueste la vida.  La Mediación no es el camino más honorable.

La lucha contra la dictadura se generalizó.  La huelga, dirigida por el poeta y pensador comunista Rubén Martínez Villena, fue creciendo hasta adquirir proporciones de sublevación popular, concluyendo con el triunfo del 12 de agosto de 1933 y la fuga del tirano.

El giro que tomaron los sucesos, no por esperado dejaba de ser sorprendente.  Soldados, trabajadores y estudiantes confraternizaron en las calles y en los patios de los ingenios, celebrando la caída del dictador.  Al gobierno provisional nombrado a toda prisa, con la plena anuencia  - y algo más -  del embajador Sumner Welles, que continuaba su labor de zapa subrepticia del triunfo popular, y que contó, por supuesto, con el inmediato reconocimiento de Estados Unidos, sucedió el levantamiento militar del 4 de septiembre de 1933.  Los sargentos y clases, insubordinados contra la cúpula jerárquica, junto a grupos estudiantiles y populares, desconocieron este gobierno y designaron uno colegiado, integrado por cinco personalidades.  De las filas militares surgía destacada la figura del otrora anónimo sargento  Fulgencio Batista Zaldívar.

La Pentarquía desembocó en la presidencia provisional del doctor Ramón Grau San Martín, profesor de Fisiología de la Facultad de Medicina, que había combatido al tirano ganando las simpatías de los estudiantes universitarios.  En su efímera existencia, el gobierno colegiado desconoció la enmienda Platt y tomó importantes medidas de nacionalización de carácter antimperialista, promovidas por la decidida y valerosa iniciativa de su Secretario de Gobernación, Antonio Guiteras.  El Departamento de Estado norteamericano, a instancias de Sumner Welles, no otorgó  - por razones obvias -  su reconocimiento al que fue llamado el Gobierno de los Cien Días.

Fulgencio Batista, el desconocido taquígrafo del ejército, se las había arreglado para monopolizar la rebelión de los sargentos, ser ascendido al grado de Coronel y nombrado Jefe del Estado Mayor por el gobierno de la Pentarquía.  Envalentonado por el nuevo brillo en sus charreteras y alimentando una vieja ambición, siguió el camino abyecto de la felonía, entrando en conversaciones secretas con Sumner Welles.  Así se convirtió en peón e instrumento, emergiendo en el trasfondo de la vida nacional como el guardián de los intereses yanquis que habían encontrado en él, en el momento del naufragio, una tabla de salvación.  En los próximos once años, Batista sería el hombre fuerte de Cuba, el hombre de los norteamericanos.

La República no parecía reponerse del colapso sufrido.  Varios presidentes se sucedieron, uno tras otro, alguno de los cuales gobernó por espacio de horas.  La Revolución del 30, como fue llamada, se perdió sin remedio.  Una vez más, los Estados Unidos habían puesto en juego todo su poderío para torcer los destinos de la patria cubana.  El verso admonitorio de Rubén Martínez Villena resonaría durante muchos años sin hallar cumplimiento.

Hace falta una carga para matar bribones,
para acabar la obra de las revoluciones;
para vengar los muertos que padecen ultraje,
para limpiar la costra tenaz del coloniaje;
(…)
para no hacer inútil, en humillante suerte,
el esfuerzo y el hambre y la herida y la muerte.

Durante el acto inaugural del año académico 95/96, celebrado el 4 de septiembre de 1995 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, refiriéndose a este período, Fidel expresó:

Alguien mencionaba hoy el 4 de Septiembre como fecha infausta porque nació el batistato.  No, el 4 de Septiembre no fue una fecha infausta, el 4 de Septiembre fue una fecha revolucionaria.  Hoy nosotros no tenemos porque avergonzarnos de empezar el curso, porque los sargentos se sublevaron, sencillamente, contra todos los jefes aquellos que estaban comprometidos.  Participaron muchos revolucionarios en aquel movimiento, y participaron los estudiantes, incluso, en aquel movimiento que desalojaba del poder a toda la vieja oficialidad del ejército.  Es decir que Batista empieza su vida en una actividad que era revolucionaria, los problemas vienen después cuando interfieren los yankis, se introducen en la política interna de Cuba y convierten a Batista en un instrumento de sus intereses en este país.  Hay un gobierno, primero una pentarquía, después fue presidido por Grau San Martín, profesor universitario de Fisiología, que había tenido muy buenas relaciones con los estudiantes, nombran un gabinete donde estaba Guiteras en un cargo muy importante, y se adoptan una serie de medidas revolucionarias en aquel gobierno que duró apenas tres meses, medidas de tipo obrero, medidas con relación, por ejemplo, a la empresa eléctrica.  Se produce creo la intervención de la compañía eléctrica, algo de lo cual se estuvo hablando mucho tiempo después, y realmente se forma un gobierno revolucionario que aplica una serie de leyes hasta que el imperialismo, utilizando su instrumento, desaloja aquel gobierno del poder, y es cuando se inicia la etapa de los gobiernos de Batista detrás del trono; es decir quitaba y ponía gobiernos, y mantuvo el poder durante 11 años, hasta 1944.

Cometieron abusos de todas clases, crímenes de todas clases.  ¡Ni se sabe cuánto robó aquella gente, saquearon el país!  Era el hombre de los yanquis.

Luego aquella revolución se frustra.  Después vinieron grandes luchas.  Vino la huelga de marzo de 1935, un intento de derrocar al gobierno, que fue reprimido a sangre y fuego por el gobierno de Batista, por los militares, sembraron el terror en la ciudad y en todo el país y frustraron la revolución.  No se sabe la secuela que tiene una revolución frustrada, aunque después siguió el proceso político.

Luego vino una situación internacional complicada: el auge del fascismo, Hitler adquiría poder en Europa tremendamente y se armaba hasta los dientes …

La Segunda Guerra Mundial encontró en la primera magistratura al ya general Batista, quien se declaró antifascista.  Esta coyuntura le facilitó permanecer en el poder e, incluso, que el país pudiera mostrar cierto grado de prosperidad, gracias a los elevados precios del azúcar en tiempo de guerra.  Pero unos años más tarde, las condiciones políticas en el ámbito internacional  - la inminente derrota del fascismo y el auge de las fuerzas populares -  y el creciente descontento social en lo interno, obligaron a Batista a convocar a elecciones generales.

En 1944, el doctor Ramón Grau San Martín resultó electo por abrumadora mayoría, derrotando al candidato designado por Batista.  El pueblo había votado siguiendo las banderas de la Revolución del 30, rememorando la simpatía que una década atrás había despertado en el alma cubana el Gobierno de los Cien Días, presidido por el propio Grau, que había sabido capitalizar para sí mismo la lúcida, intransigente y generosa acción de Guiteras.  La realidad se encargaría de revelar al pueblo la vana ilusión, que otra cosa no era, de su antigua imagen y su ambiguo programa político.  No por gusto, once años atrás, había sido bautizado como El Divino Galimatías.  Tal era su inusitada capacidad para engatusar, su charlatanería socarrona para no comprometerse, pronunciando un torrente de palabras graciosas, chispeantes y fatuas, que le permitían hablar mucho y no decir nada.

En este segundo mandato de Grau los políticos saquearon el erario nacional al amparo de sus privilegios.  Ministros, secretarios y otros funcionarios de gobierno se convertían en millonarios de la noche a la mañana.  Jamás se había robado tanto y con tal desparpajo.  Para colmo del escándalo, hasta el diamante del Capitolio Nacional fue hurtado.  Todo ello le valió a Grau un nuevo apodo: Mongo Pillería.  Y por si fuera poco, se desató una lucha por el poder de violencia nunca antes vista.  Grupos rivales devinieron bandas armadas que aterraron a la ciudadanía.

Es en este momento cuando mi padre es trasladado de Corralillo a la capital y la familia llega a instalarse a la casa del Vedado.  Corría el año 1945 y yo recién había cumplido los quince.  Hasta entonces, mi mundo había sido un placentero ir y venir entre el campo y Sagua, y no tenía una pizca de noción sobre los avatares políticos que inquietaban al país.  Mucho menos sospechaba la existencia de bandas armadas en pugna, pero poseía la materia prima necesaria para involucrarme: la rebeldía propia de la edad y un hambre de aventura insaciable.  Por fortuna, también contaba con los sólidos principios de honestidad y justicia que había recibido de mi padre, porque gracias a ellos pude salir airoso de esta etapa de mi vida.

La capital, que al inicio me pareció un sitio monótono y soso, despertó mi interés cuando conocí a los asiduos visitantes de la casa vecina, miembros de la Legión Revolucionaria de Cuba y, más tarde, del Movimiento Socialista Revolucionario.  Empecé a participar en sus reuniones; pero ellos, diez o veinte años mayores que yo, durante los primeros días me miraban como cosa rara  - un fiñe[4] del campo -  tolerando mi presencia con el desdén que se otorga a una mascota.  Verlos llegar armados, en actitud de conspiradores; a Rolando Masferrer, El Cojo, rengueando a causa de su pierna tullida en el frente republicano de la guerra civil española, y oír sus planes temerarios de sabotajes y atentados para combatir la corrupción, el robo y las injusticias sociales, fue una revelación deslumbrante, una puerta que accedía a un universo de experiencias desconocidas y fascinantes.  Podía sentir el vértigo atrayente del peligro.  Las inocentes travesuras en Corralillo, las miradas furtivas a las voluptuosas inquilinas de la lasciva orilla del río Sagua, habían quedado atrás, como cándidos juegos de niño.

Mientras cursaba los dos últimos años de bachillerato, cada tarde llegaba a la sede del MSR, siendo aceptado a la larga como uno de los suyos.  Supongo que mi juventud despertó simpatías que de otra forma no habría merecido.   De este modo me convertí en uno de los acólitos y guardaespaldas de Masferrer, acompañándolo en su recorrido diario a las oficinas de redacción del periódico de su propiedad, “Tiempo en Cuba”, que él utilizaba hábilmente como instrumento de presión y chantaje contra sus adversarios, y a reuniones con líderes de otros grupos en las que surgían tensas disputas por el reparto de prebendas.  Los ánimos en estos encuentros llegaban a tal grado de exaltación que la posibilidad de un enfrentamiento violento no era vaga amenaza sino constante peligro, en especial porque todos andábamos armados hasta los dientes.  Aún recuerdo a Masferrer cuando nos decía: “No me cuiden a mí, cuídense ustedes.  Así yo estaré a salvo”.

Inmerso en esta nueva aventura de aprendiz de mafioso me encontró el año 1947, cuando subí por primera vez la escalinata de la Colina Universitaria, para estudiar en la Facultad de Derecho.

