LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LA ERA DEL CONTROL DIGITAL

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LA ERA DEL CONTROL DIGITAL

Newsletter de Análisis Informativo


06/09/2024

Andrés Almeida
Por Andrés Almeida
Editor General de Interferencia

 

En los 70 en Chile, la oposición al gobierno de Salvador Allende lanzó una fuerte campaña; “La Papelera no”, para impedir que la CMPC de la familia Matte pase al área de la propiedad estatal, mediante una expropiación. El argumento era que el control del papel le daría al gobierno de la UP el poder de decidir qué es lo que se imprime en Chile y qué es lo que no, afectando así las libertades de expresión y prensa. Esto, en el entendido de que el papel es un insumo crítico para diarios y revistas.

Pasaron los años, y la pugna de hace 50 años parece un arcaísmo, en gran parte porque la prensa como tal -hecha de papel y tinta-, se ha reducido a niveles impensables, dado su reemplazo progresivo e implacable por internet, como soporte de los contenidos escritos y gráficos. 

Además, de alguna manera nos quedamos con la idea de los inicios de internet, cuando esta tecnología parecía ser la tierra prometida de la libertad de expresión, en la que cualquier persona con tan solo una línea telefónica podía decir lo que quisiese, cuándo lo estimase necesario, sin necesidad de acceder a una imprenta, sofisticados canales logísticos de distribución, ni a las casas de broadcasting -TV y Radio-, desde donde se emiten ondas a través de un limitado espectro, el que condiciona un oligopolio natural.

La Primavera Árabe de 2010-2012 pareció subrayar la etapa utópica de internet, dado que el movimiento de protesta en esas latitudes alcanzó un ímpetu inusitado, a propósito de las comunicaciones que permitían los teléfonos celulares y su capacidad de conectarse a internet, y en particular a Twitter, desde donde se fogonearon los ánimos y las proclamas por mayor libertad, en países de larga tradición autoritaria.

La historia -que suele convertir las utopías en distopías- lo hizo con ese hito histórico, y finalmente una resaca autoritaria y conservadora volvió con más fuerza sobre los ciudadanos árabes, cuando no la violencia y la guerra. 

Algo parecido está pasando con internet…

Lo que parecía un espacio ilimitado para la creatividad, la innovación y la libertad, fue rápidamente siendo parcelado por los grandes actores tecnológicos, en especial por los llamados Big Four: Google, Apple, Facebook y Amazon, las cuatro compañías californianas más grandes, las que no tardaron en convertirse en actores monopólicos, a la vieja usanza del capitalismo más clásico. 

Google, cuyo eslogan era Don’t be evil (No seas malo), simplemente lo abandonó en los hechos en 2018, con tal de no quedarse fuera del mercado chino, accediendo a las normas y restricciones que impone China a las comunicaciones del país y de su propio sector tecnológico, el que también ha tendido a concentrarse en unas pocas manos, entre las que se cuenta las de su autoritario gobierno.

Amazon prácticamente arrasó con los pequeños y medianos comercios, los que sustentaban buena parte de la clase media estadounidense. Jeff Bezos, en un acto tal vez de pretendida purificación, adquirió The Washington Post por apenas US $250 millones, con el propósito de rescartarlo de la debacle que el mismo Silicon Valley estaba creando. 

Apple, por su parte, creó un redil de usuarios adictos a su tecnología, la cual representa una caja negra a la que solo tiene acceso la compañía, y a mecanismos de obsolescencia programada que garantizan mercados cautivos en cada nuevo lanzamiento.

En tanto, Facebook y Google se apropiaron de prácticamente todo el mercado publicitario, lo que fue un meteorito para el sistema de medios tradicional que vivía del avisaje -como Uber fue para los taxis-, con lo que también pasaron a controlar -con sus algoritmos- lo que ven y no ven los usuarios de plataformas tan populares como Instagram o YouTube, empresas adquiridas en lógicas monopólicas por estos grandes actores, para capturar la atención, el tiempo y los datos de los usuarios, con el propósito de enchufar publicidad al callo para cada usuario, lo que constituye el valor de este segmento de la tecnología digital. 