La Universidad de La Habana, que se había destacado como baluarte de rebeldía y conciencia cívica desde los tiempos coloniales, a partir del derrocamiento de Machado se hizo protagonista del turbulento acontecer político de la nación.  Por tal razón, el liderazgo estudiantil era ambicionado por elementos espurios para sus aspiraciones políticas, y el MSR tenía allí, como todos los otros grupos, sus intereses creados.  Los estudiantes participábamos en estas pugnas de poder defendiendo con fiereza cada voto para elegir a los delegados de aula, entre quienes se nominaban los delegados de facultad, que a su vez designaban al presidente de la organización estudiantil, la FEU.  Pero las rivalidades en la Universidad eran mucho más que simples disputas por unos cuantos votos.  La violencia que dominaba en las calles de la capital, también se había enseñoreado en la Colina.

Muchos de aquellos que integraban los grupos habían participado antes en la lucha contra Machado y Batista.  En el camino fueron abandonando sueños y aspiraciones, sustituyéndolos por puro afán de lucro, degradándose hasta convertirse en viles mafias que proliferaron como moscas.  Grau, El Divino Galimatías, haciendo gala de su singular capacidad manipuladora los utilizó en beneficio propio, despertando pantagruélicos apetitos de codicia, exacerbando antagonismos y enfrentándolos entre sí.  De esta época data La Matanza de Orfila.

Si los enfrentamientos y atentados, con su previsible saldo de muerte, habían sido pan de cada día en esos años, el del reparto Orfila se destacó por su atrocidad.  Protagonizado por las bandas de dos comandantes de la Policía Nacional, Mario Salabarría y Morín Dopico, nombrados  ambos en esos cargos por el presidente Grau, a sabiendas de la inquina mutua, cada uno ambicionaba apoderarse de la esfera de influencias del otro.  El choque tuvo lugar a plena luz del día, en este conocido barrio de La Habana, como culminación de una rivalidad que había ido cocinándose a fuego lento.  Mario Salabarría, jefe de la Legión Revolucionaria de Cuba, acudió con sus hombres frente a la casa de Morín Dopico, perteneciente a la Unión Insurreccional Revolucionaria, UIR, disparando sobre ella.  El atacado respondió con la misma violencia, estableciéndose un fuego cruzado de tal magnitud que algunos hasta llegaron a especular sobre un levantamiento militar.  Aunque el ejército intervino para aplacar el tiroteo, nada tuvo que ver con su origen.  Cuando la calma fue restablecida, después de cuatro horas de enfrentamiento, muertos y heridos yacían en aceras y al interior de la vivienda atacada.  Entre las víctimas fatales se encontraba la esposa de Morín Dopico, en avanzado estado de gestación.

Ese día yo estaba en mi casa y al oír por radio la noticia del enfrentamiento corrí a la casa vecina.  Allí había conocido a Salabarría, cuando este presidía las reuniones de la Legión y hablaba de combatir la corrupción del gobierno de Grau, el mismo que después lo nombró comandante de un sector de la Policía.  Sólo encontré a Gaspar Salvador, el correligionario que habitaba la sede del MSR, y juntos decidimos ir a ver lo que pasaba.  No teníamos intenciones de ir a Orfila, que ya estaba acordonada por el ejército, de modo que acordamos acercarnos a la estación de Policía dirigida por Mario Salabarría.  Al llegar al lugar, encontramos a los hombres en frenética actividad; venían huyendo del tiroteo donde su jefe había sido apresado.  De pronto, alguien dio la voz de alarma: las tropas del ejército, al mando del general Querejeta, avanzaban hacia nosotros.  Se produjo la desbandada.  Todos corrían hacia los automóviles estacionados, arrancando con escandaloso rechinar de gomas sobre el pavimento, repletos hasta el tope.  Gaspar Salvador y yo montamos en el nuestro, que se llenó como lata de sardinas en un instante y nos alejamos deprisa.

En este caótico sálvese quien pueda, sin embargo, alcancé a divisar a Raúl Adán Daumí, un muchachón gigantesco subordinado de Salabarría, levantador de pesas, robusto como un gladiador, que no había encontrado espacio en ninguno de los carros y se quedaba en medio del estacionamiento, mirando a todos lados, con expresión perpleja.  Al día siguiente supe que lo habían acribillado a balazos en un parque de la capital.  Seguramente, alguno de los hombres de Morín Dopico estaba al acecho, lo vio salir de a pie y siguió sus pasos, hasta hallar el momento oportuno para ultimarlo.  Con estos hechos de sangre se cerró uno de los capítulos más tristes y vergonzosos de la vida nacional.

A partir de ese momento empecé a mirar con ojos desconfiados al MSR, cuya actuación y propósitos ya no diferían gran cosa de las otras bandas.  El discurso de Masferrer había perdido fogosidad y su lenguaje parecía aquejado de una amnesia peculiar y galopante, olvidando palabras como honestidad, altruismo, vergüenza o justicia, mientras recordaba con lucidez las de la demagogia antaño repudiada.  En consecuencia, opté por distanciarme de ellos con disimulo, poniendo como pretexto mi dedicación a los estudios.  La experiencia que había acumulado escoltando al Cojo me aconsejaba ser prudente, de lo contrario, corría el riesgo de recibir el trato reservado a los desertores: una bala artera salida de las sombras, a la vuelta de cualquier esquina.

Como secuela tardía de la Matanza de Orfila, el 22 de febrero de 1948 fue asesinado Manolo Castro.  Carismático dirigente estudiantil, muy temprano se había incorporado a la lucha contra Machado.  Junto al profesor Ramiro Valdés Daussá, fundó el Comité Estudiantil de Superación Universitaria, CESU, que surgió como reacción de decencia contra el llamado “bonche”, exponente ignominioso de la corrupción académica que medraba del tráfico fraudulento de notas.  Presidente de la FEU durante un par de años, de naturaleza amable, jovial y modesta, Manolo egresó de la Universidad con gran prestigio.  Grau quiso atraerlo a su sombra abyecta nombrándolo Director de Deportes, con la esperanza de verlo sumado a su cohorte de granujas; pero él no mordió el cebo, demostrando que se puede permanecer honesto en medio de ladrones.

Una de sus grandes virtudes era la amistad que, como defecto, cultivaba a ultranza.  La que profesó a Mario Salabarría fue su perdición.  Al saber que este estaba en prisión por su autoría en los hechos de Orfila, Manolo movió cielo y tierra reclamando su libertad, tocando todas las puertas del gobierno.  Gracias a los hábiles comentarios echados a correr por el propio Grau, estas gestiones llegaron a oídos de Morín Dopico que, sediento de venganza por la pérdida de su mujer e hijo, decretó la sentencia de muerte.  Manolo fue acribillado a balazos una noche de carnaval, al amparo de las sombras y el jolgorio festivo, cuando salía incauto de un cine capitalino.

Rolando Masferrer se contaba, también, entre los amigos de Manolo, por lo que visitaba a menudo la sede del MSR.  Además, uno de sus sobrinos estudiaba conmigo.  Así llegué a conocerlo y admirarlo, sintiendo profunda consternación por su muerte.  Con Humberto Castelló y Enrique Rodríguez Loeches, entre otros compañeros de la Universidad, organizamos de nuevo el CESU y, en nombre de este, hice uso de la palabra ante la tumba de Manolo, el 22 de Febrero de 1949, al cumplirse el primer aniversario de su muerte.  En aquella oportunidad ataqué abiertamente a los “grupos de gangsters (…) Estos falsos revolucionarios que vienen a perturbar el desenvolvimiento normal de nuestros cursos académicos (…)  Esta denuncia se puede hacer ante la tumba de Manolo Castro, porque él no perteneció a grupos sectarios (…) malgastando su generosa amistad, trató de unirlos sin lograrlo, y sin perderse en mezquinas venganzas.  Fue un líder nacional e internacional, jamás fue un líder de grupo.  Ojalá que podamos estar aquí en otro aniversario de su muerte, aunque hoy es difícil eludir la balacera traicionera de los grupos asesinos.”

Con estas palabras, dichas delante de Masferrer que presenciaba el acto, estaba declarando en público una postura crítica hacia todos esos grupos y sus métodos criminales, sin mencionar expresamente al MSR, pero tampoco excluyéndolo.

Mi decepción iba en aumento.  Una agria y reveladora discusión con el temible Cojo, poco después de la muerte de Manolo, había aportado un grano de arena al desencanto.  Masferrer sentía una irracional hostilidad hacia Fidel, rayana en la fobia obsesiva, a causa de su indiscutible liderazgo frente a la masa estudiantil, urdiendo una burda trama para implicarlo en el asesinato y que sirviera de pretexto para decretar su eliminación.  Sin embargo, a mí me constaba que aquello no tenía pies ni cabeza, porque un amigo común  - de Fidel y mío -  Benito Besada, compañero de Facultad, con quien conversé días después del crimen, me había confiado que a la hora precisa del atentado a Manolo él se encontraba con Fidel en un sitio distante.  Por otra parte, todos sabían que Fidel no tenía ningún vínculo con la UIR, organización señalada como autora del atentado.

Cuando oí a Masferrer enunciando sus propósitos, lo interrumpí para narrarle mi conversación con Benito Besada.  El Cojo, fuera de sí, vociferaba que eso era lo de menos, que urgía liquidar a Fidel a toda costa, importando un bledo si había  participado, o no, en la muerte de Manolo.  Yo no daba crédito a lo que oía.  Claro estaba que Masferrer ya no era el que había conocido tres años atrás; pero no imaginaba que el cambio hubiese llegado a tal grado de envilecimiento.  Aunque en mi fuero interno no albergaba simpatía alguna por Fidel, que había apoyado a mi rival cuando me presenté como candidato a delegado de una asignatura, no podía concebir que alguien fraguara su asesinato, o el de cualquier otro estudiante, como único medio para neutralizar su prestigio.  Este hecho, sumado a otros anteriores, me fueron mostrando el lado más siniestro del otrora combatiente republicano y haciéndome repudiar su compañía.

Unos meses más tarde, en junio de 1948, el joven político Carlos Prío Socarrás, simpático y populista, alcanzó la presidencia, en medio de una campaña que, como era clásico en la época, se destacó por la desvergonzada compra de votos, el robo de urnas de los colegios electorales y las “botellas”[5] repartidas en premio a los que aportaban mayor número de cédulas de votantes.  Falto de originalidad y decencia, el nuevo gobernante prosiguió el saqueo desvergonzado del tesoro público, esquilmando a la nación.

La poderosa mafia norteamericana ampliaba con renovados ímpetus las redes del tráfico de drogas, el juego ilícito y la prostitución en la isla, haciéndola ganar la fama de gran cabaret-casino-burdel que por largo tiempo fue su estigma.  Crecían y se extendían asombrosamente lujosos repartos residenciales e inacabables barriadas marginales.  Enajenado el pueblo por el marasmo del desempleo y demás lacras innombrables, la Universidad de La Habana era el bastión de la dignidad nacional y sus ya tradicionales luchas constituían el orgullo de los jóvenes que, en fechas señaladas, descendían por la amplia escalinata de granito custodiada por el Alma Máter, para ventilar sus querellas en ruidosos encuentros callejeros con la policía.

Enterados los estudiantes de que un grupo de marines norteamericanos ebrios habían mancillado el monumento a José Martí, en el Parque Central de La Habana, orinando sobre él, acudieron en desagravio del Apóstol a la antigua Plaza de Armas, donde se hallaba a la sazón la Embajada de Estados Unidos.  La presencia del joven Fidel Castro no podía pasar inadvertida.  Antes y después de este suceso, diversos hechos lo habían convertido en líder de nuestra generación.  Corría el mes de marzo de 1949.

Para esa fecha mis vínculos con el MSR no podían estar más desmejorados.  A pesar de esta cuasi orfandad del grupo, seguía actuando en la política universitaria identificado con sus intereses originales y mantenía encuentros esporádicos con sus integrantes.  Esto me llevó a participar en uno que otro hecho violento en los alrededores de la Colina.  Uno de ellos fue la pelea con Fidel, que terminó en la ya conocida trifulca en medio de la Plaza Cadena.

El más peligroso que recuerdo, sin embargo, fue puramente casual.  Ocurrió una tarde, a esa hora del crepúsculo en que el sol besa las aguas cálidas del horizonte cubano y durante mágicos instantes todo parece arrasado por un fuego sideral, sublime e inofensivo, que abrasa el mar y el cielo, la ciudad, sus casas y su gente diminuta, con la más profusa gama de matices ígneos.  Luego, el astro debilitado desaparece, la ciudad perezosa aún no enciende sus farolas y los límites de luz y sombra tan nítidos antes, en el refulgente día tropical, se vuelven una penumbra vaga, azulada e incierta que disimula todos los contornos.  Era una tarde perfecta y nada hacía presagiar lo que sucedería.

Varios jóvenes salíamos del Estadio Universitario, después de haber visto un partido de futbol americano.  Marchábamos distraídos por una de las calles laterales de la Colina, comentando el juego con entusiasmo.  Yo caminaba junto a mi amigo, Fernando Freire, en medio del grupo disperso.  De pronto, desde lo alto del muro universitario surgieron rápidos fogonazos y detonaciones ensordecedoras.  Me sentí propulsado al suelo por una fuerza inesperada y violenta, nacida del instinto más ancestral, y sin plena conciencia de lo que estaba ocurriendo.  Con la nariz pegada a la acera polvorienta, vi caer heridos a mi amigo y a otro que iba delante.  ¡Nos estaban disparando!  Se desató el caos instantáneo.  En medio de la perplejidad de unos, que parecían clavados al suelo como estacas, las carreras despavoridas de otros y los lamentos e imprecaciones de los heridos, alguien dijo que el de adelante era Leonel Gómez, connotado y polémico gangstercillo de una de las tantas bandas armadas.  Pasada la conmoción y convencido de que no habría nuevos disparos, me levanté con esfuerzo, sostenido por unas piernas trémulas y enclenques que no lograba controlar del todo, y llevé a mi amigo hasta el hospital Calixto García, a unas pocas cuadras de distancia.  Tiempo después confirmé mi sospecha: el objetivo del atentado había sido Leonel Gómez.

Esta última experiencia me hizo sentar cabeza y decidí dedicarme de lleno a los estudios.

A fines de 1951, ya estaba en el último año de la carrera, había perdido todo vínculo con el MSR y trabajaba como procurador en el bufete de La Habana vieja, cuando por esos días tuve mi segundo enfrentamiento con Fidel.  Esta vez, sólo verbal.

La presidencia de Prío llegaba a su término y el país se preparaba para una nueva elección, que tendría lugar en junio de 1952.  La presión de las fuerzas populares, hastiadas de una corrupción sin precedentes, auguraba la posibilidad de un cambio positivo.

Fulgencio Batista, el ex sargento taquígrafo devenido dictador, había permanecido en el exilio durante cuatro años y desde su llegada a Cuba se propuso volver a ser presidente de la República, preferiblemente mediante una victoria electoral, pero sin descartar otros medios.  Según el connotado jefe de la mafia de La Florida y socio suyo en negocios ilegales, Meyer Lansky, Batista deseaba “actuar antes” pero él le aconsejó ser cauteloso y esperar por las elecciones.  Cuando las encuestas de opinión demostraron que no tenía ninguna posibilidad de ser electo, se decidió: el 10 de marzo de 1952, dio el golpe de Estado con un grupo de secuaces, apoderándose del Campamento Militar de Columbia.

Los estudiantes, los hombres honestos de distintas ideas políticas y algunos elementos de la Fuerzas Armadas, ofrecieron al presidente Prío su apoyo para enfrentar a los golpistas, que irrumpían como sombras del pasado cuando tan sólo faltaban tres meses para las elecciones constitucionales; pero el presidente, que había asegurado una cuantiosa fortuna personal, prefirió escapar al exilio.

Nadie podrá negar jamás que el dictador, que volvía a asumir las riendas del poder, actuaba en consonancia con los intereses de las clases más poderosas del país y de Estados Unidos, asustados por el grado de descomposición en que había caído la sociedad cubana.  Los políticos, salvo contadas excepciones, habían dejado de servir al gobierno en aras de su propio y desmedido lucro y mantenían una actitud tibia e indolente ante el auge latente del descontento popular.  Prueba de ello es la complacencia con que fue acogida la asonada militar por la oligarquía criolla y el rápido reconocimiento del gobierno de facto por parte de los Estados Unidos, el 27 de marzo, apenas diecisiete días después del golpe.

El tirano atrajo en derredor suyo a sus conmilitones del pasado, se hizo rodear de un consejo áulico para cohonestar sus actos y, puesto que la Constitución de la República no amparaba una sola de las atribuciones de las que se había investido, acudió a la redacción desfachatada de estatutos provisionales.  Se abrió así el camino de la confrontación.

El mismo 10 de marzo, apenas tuve conocimiento del golpe me acerqué a la Universidad para recabar información.  Un inquieto grupo de estudiantes comentaba lo ocurrido y juntos decidimos ir al Palacio Presidencial; pero nos encontramos con los soldados de Batista que impedían su acceso, de modo que desandamos el camino de regreso a la Colina.  Allí supe con sorpresa que Masferrer había estado bien temprano, mostrándose indignado por el golpe militar y resuelto a combatirlo.

Conocedor del cambio experimentado por El Cojo en los últimos años, me sorprendió tal actitud, pero le otorgué el beneficio de la duda y, a falta de otro norte, fui a verlo un par de días más tarde.  Estando en su casa, confirmé mis peores presunciones: Masferrer no tenía ninguna intención de oponerse al golpe y, por el contrario, lo justificó acaloradamente, culpando de todo al desgobierno anterior.  “Muchacho  - me aconsejó -  ponte pa’ tu número y mira a ver lo que tu haces, porque hay Batista para rato. ¿Me oyes?”.  Mas, no era de extrañar esta postura.  En su continuo proceso de degradación y ascensión paralela a posiciones de influencia, había sido elegido miembro de la Cámara de Representantes, justamente durante el gobierno anterior.  Ya ocupando este cargo e impulsado por una ambición sin límite, protegió y empleó a conocidos gangsters que hacían el trabajo sucio, permitiéndole acumular prebendas a costa de amenazas, soborno y chantaje.  Como era de esperar, muy pronto se unió a Batista, y durante esta dictadura organizó los llamados “Tigres de Masferrer”, asesinos a sueldo, mercenarios feroces, despojados de todo escrúpulo, que constituyen el primer antecedente de un escuadrón de la muerte en América Latina.

En plena dictadura lo encontré por última vez.  Yo caminaba distraído por el Paseo del Prado, cuando advertí la presencia de un carro que seguía mis pasos.  Al principio me inquieté, pero al mirar en su interior vi que se trataba del Cojo.  Este, haciendo gala de la prepotencia de todo un capo  - ya se hacía acompañar de chofer y guardaespaldas -  detuvo su automóvil, sin importarle el concierto de bocinas airadas de los autos obligados a esperar tras él, y bajó a la acera para conversar conmigo.  “¿En qué andas, muchacho?  - preguntó en tono de hermano mayor, pasando un brazo sobre mis hombros -  ¿No andarás enredado en conspiraderas contra Batista, eh?  Mejor, dedícate a tu trabajo y no te metas en problemas, porque eso no tiene futuro y un día puedes amanecer con la boca llena de hormigas”.  Luego, se despidió con un fuerte apretón de manos y partió, escoltado por sus matones.

No lo volví a ver, pero supe el final de su historia.  El 1° de Enero de 1959, Masferrer siguió los pasos del dictador y huyó a Miami.  Unos meses más tarde murió violentamente, como había vivido, al explotar una bomba bajo su automóvil.  Nunca se supo quien instaló el artefacto que lo desmembró en mil pedazos, pero a nadie sorprendió el hecho, pues el temible Cojo había llegado a acumular incontables enemigos.

Después de aquella infructuosa entrevista en su casa, seguí buscando algún grupo que estuviera dispuesto a luchar contra Batista y quisiera admitirme.  Los había, unos cuantos y bien decididos, pero el estigma de haber pertenecido al MSR no facilitaba que me aceptaran en sus filas.  Por fortuna, cuando algunos estudiantes habíamos revivido el CESU, en la Universidad conocí a Raúl Roa García, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales, historiador e intelectual brillante, de originalísima prosa, orador de barricada, criollo simpático y ameno, que me otorgó el privilegio de su amistad.  Fue él quien me presentó a la Triple A, fundada y dirigida por Aureliano Sánchez Arango, ex Ministro de Educación de Prío, uno de los pocos que no abusó de su cargo para enriquecerse.

Supongo que Aureliano me aceptó en su organización porque oyó hablar de mi pelea con Fidel, aquel día de 1949, justo después que él había abandonado la Universidad al fracasar su intención de diálogo con los estudiantes.  Sin embargo, debo dejar en claro que el ex Ministro nada tuvo que ver con mis motivos para iniciar esa pelea.