Estos gigantes cambiaron sus nombres a Meta y Alphabet, para verse a sí mismos como proyectos comprensivos de fenómenos que van mucho más allá de sus orígenes (una red social y un buscador), planteándose ser ecosistemas en sí mismos, donde transcurren autónomamente los grandes fenómenos comunicacionales y de información. 

Los medios -tradicionales y nativos digitales- y los periodistas tuvimos que adaptarnos a ese nuevo escenario, y terminamos, en gran medida, produciendo contenidos para alimentar los algoritmos de Google o Facebook, y ahora Instagram y Tik Tok, aceptando por ello una pequeña fracción de la publicidad que se  emite por las grandes plataformas, e incluso, pagando publicidad para no quedar en el último rincón de sus algoritmos. 

Algo que es particularmente perturbador, pues cuando los medios y periodistas ni bien terminamos de comprender las lógicas de los algoritmos para los que trabajamos, invirtiendo tiempo y dinero, estos cambian arbitrariamente y dejan el descalabro incluso en grandes proyectos. Fue el caso de BuzzFeed, que optimizó toda su línea de noticias para satisfacer los designios de Facebook, lo que quedó obsoleto cuando Mark Zuckerberg decidió virar su apuesta de red social a Instagram (la cual evita compartir links), lo que coadyuvó al cierre de BuzzFeed News en 2023, luego de haberse planteado desafiar al mismísimo The New York Times.

El único gran actor más o menos amable con la prensa ha sido Twitter, plataforma que no busca secuestrar la atención de sus usuarios, permitiendo repartir links que alimentan otras geografías digitales. Twitter -de algún modo- mantuvo su dinámica de ‘red social’, en tanto privilegia la interacción entre personas naturales, a diferencia de Facebook que busca conectar seres humanos con proyectos profesionalizados online que pagan publicidad. Algo que hace que sus algoritmos manipulen menos los procesos cognitivos de sus usuarios, en tanto se constituye en un espacio más o menos libre de debate y deliberación entre personas naturales. 

Es por eso que Twitter es la red social favorita de políticos, periodistas y otros actores, en cuanto a su participación del debate público, pues acá tienen un mayor control de lo que dicen y cuándo lo dicen.

Sin embargo, Twitter es muchísimo más pequeño, por lo que su alcance es marginal al considerar los grandes números de audiencia que requieren los medios para sobrevivir, y tiene otros gravísimos problemas. 

Por alguna razón antropológica que no alcanzo a dilucidar, la dinámica de microblog de la plataforma -en la que los usuarios siguen y son seguidos de manera más o menos libre y pública- lleva a grandes animosidades, lo que es terreno fértil para discursos de odio.

También Twitter -al igual que Facebook y Google- son campo fértil para la industria de la desinformación, la cual se ha convertido en un sofisticado actor que busca atacar -mediante actos deliberados, maliciosos y profesionalizados- los fenómenos y las debilidades de los procesos cognitivos de las personas, lo que se traduce en alimentar una serie de sesgos para manipular su opinión y comportamiento en la arena pública. 

Se trata -por su puesto- de las famosas fake news, las cuales se diferencian de las anteriores campañas de desinformación -las cuales han existido siempre- , pues prácticamente no dejan huella respecto de sus autores, y afectan a grupos muy específicos,por lo que incluso a veces nadie conoce de la existencia de una campaña. Esto es posible porque las personas en su vida online han tendido a agruparse en 'cámaras de eco', donde los mensajes y comunicaciones redundan respecto de lo que ese particular grupo identitario quiere decir y oír. Con esto, se fracciona el debate y se polarizan las opiniones.

Otra diferencia con los ambientes de intoxicación informativa del pasado, es que hoy los medios de comunicación dejaron de ser árbitros reconocidos para diferenciar lo real y lo razonable, siendo hoy día un actor más del juego, pero sin ninguna autoridad sobre éste. 

Así, las redacciones de periódicos, radios y canales, dejan de ser mediadores entre las autoridades públicas y el público, las que llegan a éste de manera directa, lo que ofrece nuevas y grandes posibilidades de manipulación. 