Al mismo tiempo de ser admitido en la Triple A, comencé a trabajar con Ramón Mestre Gutiérrez, amigo de juergas juveniles y vendedor a comisión de la Ambar Motors, una agencia de automóviles americanos.  Mestre detestaba su existencia de ciudadano insignificante de la clase media y se había propuesto escapar de la mediocridad de su vida desposando a una mujer rica, ojalá millonaria.  De acuerdo a un plan cuidadosamente diseñado hasta el último detalle, se hizo socio de uno de los clubes más aristocráticos de La Habana, el Biltmore, empeñando cuanto tenía  - y algo de lo mío -  para comprarse un pequeño yate que le permitiera hacer ostentación de una aparente posición social encumbrada.  Con su flamante yate anclado, por fin, en los exclusivos muelles del Biltmore, acudía allí cada tarde acechando a su alrededor, prodigando encantos y sopesando los atributos de riqueza de las jóvenes casaderas, como una fiera hambrienta en busca de la mejor presa.  Al fin, logró atrapar a Mary Percy Roberts, hija de Alex M. Roberts, millonario norteamericano, ex coronel del ejército de su país y dueño de lucrativos negocios en Cuba, México y Estados Unidos, entre los que se encontraban el Banco del Caribe y la famosa Casa Roberts, que comerciaba los mejores tabacos de Vuelta Abajo en finísimas cajas de cedro perfumado.

Pero Mary Percy, que durante el breve noviazgo pareció reunir todas las cualidades ambicionadas por Mestre  - joven hermosa, de exquisito refinamiento y millonaria -  muy pronto dio señales de poseer una mente frágil, poblada de fantasmas delirantes, monstruos grotescos que la arrastraban a un mundo enajenado y melancólico, vagando en medio de desvaríos y alucinaciones que fueron toda su compañía en los elegantes asilos donde vivió recluida gran parte de su vida.

Ramón asumió la locura de su mujer como un inconveniente soslayable porque, al casarse, el viejo Roberts lo nombró en un alto cargo ejecutivo del Banco del Caribe.  Yo, como dije antes, me fui a trabajar con él, en un despacho contiguo al suyo y simultaneaba mis labores de novel abogado con las actividades de la Triple A.

Desde la misma creación de esta organización, Aureliano pasó a la clandestinidad, ideando complejos sistemas de seguridad para burlar la vigilancia policial.  Convirtió la casa de Carlos Solís, conocido personaje de la burguesía habanera, en su centro de mando.  Allí se ocultaba, dirigía todas sus acciones y acumulaba armas en la cisterna, que parecía una santabárbara apocalíptica, repleta de fusiles, ametralladoras, municiones y explosivos de todo tipo, enmoheciéndose en espera del perfecto plan de ataque para eliminar a Batista.  Se entrevistaba en viviendas que cambiaba con frecuencia, siempre en sectores burgueses, con líderes de otros grupos antibatistianos, por lo general ex colegas suyos, es decir, políticos del gobierno de Prío desplazados por el golpe de Estado.  Cuando se fijaba uno de estos encuentros, la casa escogida era chequeada, contrachequeada y recontrachequeada con antelación.  El día señalado, los asistentes eran recogidos en distintos puntos de la ciudad, cambiados de automóvil en plazas, estacionamientos de clínicas u hoteles, cuantas veces fuera necesario, hasta estar seguros de no traer perseguidores a la zaga.  Sólo cuando todos los participantes habían llegado al lugar, hacía su aparición Aureliano, ametralladora en mano, pistola y dos granadas al cinto, impresionando a todos.  En este tipo de tareas nos mantuvimos un buen tiempo, sin que se definieran con claridad los objetivos de lucha, ni tampoco las acciones concretas contra la tiranía.

La dictadura, pronto celebraría un año en el poder.  Pero el 28 de enero de 1953, los cubanos recordarían el primer centenario del nacimiento de José Martí, manifestando su rechazo patente a las conmemoraciones oficiales que, más que homenaje, se tornaban blasfemia y agravio a la memoria del supremo mentor de la República.  La noche que precedió al Centenario, en las ruinas de la antigua cantera de San Lázaro, donde se guardaban con amor y respeto las reliquias del Apóstol, un contingente de jóvenes, asombrando a todos por su impecable disciplina, tomó aquel memorial por punto de partida de una marcha que, con antorchas encendidas, recorrió calles y avenidas de la ciudad.  Al frente de ellos iba Fidel.

El y sus compañeros se habían ido organizando, tras el golpe de Estado, con laboriosidad, paciencia y, sobre todo, sigilo; porque  - siempre ávidos aprendices de la palabra del Maestro -  sabían que “hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”.  No se trataba de una empresa cualquiera.  Estos jóvenes, que fueron llamados con admiración la Generación del Centenario, habían decidido cargar sobre sus hombros la sagrada misión de cumplir el sueño inacabado de Martí, de fundar la “república justa”, a cien años de su nacimiento.  El 26 de julio de 1953 fue el día escogido, y el lugar, el Cuartel Moncada, bastión de la tiranía en el corazón de Santiago de Cuba.  Con la ejecución sorpresiva del ataque, esperábase rendir aquella guarnición, entregar sus armas al pueblo, e iniciar una lucha frontal contra la dictadura.

Amanecía en Santiago el 26, cuando comenzaron a sentirse las detonaciones de armas desiguales.  Los asaltantes con escopetas de caza, algunos rifles de pequeño calibre y escasas armas automáticas; sus bíceps ceñidos por brazaletes que identificarían al amigo en el desordenado fragor del combate, hilvanados deprisa la víspera por laboriosas manos femeninas a la luz macilenta de una vela conspiradora y trasnochada.  Los defensores en uniformes militares, con fusiles, carabinas reglamentarias y ametralladoras de un poder de fuego cien veces superior.  Perdido por fortuita circunstancia el factor crucial de la sorpresa, la acción se decidió a favor del ejército.  Los prisioneros capturados fueron brutalmente masacrados, dentro y fuera de la fortaleza.  Una semana después, Fidel fue apresado en un rincón del lomerío de la Gran Piedra, cuando intentaba alcanzar la Sierra Maestra para continuar la lucha.  La intervención de un oficial pundonoroso salvó su vida, a la cual se había puesto precio.

La noticia del asalto al Moncada estremeció al país, y a mí, que andaba por esos días lamentándome, rumiando la frustración por la dudosa eficacia de nuestro quehacer contra la tiranía que no se materializaba en nada concreto, aparte de desgastarnos en un torbellino de carreras alocadas, tan clandestinas como inútiles.  ¡Todavía no habíamos disparado un tiro!  ¡Ni siquiera le habíamos lanzado un hollejo a un guardia y ya Fidel había asaltado el cuartel más importante de Santiago de Cuba!  No pude menos que reconocer, íntimamente, que ellos sí sabían donde querían llegar.

Para desgracia de mi amigo Mestre y suerte mía, un par de semanas más tarde de este trascendental suceso, los agentes del Servicio de Inteligencia Militar de Batista, el SIM, hicieron irrupción en nuestras oficinas del Banco del Caribe.  Me buscaban porque habían recibido informes: yo había comprado una pistola Mausser en la Universidad y alguien se había ido de lengua.  Nos detuvieron a ambos y nos llevaron al Buró de Investigaciones.  Al llegar allí, fui conducido al despacho de Martín Pérez, un conocido esbirro de la tiranía.  Mientras sus matones me rodeaban amenazadores, trajeron al delator: un tal Juanito, convertido en guiñapo de hombre, con el rostro febril y el cuerpo desmadejado, asaltado por súbitos temblores que le hacían parecer aquejado del Mal de San Vito y gimoteando sin cesar, repetía con letanía haberlo dicho todo.  En ese momento intuí que mi mejor defensa sería negar cuanto me imputaran.  No podían saber que la pistola era para Aureliano pues, aunque esa había sido mi intención, no llegué a revelarla a nadie.  Decidido a mantener esta postura, increpé violentamente al chivato,[6] acusándolo de mentiroso.  Ante mi estupor, el guiñapo se derrumbó llorando a moco tendido.  Martín Pérez, entonces, con el rostro furibundo y los ojos desorbitados, se abalanzó sobre mí, rugiendo: ¿Así que tu eres guapo, eh?  ¡Yo te voy a mostrar quien es el guapo aquí, coño!  Al tiempo que me lanzaba una andanada de golpes con todas sus fuerzas.  Mientras trataba de eludir el castigo, pensaba  - para darme valor -  en la suerte de haber caído preso con Mestre.  Por una parte, yo suponía que los agentes del SIM no podrían liquidarme tan fácilmente, pues mucha gente en la oficina había visto nuestra detención; por la otra, estaba convencido que el influyente gringo Alex M. Roberts, movería cielo y tierra para liberar a su yerno e, indirectamente, a mí.

En efecto, al día siguiente Mestre fue puesto en libertad y de inmediato alertó a mi padre, que seguía siendo juez.  Yo permanecí en el tenebroso sótano de Investigaciones, en uno de los calabozos, desde donde era sacado cada día con rutinaria periodicidad, en horario matinal, vespertino y nocturno, para recibir la golpiza correspondiente que me obligara a confesar el destino de la pistola y delatar los nombres de mis cómplices.  En las noches, por lo general, la sesión de castigo era amenizada con un paseito a cualquier paraje solitario de la periferia capitalina, donde recibía las consabidas amenazas de muerte.  Una semana más tarde, por fortuna, mi padre logró que me pusieran en libertad, gracias a la intervención de un colega magistrado.

Pocos días después, un amigo de Mestre, hermano de un oficial del SIM, le confió que me aconsejara salir del país porque había oído decir que volverían a buscarme y esta vez se asegurarían de hacerme hablar.  Yo lo comenté con algunos compañeros de la Triple A, en especial con Mario Fortuny, pieza clave de la organización.  Ellos estaban al tanto de mi detención y sus motivos, y sabían que poseía información suficiente para poner en riesgo la seguridad de todos, decidiendo que debía abandonar Cuba.  De este modo, en agosto de 1953, partí a México, la tierra donde siempre halló reparo y solidaridad la causa redentora de los cubanos.

Luego de un par de meses, Raúl Roa y otros compañeros siguieron la misma ruta del exilio, trayendo la dolorosa noticia del asesinato de Mario Fortuny.  Nunca, antes o después, sentí pesar tan profundo.  En la Triple A había conocido a Mario, que a su vez era íntimo amigo de Roa, llegando a establecer una estrecha relación de amistad y trabajo con él.  Era un hombre alto, delgado y frágil, de figura desgarbada, nada atlético; de ademanes suaves y agradables, todo un caballero; siempre estaba sonriendo, jamás le oí alzar la voz más de lo necesario, decir una palabra vulgar o tener un gesto descortés, mucho menos un alarde de bravuconería.  Era la antítesis del estereotipado héroe clásico.  Pero, pese a esta apariencia enclenque, se había entregado a la lucha contra Batista con la energía y determinación de un coloso.  Lo visitaba a menudo, en su casa, llegando a sentir cálido afecto por él y su familia.

En diversas ocasiones, esperando en algún cafetín la llegada de otro miembro del grupo, o haciendo una breve pausa para escapar del sofocante calor exterior, conversábamos sobre la eventualidad de caer presos.  En tales momentos de reflexión me confesaba, preocupado y quizás un poco avergonzado, que le aterrorizaba la idea de ser sometido a tortura, creyéndose incapaz de soportar el dolor físico.  Tan convencido estaba de esto, que buscaba de manera casi obsesiva hacerse de una cápsula de cianuro, para usarla si se veía en el temido trance.  Pero las actividades de la Triple A empezaron a ser vigiladas de cerca por los esbirros del dictador y Mario Fortuny, el colaborador más cercano de Aureliano, cayó preso.  Fue salvajemente torturado, cada sitio de su cuerpo martirizado, cada articulación dislocada, cada hueso fracturado, cada centímetro de piel lacerado con perversidad, ensañamiento y alevosía, hasta la muerte.  Y aunque no tuvo la anhelada cápsula que abreviara su agonía, nada dijo de lo mucho que sabía: ni el escondite de Aureliano y las armas, ni las direcciones de las casas de seguridad, ni los nombres de sus compañeros.  Respondió con el silencio a los apremios brutales de sus verdugos.  Su cuerpo, mutilado y exánime, fue encontrado en la ribera de El Laguito, un hermoso lago artificial en medio de un parque, en una exclusiva zona residencial habanera.  Desde entonces, Mario Fortuny es conocido y venerado por nuestro pueblo como el Mártir del Silencio.

Un año después, Aureliano también llegó a México.  Finalmente su escondite había sido descubierto y el enmohecido alijo de armas confiscado en su totalidad, sin que hubiese recibido su bautismo de fuego.  Volvimos a organizar las reuniones de la Triple A, a instancias de Aureliano, que esperaba un envío de dinero prometido por Prío desde su exilio dorado en Miami: una migaja de la inmensa fortuna malversada durante su mandato.  Pero, tal como había ocurrido en Cuba, las reuniones se sucedían sin novedad y todo se limitaba a enunciados grandilocuentes, a declaraciones de intención, sin que se definiera un plan más o menos elaborado y, mucho menos, acciones concretas contra la dictadura.

Empezaba a sentirme desalentado, cuando una noche me citaron a reunión con Aureliano.  Lo primero que vi al llegar fue a Eufemio Fernandez, mafioso cubano implicado en tráfico de drogas, a quien yo despreciaba desde la muerte de Manolo Castro.  El y otros compinches formaban un grupo que se decía muy amigo de Manolo, medrando de su popularidad.  Sin embargo, cuando el ex presidente de la FEU fue asesinado, sus “íntimos amigos” se sintieron en peligro y para alejar de sí la amenaza declararon públicamente que el instigador del asesinato era Trujillo, el dictador dominicano, aunque para todos era indudable la autoría de la UIR.  Fue tan obvia la intención de salvar el pellejo y tan evidente la cobardía de Eufemio y los otros de su grupo que, incluso, nunca se atrevieron a participar en los actos de conmemoración por la muerte del otrora gran amigo.  Masferrer, que no desaprovechaba oportunidad para desacreditar a cualquiera, con el estilo mordaz que usaba en su periódico, los bautizó como “los viudos de Manolo”.

Pero la vida tiene vueltas insospechadas y, después del triunfo de la revolución, cuando yo actuaba como Fiscal de los Tribunales Revolucionarios de La Cabaña, volví a encontrar a Eufemio Fernandez.  Esta vez él formaba parte de un grupo enjuiciado por actividades terroristas de apoyo a los mercenarios que, armados y entrenados por el gobierno de Estados Unidos, justo en ese momento invadían Playa Girón, también conocida como Bahía de Cochinos: la primera gran derrota del imperialismo en América Latina, según la definió el Ché.

Por otra parte, la prometida ayuda de Prío a la Triple A parecía cada vez más una quimera.  Aureliano, viendo disminuida su autoridad se impacientaba y daba rienda suelta a su frustración con actitudes que estuvieron a punto de costarnos caro.  Esto se puso en evidencia de manera dramática una noche, cuando el grupo constituido por Aureliano y Raquel del Valle, su secretaria, Carlos Solís  - el que lo escondió en su casa -  y su esposa, el piloto David Cartaya, mi esposa Margarita y yo, fuimos a cenar al restaurante llamado “El rincón de Goya”, en un elegante sector céntrico de Ciudad de México.  En el curso de la cena, un comensal de otra mesa, en majadero estado de ebriedad, se sentó frente al piano del local y comenzó a aporrear las teclas con obstinación, ejecutando la más etílica e infernal melodía.  Encima del piano había un farol, estilo español, que lanzaba una tenue luz amarillenta sobre el beodo intérprete.  A mi se me ocurrió decir: “Sería bueno hacer algo para que este hombre se callara”.  Entonces, Aureliano, bajo los efectos de unos cuantos tragos demás, sacó su pistola y entregándomela dijo: “¡Tírale!”  Me chocó la prepotencia de su gesto y me molestó, aún más, sospechar que actuaba con la seguridad de quien está pensando: “Da lo mismo, este no se atreverá”.

El era ya un cincuentón, de larga trayectoria como político y conspirador, y yo tenía menos de la mitad de su edad, pero desde los quince años había formado parte de las huestes de Masferrer y recibido un aleccionamiento riguroso para enfrentar situaciones como esta, o peores.  De modo que tomé la pistola de sus manos y, en medio de esa atmósfera enrarecida por una densa nube de humo y pobremente iluminada, intenté apuntar lo mejor que pude y disparé.  Al segundo tiro, el farol, que había sido mi blanco, explotó en mil pedazos.  Hay que imaginarse la confusión que siguió.  El pianista, por supuesto, enmudeció al instante; los elegantes comensales corrían despavoridos, tropezando unos con otros.  En cuestión de minutos, el restaurante fue rodeado por la policía.  Yo, todavía poco conocedor del medio, insistí en explicar el incidente y reconocer mi participación ante los oficiales; pero Aureliano rechazó esta solución rotundamente.  Decidió que diéramos las armas a un camarero, para que las ocultara, y salió a hablar con uno de los jefes de la policía.  Al volver, anunció que todo estaba resuelto, pues en México no existía nada que una buena “mordida” no pudiese arreglar.  Nos llevaron a una delegación de policía donde dimos nombres falsos, declarando no conocer a la persona que había hecho los disparos, y nos dejaron en libertad.

Este último incidente y el encuentro anterior con Eufemio Fernández, fueron las gotas que colmaron el vaso.   Me desvinculé por completo de la Triple A, convencido de que por ese camino no llegaría a ninguna parte en mi afán de seguir luchando contra Batista, aunque los propósitos de Aureliano fueran los más sinceros.  A fines del 54 decidí trasladarme a Miami, donde permanecí unos meses.

En Cuba, las movilizaciones populares reclamaban por todos los medios a su alcance la liberación de Fidel y sus compañeros, que cumplían condena en el Presidio Modelo de la Isla de Pinos.  El tirano accedió dictando una ley de amnistía que condicionó su excarcelación con el destierro.  Así pues, mientras los jóvenes asaltantes al Moncada partieron al exilio en México, yo pude volver a Cuba, gracias a la misma amnistía.

Al llegar a La Habana, me encontré en una situación bastante difícil: no tenía trabajo, mi esposa estaba a punto de dar a luz a nuestra primera hija, Maggie, y vivíamos a costa de la generosidad de mi suegro.  Me acordé de mi amigo Mestre, por quien había empeñado mis escasos bienes para que comprara su yate y el anillo de compromiso, un valioso solitario de diamantes que regaló a Mary Percy.  El ya era todo un potentado, dueño del ingenio azucarero Nela y presidente de la compañía constructora Naroca, entre otros bienes.  Fui a verlo para explicarle mi situación y que me ayudara a conseguir trabajo, en ningún caso para pedirle dinero.  Mestre me recibió con amable cortesía, escuchó mi relato con tolerante paciencia, pero eludió el tema de mi trabajo con habilidad de mercachifle.  En cambio, fue extraordinariamente pródigo en consejos: “Guajiro, dedícate a la carrera, trabaja como abogado y no te metas en más problemas”, dijo, con aires de superioridad y unas palmaditas a la espalda, dando por terminada nuestra conversación y, también, nuestra amistad.

Sin embargo, nos veríamos una vez más, en circunstancias muy distintas.  Después de adquirir cierta fortuna, Mestre, que nunca se había interesado en la política decidió dedicarse a ella.  Cómo no, si desde inicios de siglo había quedado demostrado que la manera más fácil y rápida de hacerse rico era accediendo a un alto cargo público.  De la misma manera que urdió sus planes para casarse con una millonaria, se dedicó a esta nueva empresa, aspirando y resultando elegido senador en las últimas elecciones de Batista, pocos meses antes del 1° de enero de 1959.  Destituido por el gobierno revolucionario, como todos los demás elegidos dentro de la dictadura, participó en la primera gran conspiración contra la revolución, organizada y financiada por el dictador dominicano, Leonidas Trujillo.  El plan fue descubierto y todos sus integrantes detenidos y enjuiciados.  Entre ellos estaba Mestre.  Lo vi por última vez en la fortaleza de La Cabaña, un día de los tantos en que acudí a cumplir mi trabajo de fiscal.  El esperaba por su juicio, en el que no participé, pero supe que había sido condenado a veinte años de prisión.  La tortilla se había dado la vuelta.

En definitiva, al llegar a Cuba después de la amnistía y sin la ayuda de Mestre, abrí un bufete de abogados con el colega Fernando Hurtado.  Volvía a estar desvinculado de cualquier grupo que estuviera luchando contra Batista y me dediqué, durante un tiempo, a cumplir la segura y poco apasionante rutina de tinterillo, que me permitió ir sobreviviendo y hacer frente a las obligaciones de jefe de hogar y padre de familia.

Fue un período de relativa calma en el país y en lo personal, hasta fines de 1956.  En noviembre, la ciudad de Santiago de Cuba se vio convulsionada por la acción temeraria de los jóvenes del Movimiento 26 de Julio que, demostrando una rigurosa organización clandestina y una fuerza insospechada, hicieron estallar el clima insurreccional.  Con el alzamiento de la ciudad esperaban atraer sobre sí la represión de la tiranía, desviando la atención del yate “Granma”, que había salido de Tuxpán rumbo a las costas cubanas, con ochenta y dos hombres a bordo, comandados por Fidel.  La Generación del Centenario volvía a la carga, para cumplir la tarea inconclusa iniciada con el asalto al Moncada.