Pasó muy claramente con Donald Trump en su primera campaña presidencial, quien a través de su cuenta de Twitter mentía y torcía la realidad a su antojo, sin que nadie pudiese retrucarle, como solían hacer los periodistas de los medios donde antes los candidatos y presidentes emitían sus declaraciones.

Ante eso, surgió un movimiento de periodistas, fact checkers profesionales, quienes se especializaron en los procesos de verificación online respecto de lo que dice la autoridad, buscando recrear los antiguos procesos de verificación que hacían los antaño poderosos medios, los que -debilitados por su caída de ingresos-, simplemente reblandecieron su capacidad de contrastar datos.

No ha sido suficiente, pues sus contrapartes -la industria de las fake news y los comunicadores corporativos de empresas y políticos- simplemente tienen más recursos, los que no deben obtener del fenómeno comunicacional online en sí, totalmente cooptado por las plataformas, por lo que no ha sido posible erigir un nuevo arbitraje periodístico sobre lo que es real y lo que es falso, lo que factual y lo que es interpretación.

Además, llegó la hora de pasar cuentas a los antaños poderosos medios de comunicación, con lo que las objeciones a sus desempeños históricos, muchas veces marcados por polémicas y formas de actuar ciertamente objetables -como es el caso de la participación de los diarios de El Mercurio en las campañas de desinformación de la dictadura-, llevaron a desacralizar a la prensa como un ‘cuarto poder’, entendiéndose ahora como un actor de influencia más, sobre el que cabe sospechar.

Twitter, por su parte, buscó solucionar los problemas de desinformación creando una especie de superestructura cuasi legal y cuasi judicial de restricciones y sanciones, para así controlar no solo los ejércitos de bots que afectaban sus instrumentos, como los trending topics, sino también respecto de los abusos que podían cometer sus usuarios más relevantes. 

Fue así como Twitter proscribió la cuenta de Donald Trump en 2021, lo que a mi juicio muestra el durísimo clivaje en el que nos encontramos.

Si bien es cierto que el ex presidente es un mitómano profesional (lo cual no digo como figura retórica, sino como un actor de la industria de la desinformación) ¿quiénes son los funcionarios de la plataforma del pajarito como para tener la autoridad de sacarlo del principal canal de discusión de lo público?

La misma pregunta se hizo Elon Musk en 2022 y decidió comprar Twitter, con el propósito de devolverle su característica capacidad de fomentar la libertad de expresión, relajando las restricciones al contenido. Hasta ese entonces, la presión de las autoridades a las plataformas, para que regulen las fake news en torno a la pandemia y las vacunas, era enorme, y comenzaba a ser popular la idea de elevar el control de la desinformación y el discurso de odio. 

Ante esas pulsiones, el único actor con legitimidad para establecer restricciones son las autoridades estatales, bajo normas legales deliberadas democráticamente, lo que parecía razonable en la pandemia, pues era de esperarse cierta razonabilidad científica y accountability por parte de los actores estatales en esta materia. Pero, me temo, abrir esa puerta no tiene retorno, pues terminaría coronoando al actor estatal como árbitro de determinar lo que es real, lo que es interpretación y lo que es falso, asi como lo que es un discurso de odio, como ya pasa en China. Algo que tiene un paralelismo en Chile, con pulsiones autoritarias de parte de la izquierda que exige una 'ley de medios', la cual -en mi opinión- dejaría al gato al cuidado de la carninería 

Además, a partir de la guerra en Ucrania, las autoridades rusas y occidentales aprovecharon el vuelo autoritario y se pusieron a censurar derechamente medios y plataformas, como ya lo venía haciendo China desde antes.

Vladimir Putin pasó de las restricciones a la prohibición de Twitter y Facebook en 2022, Estados Unidos y Europa, recientemente han incrementado las sanciones contra los medios rusos, sus directivos, periodistas y colaboradores. Es así como el gobierno estadounidense aplicó nuevas sanciones a RT y Sputnik, acusándolos de interferir las elecciones presidenciales del país. En semanas anteriores, el FBI realizó redadas en las casas de algunos ciudadanos estadounidenses que colaboran habitualmente con la prensa rusa a través de artículos interpretativos y de opinión, como es el caso del ex marine y analista de defensa Scott Ritter, quien decidió cortar el vínculo con los medios rusos, no sin  acusar antes una grave falta a la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que garantiza la libertad de conciencia y de expresión.