Los expedicionarios del “Granma” desembarcaron en la inhóspita playa de Las Coloradas, el 2 de diciembre de 1956, después de una extenuante travesía.  Tres días más tarde fueron sorprendidos por las tropas del ejército en el lugar llamado Alegría de Pío, de cuyo enfrentamiento sólo doce pudieron escapar de la muerte y apenas ocho de la captura, internándose en los abrigos montañosos de la Sierra Maestra, para crear el núcleo germinal del Ejército Rebelde.

El tirano respondió con la represión brutal en el llano y el exterminio indiscriminado en la Sierra, asesinando a campesinos, quemando casas y sembrados, bombardeando poblados y caseríos.  En contraste, los rebeldes fundaron pequeñas escuelas, brindaron prestación médica a quienes nunca antes la habían recibido y limpiaron aquellas comarcas de bandidos y salteadores que antaño las asolaran.  Los guajiros montañeses no dudaron en el camino a seguir, sumándose a las filas de los “alzados”.

La lucha clandestina en las ciudades extendió la insurrección y aportó fuerte contribución de acciones heroicas.  El 13 de marzo de 1957, un comando del Directorio Revolucionario, organización fundada por la Federación Estudiantil Universitaria y dirigida por José Antonio Echeverría, asaltó el Palacio Presidencial con la intención de llegar hasta los aposentos privados del tirano y ajusticiarlo.  En acto coordinado y simultáneo, José Antonio irrumpía en Radio Reloj para, a través de sus ondas, lanzar una encendida arenga al pueblo de Cuba, anunciando el ataque y su propósito.  La vanguardia de asalto logró llegar a las puertas de las habitaciones principales de Batista, pero la reacción de la guarnición y otras contingencias hicieron fracasar el riesgoso proyecto.  No lejos de Palacio, en una de las calles que asciende junto a los muros exteriores de la Universidad, el fogoso líder del Directorio fue ultimado después de abandonar Radio Reloj, al toparse frente a frente con una patrulla de la Policía.

A los pocos días de ocurrido el ataque a Palacio, fui abordado por un ex oficial de la policía de Prío, Armando González Milián.  Lo había conocido en la época de la Triple A y vino a pedirme ayuda para asilarse, confesando que poseía un cargamento de armas que habían sido abandonadas por gente que no llegó a participar en esa acción y estaban en poder de Manolo Vásquez Casanova, un policía en activo.  Me aseguró que podía confiar sin reservas en este último y disponer de las armas a mi antojo.

Con el apoyo de una amiga, Carola Carbó, pudimos asilar a González Milián en la embajada de Costa Rica.  Así fue como me vi a cargo de un montón de armas y en contacto con el policía Vásquez Casanova.

Respecto a las armas, sólo pude sacar una ametralladora Thompson que fue enviada a Arístides Viera, combatiente de la clandestinidad.  Margarita, involucrada de lleno en nuestros quehaceres, la trasladó hasta el Ministerio de Justicia, escondida en el fondo de una primorosa caja de muñeca de las niñas, entregándola a Rosita Merino, esposa de Julio Rodríguez, a quienes yo conocía desde mucho antes, pues el padre de Rosita era el magistrado Eloy Merino Brito, muy amigo de mi padre.

El policía Vásquez Casanova me pareció, al inicio, hombre de valor asombroso.  Se mofaba de las normas de seguridad, rechazando con desdén cualquier consejo para actuar con mayor prudencia, exponiéndose con un desplante rayano en la insensatez suicida.  Porque, en aquellos años, ser policía en activo y estar conspirando contra Batista significaba la muerte segura.  Este derroche de valentía, sin embargo, demostró no ser más que alarde.  Como era de esperar, la irresponsabilidad lo llevó a hacerse sospechoso.  Fue detenido, delatando a todos los que conocía como revolucionarios, a los amigos de los revolucionarios y hasta a los que imaginaba que podían ser amigos de los amigos de los revolucionarios.  Así fueron denunciados, entre otros, Carola Carbó, Rosita Merino y Julio Rodríguez, y también Gilberto Toste, conocido escritor contemporáneo, que tuvo la desgracia de visitar la casa del magistrado Merino Brito, cayendo preso sin tener nada que ver en el asunto.

Tuve la suerte de ser el último aprehendido en la redada.  Era un domingo de enero de 1958 y habíamos salido de casa muy temprano, en un feliz día de paseo con mi colega de bufete y su familia.  Al regresar, a eso de las seis, la policía me esperaba y tenía prácticamente detenida a mi suegra, que había ido a ayudar a Margarita en los preparativos del inminente parto de nuestra segunda hija.  Al ver que la casa estaba rodeada pensé en huir, pero mi suegra, adivinando mis intenciones, musitó “¡Fernando, ni te muevas, estamos rodeados y tienen órdenes de matar!”  De modo que, sin otra alternativa, quedé entregado a mi suerte.

Me detuvieron y condujeron al ya conocido Buró de Investigaciones.  Insisto en que anduve con suerte porque, al llegar allí, el magistrado Merino Brito estaba en el lugar; había acudido en socorro de su hija y yerno, ambos hechos prisioneros, y me vio.  Además, al ser capturado mucho más tarde, me ahorré unas cuantas horas de golpiza.  Bien conocía yo la temible “hospitalidad” de este centro de detención, que había probado cuatro años atrás, bajo los puños de Martín Pérez, el esbirro.  Esta vez me condujeron a otro calabozo, con otros esbirros que me propinaron la zurra de “ablandamiento” de bienvenida, previa al careo con Vásquez Casanova.  Encontré a este hombre transformado por el miedo, implorando desesperado: “¡Flórez, por favor, habla!  ¡Qué nos van a matar!”.  Yo, de nuevo en la misma encrucijada, respondí que no tenía nada que decir, puesto que él lo había dicho todo, recibiendo el consabido castigo de mano de los matones presentes.

El más torturado de nosotros fue, sin dudas, Julio Rodríguez, a quien apremiaban por haber entregado la ametralladora Thompson a Arístides Viera y para que delatara su paradero.  Este audaz revolucionario murió combatiendo, con esa ametralladora en sus manos, en un enfrentamiento con la policía frente al Coney Island, entre las dos rotondas de la Quinta Avenida, donde ahora se erige un monumento en su homenaje.

Julio Rodríguez salvó con vida gracias a su parentesco con el magistrado Merino Brito, que movió todas sus influencias para minimizar la acusación en contra de nosotros.  Aún así, nos tuvieron quince días en los calabozos, sometidos al ya conocido ritmo de tormento programado en sesión matinal, vespertina y nocturna, para sacarnos toda la información posible.  Finalmente, gracias a las gestiones del propio magistrado y de mi padre, nos pusieron a disposición de los Tribunales de Justicia en la prisión del Castillo del Príncipe.  Llegar allí fue como disfrutar de un grato asueto porque, aunque seguíamos presos, al menos no nos torturaban.  Estuvimos detenidos un mes más, hasta febrero o marzo del 58, cuando un milagroso hábeas corpus nos proporcionó la libertad.

Al policía Vásquez Casanova lo volví a encontrar una última vez y, por irónica coincidencia, terminó como mi amigo Mestre, condenado por participar en la conspiración trujillista.

Mi segunda hija, Lourdes o Lula, como es llamada con cariño, nació mientras estaba preso en el Castillo del Príncipe y verla llegar en brazos de su madre, a través de los barrotes carcelarios, es la primera visión que de ella guardo.

Ya para esta fecha, el Ejército Rebelde había extendido la lucha guerrillera a toda la montaña.  Bajo la dirección de Fidel, consolidó sus fuerzas derrotando a las tropas regulares con una estrategia y en una forma de lucha para la que no estaban preparadas mental ni moralmente.  Acciones militares de creciente envergadura fueron forjando un territorio libre y catalizando la insurgencia popular en el resto del país.

Dentro del Castillo del Príncipe, tuve la suerte de vincularme al Directorio Revolucionario 13 de Marzo, el mismo que había protagonizado el ataque al Palacio Presidencial.  En dichas circunstancias conocí a Angel Quevedo, también preso, perteneciente a esta organización.  Por su intermedio establecí contacto con miembros clandestinos del Directorio que, a pesar de haber sido diezmados después del ataque a Palacio, organizaron un frente guerrillero en la Sierra del Escambray, en el centro del país, prevaleciendo allí por su voluntad de pelear.

Esta última detención hacía difícil, sino imposible, que prosiguiera cualquier actividad insurreccional en la capital.  Por tanto, subí al Escambray por Placetas, hasta Güinía de Miranda, donde me reuní con Faure Chomón, que había recibido múltiples heridas en el asalto a Palacio, salvando de milagro y asumiendo el liderazgo del Directorio, tras la muerte de José Antonio Echeverría.  También encontré a Humberto Castelló, conocido hacía ya tanto tiempo en la Universidad, en los días posteriores al asesinato de Manolo Castro.  Una amistad profunda e inquebrantable nos ha unido desde entonces.

Ya la columna invasora del Ché había llegado a Las Villas, siendo recibida allí por las fuerzas del Directorio Revolucionario.

Faure y los demás decidieron que sería más útil para la organización si yo reemplazaba a Piro Abreu, que había cumplido durante meses la función de enlace entre la sierra y el llano, pero estaba demasiado expuesto, corriendo peligro de ser detenido en cualquier instante, ordenándole subir a las lomas.  Por tal motivo asumí estas tareas clandestinas en las ciudades de Placetas, Sancti Spiritus y Trinidad.  Además, mi padre era en ese momento juez en Sancti Spiritus, lo que me brindaba una buena excusa para instalarme allí y cierta protección ante la eventualidad de ser descubierto.  Por otra parte, había conseguido trabajo como agente vendedor de abono agrícola, lo que justificaba razonablemente mis frecuentes desplazamientos por la región.  Con esta fachada y el nombre de guerra de Luis, subí y bajé varias veces esas serranías, llevando pertrechos y noticias a los guerrilleros, y estableciendo los contactos necesarios con el mando.

Pronto los rebeldes bajaron de las montañas y comenzó el asedio a las ciudades de la zona, uniéndome a ellos y participando en la toma de Sancti Spiritus y Trinidad.  En esta última, los combates fueron breves pero intensos.  Cuando ya se oían apenas uno pocos disparos de algunos soldados batistianos que habían quedado rezagados sin poder escapar, llegó la noticia: el tirano había sido derrotado.  Era el 1° de enero de 1959.  Recuerdo, incluso, que vimos un avión pasar muy alto por el cielo trinitario y el entusiasmo nos hizo especular que allí, probablemente, huía Batista.

Al cuarto día, con los jefes del Directorio, partí de regreso a La Habana y, al siguiente, me incorporé a trabajar como Fiscal de los Tribunales Revolucionarios de La Cabaña.  Un mes después recibí el nombramiento de Teniente Fiscal del Tribunal Supremo de Justicia y, para poder cumplir ambas tareas con entera libertad, los comandantes Faure Chomón y Humberto Castelló firmaron mi hoja de licenciamiento del Directorio, asignándome el grado de Capitán.

De aquella época en el Escambray guardo esta carta que me hizo llegar Humberto Castelló.  Se refiere al período universitario y a la lucha clandestina, expresando fielmente el idealismo y el fervor revolucionario que nos inspiró a todos; incluso a mí, que tuve que andar un largo camino para encontrar el rumbo acertado.


SEGUNDO FRENTE NACIONAL DEL ESCAMBRAY Y DEL DIRECTORIO
Noviembre 5/1958

Querido amigo Luis:
                        Al recibir tu carta sentí gran alegría, pues hacía muchísimo tiempo que no tenía noticias tuyas y por tus letras veo has seguido con el mismo idealismo de los años en que iniciamos esas luchas al lado del honesto y querido Manolo Castro.
                        Cuando leía tu carta vinieron a mi pensamiento los recuerdos de los días del C.E.S.U. en que luchamos por el adecentamiento de aquella F.E.U. corrompida, sin nunca olvidar a la República que en definitiva era el eje de todas nuestras inquietudes.  Así lo hemos demostrado a través de este tiempo de angustiosa tiranía, donde han caído muchos amigos, que han dejado vacíos irreparables en nuestras almas, pero que a su vez, el dolor infinito de sus pérdidas nos ha hecho que los sublimemos en dar todos nuestros esfuerzos y los mejores pensamientos a la causa más noble: luchar por la libertad.
                        Cuánto te agradecemos Faure y demás combatientes de este 2° frente del D.R. tus palabras de aliento y tu gesto y acción puestos al servicio de la Revolución, a través del Escambray, sierra que ha mantenido los postulados de nuestros queridos hermanos José Antonio Echeverría, Fructuoso, Joe Pepe Wanquemert y todos los demás, que llevo tan sagradamente en mi corazón.
                        Sigue, querido amigo, tu valerosa labor, que estamos próximos a fundirnos en un abrazo, al clamor de un pueblo libre que hace justicia revolucionaria.
                        Te abraza,
                        Castelló



[1] Newton Briones Montoto: Aquella decisión callada. ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1998, p. 63.
[2] Newton Briones Montoto: Aquella decisión callada. ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1998, p. 60.
[3] Hugh Thomas: Cuba, ed. Grijalbo, México, 1974, t. 2, pp. 739 – 741.
[4] Expresión popular cubana, sinónimo de muchacho, niño, mocoso.
[5] Salario que se cobraba por el desempeño de un puesto público sin siquiera trabajar.
[6] Cubanismo que alude al delator o soplón, en forma despectiva.








V.      Triunfo revolucionario y encuentro con Fidel




¡Quién lo habría imaginado!  Tras tan incierto comienzo, quince años ha, como aprendiz de mafioso y adversario de Fidel, verme llegando a La Habana con las tropas guerrilleras, en ropaje verde olivo y ascendido a capitán de las fuerzas del Directorio Revolucionario era, por decir lo menos, un curioso itinerario y más que un singular desenlace.

Ese 1° de enero de 1959, el pueblo jubiloso se lanzó a las calles celebrando la victoria de los rebeldes y la fuga del dictador.  Y no le faltaban razones.  Al cabo de siete años de lucha sin cuartel, en la que más de veinte mil de sus hijos perecieron en manos del tirano, torturados y asesinados en su mayoría, la Revolución llegó triunfante.

Comandada por Fidel, traía consigo la íntima convicción de estar andando el camino correcto hacia la verdadera y definitiva independencia, y la férrea voluntad de cumplir el sueño inacabado de Martí, de “fundar la República justa”, aquella que debía ser hecha “con todos y para el bien de todos” y cuya ley primera proclamara “el culto a la dignidad plena del hombre”.

Iniciada por los ocho expedicionarios del “Granma” que encontraron refugio en las montañas tras el desastre de Alegría de Pío, la insurrección fue liberando territorios, ganando apoyo popular y debilitando, en consecuencia, el poder de la dictadura.

El año 58 transcurrió vertiginoso.  En el verano, las fuerzas rebeldes de Oriente, al mando directo de Fidel, aplastaron la última y desesperada ofensiva militar del tirano, cambiando radicalmente la situación estratégica de la guerra.  Enseguida pasaron a la contraofensiva.  Con los frentes guerrilleros orientales, dirigidos por los comandantes Raúl Castro y Juan Almeida, fueron arrebatando plaza tras plaza al enemigo; al tiempo que las columnas invasoras de Camilo y el Ché, tras vencer increíbles obstáculos naturales y militares en su avance hacia Las Villas, ponían sitio y rendían a los pueblos y ciudades en el centro del país.

Batista, en un último intento por conservar el poder, llamó a elecciones generales, celebradas el 3 de noviembre de 1958.  La mascarada electoral, que a duras penas logró convocar a un 20% de los ciudadanos con derecho a voto, pese a las manifiestas medidas de presión en su contra, demostró que los días del dictador estaban contados.

El 1° de diciembre, en la Sierra del Escambray, las fuerzas del Ejército Rebelde y el Movimiento 26 de Julio, representadas por el Ché, y las del Directorio Revolucionario, por Faure Chomón, firmaron el Pacto del Pedrero, acordando coordinar sus acciones en la lucha contra la tiranía.  Poco más tarde, el Partido Socialista Popular, es decir, las filas comunistas, se sumaron a este acuerdo.

Por otra parte, las organizaciones revolucionarias clandestinas actuaban en las ciudades con redoblada eficiencia.  El respaldo del pueblo a la Revolución y a Fidel era ya indiscutible; con fuerza avasalladora se hacía patente en la sierra y en el llano, abarcando a la nación en su totalidad.

El poderoso vecino del Norte, como era su costumbre, no se mantuvo indiferente a los vientos revolucionarios que conmovían la Isla y, desde marzo, presionaba a Batista, el fiel lacayo que tan bien le había servido en el pasado, conminándolo a entregar el poder a un hombre afín a los intereses de Estados Unidos, pero políticamente ajeno a la tiranía.  De lo que se trataba era, sin duda alguna, de impedir a toda costa el triunfo de los rebeldes.

El dictador, consciente de su incapacidad para contener la ofensiva guerrillera, aceptó la propuesta del Embajador norteamericano, Earl T. Smith, formulada el 7 de diciembre de 1958, en la que le planteaba abandonar el país.  El 22 del propio mes, Batista comenzó a preparar su fuga y la entrega del poder a un titulado gobierno provisional, que contaba con la venia anticipada de Washington.

Al mismo tiempo, la cúpula militar comenzó a maniobrar desesperadamente para tratar de sobrevivir al naufragio de Batista.  Con este propósito, el 28 de diciembre, el general batistiano, Eulogio Cantillo, se trasladó a Oriente para entrevistarse con Fidel en territorio liberado.  Allí se comprometió a arrestar a Batista, sumar la guarnición de Santiago de Cuba al Ejército Rebelde y apoyar la creación de un nuevo gobierno, sin participación extranjera en los asuntos internos de Cuba, ni golpe de Estado en la capital del país.

El último día del año, capitulada la ciudad de Santa Clara y a punto de ser tomada la de Santiago, se consumó el colapso militar del régimen.  Esa noche, un grupo de altos oficiales intimó al tirano a que abandonara el país.  Durante la madrugada del nuevo año, según lo acordado con el representante de Estados Unidos en La Habana, Fulgencio Batista entregó el poder a una junta cívico militar presidida por un magistrado del Tribunal Supremo, el fantoche de turno, y respaldada por el general Cantillo que, traicionando el compromiso adquirido con Fidel, asumía la jefatura de los restos del derrotado ejército.

Tan acostumbrados estaban a que el sacrosanto imperio manipulara a su antojo la libertad de Cuba que creyeron, los ilusos, que esta última y desesperada maniobra lograría abortar la consumada victoria revolucionaria.

Puesto en conocimiento de tales hechos, el comandante Fidel Castro habló a todo el país a través de las ondas de Radio Rebelde, recordando cómo sesenta años atrás, también un día de enero, las tropas de ocupación extranjeras se habían apoderado del triunfo alcanzado por el solo esfuerzo de los libertadores, frustrando la independencia.  En esta combativa arenga llamó al pueblo a la huelga general, ordenó a los comandantes Camilo Cienfuegos y Ernesto Ché Guevara avanzar hacia la capital para ocupar sus principales fortalezas militares y a todo el Ejército Rebelde que prosiguiera la ofensiva con bríos multiplicados.

La guarnición de Santiago de Cuba, la segunda en importancia del país, fue atacada y rendida en breves horas; las columnas guerrilleras comandadas por Camilo y el Ché penetraron en La Habana, centro neurálgico del poder, apoderándose de la Fortaleza de La Cabaña y del Campamento Militar de Columbia y así, con el pueblo entero lanzado a las calles, se cerró el paso a la traición.

Aquel 1° de enero, la América Latina contempló por vez primera la imagen de un pueblo que había logrado vencer a un poderoso y temido ejército regular.

Ya de noche, desde el balcón del ayuntamiento de la heroica Santiago, Fidel se dirigió a la nación para proclamar, con palabras vibrantes y emocionadas, el triunfo de la Revolución.  Al día siguiente, inició la marcha de la victoria hacia la capital, atravesando pueblos y ciudades en un avance que se hizo lento, pues la multitud enardecida detenía el paso de la caravana para ovacionar a los héroes rebeldes, estrechar sus manos, abrazarlos y tocarlos, como una madre recibe al hijo pródigo que vuelve invicto de la guerra.  Al octavo día de enero llegó a La Habana y esa misma noche habló al pueblo habanero y al país desde el antiguo Campamento de Columbia, que sería convertido pocos meses después en una escuela, con el nombre de Ciudad Libertad.

Cuando se proclamó el triunfo, las fuerzas del Ché y del Directorio habíamos tomado Sancti Spiritus y librábamos las últimas escaramuzas en Trinidad, hermosa villa colonial, de las primeras fundadas por los españoles.  En ambos lugares, los desmoralizados soldados de Batista escaparon hacia la costa, donde una nave de la Marina de Guerra los esperaba para darse a la fuga.