Sin ir más lejos, en el verano chileno de 2024, el Departamento de Estado de Estados Unidos deslizó que varios medios latinoamericanos de comunicación tienen relación con el sistema ruso de propaganda, acusando directamente de ello a El Ciudadano.

En cuanto a las grandes plataformas, recientemente Zuckerberg reconoció que accedió a las presiones de las autoridades sanitarias de la administración demócrata, censurando publicaciones inconvenientes respecto de la pandemia de covid. Algo que no parecería extraño para el caso de la guerra en Ucrania, donde prácticamente todas ellas parecen alineadas con el Departamento de Estado, bloqueando o escondiendo contenidos y usuarios favorables a la versión rusa del conflicto. Algo que también es de sospechar respecto de la guerra en Gaza, en favor de Israel.

Asimismo, hoy los ojos están sobre Telegram, a la espera de la presión que las autoridades francesas pueden hacer sobre Pável Dúrov, su CEO y fundador, para alterar las políticas de privacidad y seguridad de esta plataforma que ha resultado clave para la libre circulación de información sobre el conflicto, sin la cual -en mi caso- habría sido muy difícil acceder.

Así, estamos presenciando cómo se está levantando una cortina de hierro comunicacional, donde el riesgo es que los ciudadanos de cada bloque sólo puedan leer, ver u oír, lo que las autoridades de su bloque permitan.

El caso de Elon Musk hace que todo sea incluso más complejo.

Con X -como el billonario renombró Twitter-, Musk quiere demostrar que la libre empresa y la libertad de expresión son una sola cosa, y que estas se oponen por antonomasia a los estados, los que tienden a ser autoritarios. 

Así, a mi juicio, Musk, primero -al adquirir Twitter- se propuso desafiar la construcción institucional de lo políticamente correcto en que estaban los demócratas, a través de la prensa de su costa este y sus empresas afines de su costa oeste, lo cual caminaba a convertirse en una normativa reguladora de las grandes plataformas tecnológicas. 

Y luego, el billonario está buscando ahora enfrentarse a los estados (o al menos a algunos), como antes no había hecho, pues ante normativa de la UE en 2023 que regula los contenidos online, decidió agachar el moño.

Así por lo menos me explico lo que Musk está haciendo al desafiar a Brasil, al no aceptar la autoridad del juez Alexandre de Moraes, quien ordenó la entrega de los datos en posesión de X de seis de sus usuarios, quienes habrían usado la plataforma para coordinar de algún modo el intento de golpe de Estado de Brasilia de enero de 2023.

Ahora X está prohibido en Brasil, lo que afecta a 24,3 millones de usuarios brasileños, y es de esperar que se inicie una larga batalla legal y política en torno al caso, el que debe definir no sólo los alcances de la libertad de expresión y la privacidad de los datos en la era digital, sino que también los límites sociales a la autoridad, en su propósito de construir las reglas para determinar lo que es real y legítimo.

Una cruzada anti-estatal al menos paradógica, cuando Musk acaba de aceptar dirigir la Comisión de Eficiencia Gubernamental, en un eventual gobierno de Trump, por mucho de que la inciativa se trate de otra especie de cruzada, pero contra la 'permisología' estadounidense. 

Entremedio, aprisionados quedamos los medios y los periodistas, a la espera del resultado de este enfrentamiento de titanes (plataformas y estados), para ver a cuál de ambos habrá que enfrentarse para enarbolar las banderas de la  libertad de expresión y procurar las condiciones para la existencia de la libertad de prensa, pues cualquiera que venza vendrá con una pesada bota . 

Pero, este no es solo un problema sólo gremial, pues también afecta a todos los ciudadanos, los cuales pueden fácilmente terminar convertidos en vasallos de las grandes empresas o los estados, o ambos.

 Extactado de Interferencia

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