Después de tener el control de esas ciudades se me encargó la nueva tarea de actuar como auditor del Directorio, junto a Miguel Duque De Estrada de la columna del Ché, incautando los fondos de los ayuntamientos, congelando cuentas bancarias para impedir la extradición del dinero malversado y aplicando medidas destinadas a establecer el orden jurídico en la zona, que evitaran, por ejemplo, que las víctimas de abusos del régimen lincharan a sus victimarios o, por el contrario, que estos criminales y otros responsables de delitos escaparan a la acción de la justicia.

El día 3 de enero, junto a los dirigentes del Directorio Revolucionario, llegué a La Habana.  La capital vivía momentos de emoción indescriptible; el pueblo, en jubilosa exaltación, bullía de entusiasmo contagioso.  Hombres y mujeres de rostros radiantes salían al paso de nuestra caravana para saludarnos, palmotear nuestros hombros cansados, mientras lanzaban vivas a los guerrilleros, a la Revolución y a Fidel.  Estas demostraciones de alegría popular, por supuesto, se multiplicaron con creces cuatro días más tarde, alcanzando su apoteosis con la llegada de las columnas rebelde al mando del propio Fidel.

Como la Universidad había sido cuna del nacimiento y testigo de la acción del Directorio, desde que fuera fundado por el inolvidable líder estudiantil, José Antonio Echeverría, nuestra caravana enfiló sus pasos directamente a la Colina Universitaria y, sin pensarlo dos veces, tomó posesión del Rectorado convirtiéndolo en la sede provisional de nuestra organización.

Bien instalados estábamos allí, aquel atardecer del día ocho, cuando Fidel pronunció su memorable discurso en Columbia.  Con Camilo Cienfuegos a su derecha, hablaba al pueblo, alertándolo contra el exceso de optimismo, a no dejarse llevar por engañosas ilusiones, ni creer que con el triunfo era suficiente, pues quedaba mucho por hacer, un largo camino por andar y, tal vez, en lo adelante todo fuera más difícil.  Y cuando interpelaba a todas las organizaciones que habíamos participado en la lucha, llamándonos a la unidad necesaria, en medio de la multitudinaria asistencia una paloma blanca aparecida de la nada eligió su hombro para posarse con suavidad, en el mismo instante en que preguntaba: ¿Armas, para qué?  La extraordinaria y caprichosa alegoría causó profunda impresión en todos los presentes: la paloma blanca, símbolo universal de la paz, permaneció muy a gusto sobre el hombro de Fidel, mientras este exhortaba a la concordia.

El líder de la joven Generación del Centenario, organizador del asalto al Cuartel Moncada y el desembarco del Granma, mentor y jefe del Ejército Rebelde, artífice de la guerra y la victoria, llegaba a La Habana, no para imponerse, aunque hubiera sido lo más fácil.  Con el prestigio y la fuerza que le daban los méritos anteriores y el apoyo incondicional de todo el pueblo, tenía en sus manos un poder avasallador inobjetable.  Sin embargo, en lugar de ejercerlo, desde el primer día inició una paciente y tenaz labor persuasiva por la unidad de todos los revolucionarios, para sumar sus voluntades sin importar cual fuera la organización a la que pertenecían.

Yo, como todos, no podía sino admirar a Fidel.  Lo vivido durante los últimos años había demostrado, fehacientemente, quien llevaba la razón.  Pero mi admiración estaba matizada por vagos temores, nacidos del recuerdo de los hechos pasados que nos habían enfrentado y que me hacían sentir, sin duda, cierta incertidumbre ante la posibilidad de un futuro reencuentro.

Esa misma noche, sin embargo, pude constatar el espíritu de unión que inspiraba su quehacer y cuan equivocado estaba yo.  Siendo ya muy tarde, Fidel llegó a la Universidad.  Solo y desarmado subió por la amplia escalinata que custodia el Alma Máter, hasta el edificio del Rectorado, mientras nuestros jefes se hallaban reunidos en las oficinas del Rector.  De pronto, hizo su aparición en el salón de las columnas, causando incredulidad y asombro entre los combatientes del Directorio que minutos antes conversábamos distraídos, disfrutando del anhelado descanso en actitud relajada.

Allí estaba yo, una semana después del triunfo, en presencia de Fidel, con mi admiración y mis temores en medio del gran salón.  Sin poder evitarlo, pasaron por mi mente las imágenes fugaces de la reyerta iniciada en el anfiteatro Méndez Peñate y concluida en la Plaza Cadena, del airado encuentro en la estrechísima acera colonial de La Vieja Habana, y no puedo negar que me sentí embargado por un inquietante sentimiento.

Fidel, al reconocerme se acercó, me extendió su mano a modo de saludo y sonriendo preguntó:  ¿Y qué, Flórez, tu sigues siendo mi enemigo?  Yo, cohibido por este gesto cordial inesperado y mis propias aprensiones, respondí: ¡Coño, Fidel, quién va a ser enemigo tuyo ahora!  Luego, pasando su brazo sobre mi hombro, en tono familiar y afable se interesó por saber de mi vida todos esos años, si me había casado, si tenía hijos y cuales eran mis proyectos.  Yo estaba tan turbado por esta demostración de afecto que había desbaratado en un segundo todos mis prejuicios, que ni siquiera recuerdo lo que respondí.  Después, siguió caminando hacia las oficinas del Rector, para reunirse con Faure y los otros dirigentes de nuestra organización.

El encuentro me dejó eufórico, deslumbrado, mientras pensaba: “Este hombre, a quien he tenido por enemigo durante tantos años, tiene ahora la autoridad suficiente para aplastarme con sólo mirarme feo y, en lugar de hacerlo, me muestra su amistad”.  Tal gesto merecía, sin duda alguna, la mayor admiración; porque hubo muchos otros adversarios del pasado que en lugar de represalia encontraron, como yo, la misma amistad, demostrando que Fidel estaba por encima de pequeñas rencillas personales y su gran anhelo era lograr la unidad necesaria para construir el futuro.

Una semana más tarde, a lo sumo, fui a verlo al Hotel Habana Hilton, hoy Habana Libre, donde Fidel había establecido su centro de mando.  Fui con Mayito, hijo de Mario Fortuny, el “Mártir del Silencio”, el inolvidable amigo y compañero de la Triple A, muerto bajo tortura cinco años atrás.  Mayito, apenas un adolescente, quería ser soldado del Ejército Rebelde y decidí presentarlo a Fidel.  Este escuchó con interés la inquebrantable decisión del muchacho de integrar las filas de las nacientes fuerzas armadas revolucionarias y dio instrucciones para que se atendiera su solicitud de ingreso.

Después se dirigió a mí, volviendo a preguntar sobre mis actuales proyectos de trabajo.  Le expliqué que me había incorporado como voluntario a los Tribunales Revolucionarios que operaban en la Fortaleza de La Cabaña, donde actuaba como fiscal.  Pero mi respuesta no lo dejó conforme, diciendo que como voluntario no percibiría sueldo alguno, e insistió en saber dónde me gustaría trabajar.  Yo, azorado por tanta gentileza, contesté deprisa:  “Mira, Fidel, tu sabes que yo soy abogado y cualquier cosa en mi profesión me viene bien”.

Se volteó hacia uno de los compañeros que nos rodeaban y preguntó: ¿Cómo se llama el Ministro de Justicia?  Este había sido designado hacía apenas unos días por el presidente Urrutia y Fidel aún desconocía su nombre.  Cuando uno de los escoltas se lo dio, redactó la siguiente nota:



Dr. Angel Fernandez:

Por primera vez escribo una nota en este sentido.
Le presento al Dr. Flores.  Es revolucionario.
Si usted considera que puede ser útil a ese departamento, tómelo en consideración.
Queda en manos de usted resolver con entera libertad.

                                                                    Fidel Castro R.


Con esta carta de presentación llegué a las oficinas del Ministro Fernández quien, al saber que ya estaba trabajando como fiscal en los Tribunales Revolucionarios de La Cabaña, me designó Teniente Fiscal del Tribunal Supremo de Justicia.

Durante los próximos cuatro años desempeñé ambas tareas con simultaneidad, acometiendo una difícil labor, muchas veces agotadora, pues, aunque los grandes culpables políticos del derrotado régimen habían logrado escapar, decenas de malversadores y criminales, integrantes de los cuerpos armados implicados en torturas, desapariciones y asesinatos, debieron enfrentar la justicia revolucionaria.

Este nuevo frente de lucha me permitió conocer de primera mano y enfrentar la perversidad y el poderío brutal del enemigo, que intentaría por todos los medios a su alcance destruir la Revolución.  No se trataba de un enemigo cualquiera, sino de la potencia más poderosa que haya existido jamás: el arrogante vecino del Norte que, impotente y rabioso, volcó su odio feroz contra esta pequeña isla insurrecta, que decidió desafiarlo en su propio patio trasero.  En este ambiente de enfrentamiento directo contra los más viles criminales al servicio del imperio, se terminaron de afianzar mis convicciones revolucionarias.

En marzo de 1963 fui nombrado Embajador en Polonia, iniciando una nueva etapa de trabajo que se prolongó durante más de treinta años.
 






Fernando L. Flórez Ibarra, nació en La Habana, donde se graduó como Doctor en Derecho.
En la universidad, conoció al también joven estudiante universitario, Fidel Castro Ruz, circunstancia que marcaría su vida para siempre.
Participante activo en la lucha clandestina contra la tiranía batistiana, estuvo preso, sufriendo tortura y luego el exilio en México, hasta la amnistía de 1954.
En los últimos meses de la tiranía,
combatió junto a las fuerzas del Directorio Revolucionario, en la Sierra del Escambray, llegando a alcanzar el grado de Capitán.
A partir del triunfo de la Revolución, en enero de 1959, fue designado Fiscal de los Tribunales Revolucionarios y, dos meses más tarde, Teniente Fiscal del Tribunal Supremo de Justicia, desempeñando ambos cargos hasta 1963, cuando fue nombrado Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Cuba.
Cumplió misiones como Embajador en Polonia, Yugoslavia, Ecuador, Suecia e Islandia, y Francia, hasta 1994, con breves intervalos entre un país y otro, en los que se desempeñó como responsable de un plan ganadero, Director de la Dirección de Países No Alineados y otros cargos en el Ministerio de Relaciones Exteriores de su país.
Es miembro fundador del Partido Comunista de Cuba y, entre otras condecoraciones, se le han otorgado las medallas de la lucha clandestina y de la liberación.







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